Lo que viene pasando electoralmente en Madrid, Castilla y León y Andalucía es algo mucho más profundo que un problema de comunicación del Gobierno, pero desde luego tiene también ese componente. Es un hecho constatable que la acción de gobierno, enorme y exitosa en muchos sentidos, no merece la mitad de la atención periodística que se otorga a cualquier nuevo “problema del siglo” que nos haya tocado esta semana.
Intentar poner racionalidad en el enfoque de la cuestión territorial, con lo rentable que resulta en este país azuzar los vientos del nacionalismo, es algo que debe tener coste. Digo que azuzar el nacionalismo es rentable para la derecha carpetovetónica, que siempre pesca en ese caladero, aunque pierda el de la periferia, y, por supuesto, para la otra derecha, la periférica que siempre sueña con independencias de más de ocho segundos. Pero una vez que apuestas a la carta racional, el gobierno debería haber perseverado hasta exhibir resultados tangibles. Así que la apuesta del Gobierno Sánchez por esa clase de enfoque, tenía que tener un coste político y ¡vaya si lo está teniendo! Parte de lo ocurrido en Madrid, CyL y Andalucía, empezando por la irrupción de Vox, se explica así, por la irresponsabilidad nacionalista de unos y otros.
El intento realista de gobernar en coalición, tal como las urnas decretaron por tres veces, era también una fuente de desgaste, un arma facilona, pero eficaz para la derecha y su tropa mediática. Un reproche que, misteriosamente caló hondo en gentes de izquierdas que deploraban la coalición, pero no sabían decir qué pondrían en su lugar cuando las urnas no te han dado mayoría absoluta. Este de la coalición también era un intento “civilizatorio” que valía la pena emprender, aunque luego hemos visto que quien mejor lo ha combatido no está fuera sino dentro del propio gobierno.
El intento de aportar también sensatez a la economía, de corregir mínimamente la insensata política económica y laboral de Rajoy que nos llevó al borde de la catástrofe social, con ese designio de “quitar abajo para poner arriba”, hasta casi eliminar el derecho a la negociación colectiva, para que los empresarios inviertan tranquilos, también era arriesgado. Poner sensatez en eso tenía que tener coste político para el Gobierno, que no se ha privado de ninguna de las grandes polémicas promovidas por ese partido cuyo mayor hallazgo en economía no es otro que bajar los impuestos a los de siempre. Algunas de las leyes con más impacto social de este gobierno se han conocido no por lo que hacían, sino por lo que les faltaba, porque ya se ha encargado la “otra izquierda” de marcar así su territorio. Todo esto tenía que tener coste y ese coste se daba por hecho, pero también tenía que tener efectos de adhesión y movilización del electorado de izquierda. Por qué esto último no ha ocurrido es una de las claves que explican que este Gobierno que empezó débil, sea cada vez más débil.
Y así vuelvo, de nuevo, al problema del que he empezado afirmando que no es el más importante, pero es uno de los problemas que tiene este Gobierno, el de la comunicación.
En la relación entre política y comunicación puede haber dos extremos igualmente patológicos:
Uno puede estar bien representado por aquel famoso "España va bien" de José María Aznar que, con su potencia mediática, consiguió convencer a un país entero de que no había ningún problema en el horizonte, aunque estaba empezando a crearse una burbuja especulativa que alguna vez explotaría y que explotó, por cierto, durante el siguiente Gobierno, el de Rodríguez Zapatero. Pues bien, mientras nos convencían de que España iba bien, España se metía en un agujero del que nos ha costado 12 años salir. Ese sería un caso extremo de relación entre comunicación y política en el que la comunicación, la propaganda y el autobombo lo tapa todo, hasta invisibilizar por completo los hechos del mundo real.
En el otro extremo patológico tendríamos lo que ocurre ahora mismo: el silencio comunicativo actual de un gobierno que legisla y promueve, pero no habla. Despliega la artillería legal más reformista de los últimos tiempos y desaparece bajo el silencio mediático más absoluto. El primer culpable de ese silencio es la inexistente política de comunicación del Gobierno, pero hay más culpables.
Lejos de mí la tentación de reducir lo nuestro a un problema de comunicación y más lejos aún la de culpar al mensajero, pero lo cierto es que el silencio publicístico del Gobierno y el relato catastrófico de las derechas casan tan perfectamente bien con las necesidades de noticiabilidad y espectáculo de los medios que ninguno de ellos, repito, ninguno, ha escapado al marco mental conservador.
Ocurren más cosas, es cierto, pero esta de no decir lo que hacemos y dejar que solo se diga lo que no hacemos es una de las que nos pasa. Porque es sabido que o el Gobierno dice o cualquiera dirá por él.