El debate se pone sobre la mesa cuando comienza el verano y se acaban de publicar los datos económicos del turismo en España. Quizá anhelamos un imposible, disfrutar plácidamente de nuestras bellas ciudades sin renunciar a los suculentos ingresos que deja el turismo.
Los nuevos tiempos, la nueva política, la participación ciudadana, los debates y las asambleas populares que reclaman hablar de lo cercano, lo auténtico, lo nuestro. Todo ello en paralelo a una globalización de la economía –también de los usos y costumbres– así como de la forma de hacer turismo que genera lo que Sharon Zukin denominó ‘Disneyficación’ a finales del siglo XX en su libro The Cultures of Cities -1996-, me genera cierto dilema ideológico, personal, conceptual y no se si hasta moral. Encuentro argumentos a favor y en contra de una y otra postura, también posiciones eclécticas que parecen el bálsamo de fierabrás que nos provocan la paz de haber encontrado el punto medio, la medida perfecta, el ansiado equilibrio. Pero luego la realidad vuelve a tener colores intensos y no siempre impera esa gama de grises donde todo fluye en armonía o el relativismo elimina la crítica.
Quiero decir con ello que todos ansiamos un turista educado –a poder ser no en grupos numerosos–, que deje unos buenos ingresos en nuestra tierra, que disfrute de nuestra gastronomía y nuestro clima, que no haga ruido por las noches y de paso que no encarezca la hostelería para que con nuestros salarios sigamos disfrutando de nuestros bares y restaurantes. Y también dos huevos duros. La cuadratura del círculo es una quimera. Lo cual no implica que todo esté perdido, es más, creo y los datos así lo revelan que Valencia no está y no creo que llegue a la saturación de Barcelona. Ni somos tan grandes ni tan conocidos, y eso es una ventaja.
Hablamos de turismo, hablamos de España y hablamos de la Comunitat Valenciana. Hace unos días mi admirado Carlos Aimeur no dudaba en cuestionar el más de un millón de visitantes que llegan por vía aérea a nuestra ciudad y los problemas o perjuicios que generan en algunos de los barrios más turísticos. Repasó casos concretos y recopiló testimonios de vecinos y de alguna asociación que la semana pasada convocó a parodiar la figura del turista. Me parece una reflexión interesante pero creo que debemos ampliar el debate y el foco porque el turismo es el motor de nuestra economía (española y valenciana), porque somos una tierra que ofrece unas bondades que nos convierten en un destino perfecto y debemos saber gestionar una oportunidad que nos ofrece ingresos y por lo tanto bienestar, y al mismo tiempo nos enriquece como sociedad.
Se acaba de publicar la ‘Encuesta de gasto turístico’ –Egatur- que elabora el INE, los datos se refieren a lo que llevamos de 2017 y las cifras son más que positivas en todo el país con casi 30.000 millones de gasto, un 14’6% más que en 2016; y en concreto en la Comunitat Valenciana el gasto crece casi un 20% acercándose a los 3.000 millones de euros. Pero otro dato muy positivo para nuestro territorio se desprende del ‘Barómetro de la rentabilidad de los destinos turísticos españoles’ que elabora Exceltur y donde Alicante y Castellón están entre las ciudades donde más crecen los ingresos y el empleo. A ellos ayudan factores tristemente externos, como la inseguridad por el terrorismo islamista en otros países del Mediterráneo y también factores internos como nuestras instalaciones turísticas y nuestra mejora en las comunicaciones aéreas (sí, el aeropuerto de Castellón por ejemplo).
Algunos dicen que no sólo la economía importa –visión algo romántica–, debatimos sobre si queremos un turismo masivo o preferimos a selectos viajeros con sensibilidad que aprecien nuestra idiosincrasia y disfruten del encanto de nuestra tierra. Creo que actualmente Valencia no ha llegado a una situación extrema ni de colapso, es normal que haya grupos de turistas “guiados” por un paraguas como también se ven a muchas parejas que hacen un turismo más auténtico y conectado con la ciudad. El debate es complejísimo: cruceros, vuelos low cost, apartamentos de alquiler –fundamental su regulación legal– y tantas opciones que ofrece la economía colaborativa del siglo XXI en ámbitos como el alojamiento, la movilidad y el transporte. ¿Qué hacemos? ¿Ponemos puertas al campo? Para poder pasear sin escuchar a personas hablando en inglés, alemán, francés, italiano, holandés,… ¿O seleccionamos el tipo de turista que queremos que llegue a la ciudad? Hace unos días me planteaba esta cuestión una comerciante del Born en Barcelona y ambos coincidíamos en que es un tema de no fácil solución.