VALÈNCIA. Eva Sanjuán y Ana Beltrán, detrás de Correoviejo (un modelo, un edificio, un estudio de arquitectura), tienen dotes de doctoras de los edificios. Una mañana en su cochera, en los bajos del edificio homónimo a su compañía y a la plaza, está acompañado de cierto protocolo de consulta. Solo que hay café y zumo de naranja en la mesa.
Vengo como en una entrevista para una gaceta médica. He pedido cita para conocer el último caso clínico. En el expediente, un nombre: Edificio Bolinches, del maestro de obras Manuel García Sierra. Sí, ese como cubierto por una tormenta de coral en el arranque de la calle la Paz, en las antípodas de Santa Catalina. En realidad, justo en el circuito que genera la plaza Alfonso El Magnánimo. Una edificación de 1903, eclecticismo burgués, que ha visto pasar todo un siglo delante de su puerta. Despellejándose y volviendo a renacer. Cuenta con una ventaja: entre su esquinera, unos miradores superpuestos uno al otro como en un castillo humano permiten ver la realidad con perspectiva. También permiten que las viviendas capten al máximo la luz natural. Cuando cae el sol en esta demarcación, amenazante al acabar la calle, hay cierto regusto de hora elegida. De otro día más en la vida del edificio delicado tal que una bombonera, aparentemente inmóvil al patrimonio visual de la ciudad.
Pero hace unos meses -ya de un par de años-, parte del vidrio adherido a los miradores comenzó a despeñarse. ¿Era puro desgaste de las articulaciones?, ¿achaques del paso del tiempo? ¿O en cambio un problema más grave camuflado tras un incidente vistoso? Con esas dudas la comunidad acudió a sus particulares traumatologas. Eva Sanjuán y Ana Beltrán se personaron, desde su sede tan solo unos minutos al norte. No sabían todavía que estaban adentrándose en un viaje que les absorbería en dedicación y estima.
El edificio acudió a urgencias. Desde entonces, lo están tratando. De ahora en adelante conoceremos su pronóstico. Cuando, tras la caída de los vidrios, se examina al paciente, se procede a un primer diagnóstico. “Se trataba -explican sus rehabilitadoras- de abrir y ver qué pasa. Haces catas por las que, generalmente, abres donde no hay daño, con lo cual hay que persistir hasta saber qué está pasando en el interior del edificio”.
En un lenguaje médico que persistirá durante todo el examen, afirman poder detectar “de dónde venía el dolor, dónde estaba la herida, pero todavía no podíamos saber el alcance”. En esas semanas cunde la preocupación. Pasan algunas noches en vela deduciendo, temiendo. El primer diagnóstico concluye aquello que a nadie le hubiera gustado: problema estructural. Los forjados ceden y como consecuencia encadenada caen los vidrios. En los años 90 las termitas habían intentado lanzar un ataque coordinado, pero entonces se intervino y se evitó lo peor. En cambio, justo los miradores, al cargar con una ornamentación delicada, es posible que complica la rehabilitación al completo.
Malas noticias. Tienen que contarle a la vecindad lo que ocurre bajo sus suelos y sobre sus tejados. Es un ejercicio de mediación. De repente sobre los hombros de las arquitectas recae el peso de ser la voz interpuesta del edificio frente a los habitantes del mismo. “Decirle al paciente que está mal… Tragamos saliva y hablamos con franqueza. La solución no podía ser un parche. Había que confesar a la comunidad todo lo que estaba sucediendo. Se lo explicamos con mucha fotografía: mostrando el canto del mirador, las fases bocetadas por capas…”. La idea de leer una radiografía donde la estructura ósea está afectada.
La carga del peso del propio cuerpo iba sobrecargando los elementos más livianos una vez que los más sólidos habían perdido su resistencia. La analogía entre aquello humano y aquello arquitectónico genera paralelismos constantes. El ornamento estaba soportando una carga que no le correspondía. Las ‘doctoras’ debían tomar decisiones rápidas: “se decidió apuntalar porque vimos cosas que nos preocuparon. La parte interior del mirador, de abajo hacia arriba; la parte exterior, de arriba hacia abajo. Muy lentamente, compensando la transmisión de cargas. El último forjado que se solventará será el inferior”.
Tratar el tuétano edificatorio obligaba a un tour de force: extraer temporalmente los ornamentos. “Hubo que comunicar a la comunidad otra mala noticia: había que desmontar los miradores para volver a ponerlos a posteriori”. Fue el momento de la llegada de los oficios. Expertos en herrajes de edificios, especialistas en moldes… Cortando, sacando, reparando y, más adelante, volviendo a poner. Tal que unas prótesis. Incluido el pararrayos, desenvuelto como una corona en todo lo alto. “Cuando uno de ellos, Toni, vio lo difícil que iba a ser el proceso nos miró y nos dijo: no me queda más remedio que ayudaros”.
En este avance, se han imbuido tanto en el inmueble que han podido comprender su alma. Las visitas al archivo histórico y al archivo intermedio -“como conocer el expediente médico del paciente”- les ha permitido entender mejor el organismo, avanzarse a amenazas. “Al principio solo ves lo bueno: los miradores, las florituras, las ménsulas… pero es con el paso de los días cuando comienzas a ver solo problemas. ¿Cómo no me había dado cuenta?, te preguntas, como si fuera un desengaño. Es una relación a fuego lento”.
Se ve en los ojos de Eva Sanjuán y Ana Beltrán, en su voz: están hablando de un edificio pero en realidad lo hacen de un ser querido. Un último avance: el pronóstico del Edificio Bolinches es favorable. Quizá, aunque quedan enormes sacrificios, ha pasado lo peor. Parece solo un edificio, un fondo permanente del paisaje. Pero evidentemente es un organismo vivo.