VALÈNCIA. Resulta cómico hablar hoy de derechos de los menores, o al menos de los niños, en los espacios de entretenimiento o el mundo del espectáculo. No porque se trate de un negocio incompatible con la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea -artículo 32, prohibición del trabajo infantil-, sino porque el problema está totalmente desbordado por las redes sociales y los niños influencers.
Como con tantos otros asuntos, algo que estaba sin resolver, ahora con el cambio tecnológico se ha convertido en imposible siquiera de abordar. No porque no se pueda, sino porque a los gobiernos les cuesta horrores actuar contra los fraudes de ley si son digitales. ¿Por qué? No lo sé. Se conoce que se quedan hipnotizados por las lucecitas.
Entretanto, Max nos trae un documental, Quiet on set: the dark side of kids TV, que tiene un titular engañoso, porque solo habla de un canal, Nickelodeon, no de un fenómeno global. La docuserie de Mary Robertson y Emma Schwartz se centra solo en esa cadena y programas como The Amanda Show, All That, Sam & Cat y Drake & Josh.
Fueron espacios de gran éxito, tenían un público cautivo que todavía no estaba con la cabeza metida en Internet, las redes sociales, TikTok y demás. En Estados Unidos era o Disney o Nickelodeon. La sorpresa, los niños y preadolescentes que actuaban denuncian abusos y vejaciones; la no sorpresa, no podían rebelarse por miedo a perder unos trabajos que estaban dándole importantes ingresos a sus padres.
Algunas de las escenas de las que se quejan da la impresión de que están cogidas un poco con pinzas, otras no. Especialmente, las de Ariana Grande, que aparece tratando de extraer el zumo de una patata o tratando de beber agua tumbada boca arriba en la cama y derramándose el líquido por el pecho, unas ideas un tanto pornográficas.
La reiteración de este tipo de dobles sentidos hace pensar que al ideólogo de todo el cotarro, Dan Schneider le gustaba jugar con fuego. De hecho, lo inapropiado de las escenas que obligaba a protagonizar a los menores no viene de un juicio de las autoras del documental, sino que se fueron haciendo virales en las redes por sí solas. Porque eran un cante.
A él le dedican el primer capítulo, como un monográfico, y le retratan como un crío destinado a triunfar en Harvard, pero que no acudió a clase lo suficiente y al final logró destacar en el cine, en comedias adolescentes o infantiles. Los rasgos de su personalidad que describen guionistas que trabajaron para él son despóticos, caprichosos y propios de un acomplejado, que además llevaba las bromas sexuales demasiado lejos.
Para no andar con rodeos, los profesionales que trabajaban con él y hacían la vista gorda cuando obligaba a una trabajadora a actuar como si fuera sodomizada, o cuando les enviaba insultos por email con el juego de que los repitieran en voz alta, son bien conocidos. No podían decir nada porque tenían miedo, etc… Pero eso es lo de siempre, las líneas rojas tienen que venir marcadas desde fuera, si no, el que se queja pasa a ser el loco o el aguafiestas y los demás, independientemente de los principios que tengan, tratarán de sobrevivir callándose.
Aquí podría ser interesante analizar las situaciones, pero la verdad es que tampoco parece que justifiquen un documental. Como mucho, una página de sucesos en el periódico. En este punto te preguntas qué sentido tiene ese documental si esa es la única chicha que tienen, pero todo cambia cuando aparecen los pederastas.
Durante los rodajes, entre el personal de producción hubo auténticos depredadores. Hasta el punto de que uno de ellos, Brian Peck, organizó una barbacoa en su casa y le enseñó a los críos las cartas que intercambiaba con un asesino en serie que cumplía condena en la cárcel. También le pedía a las niñas que caminasen por su espalda desnuda. Lo más habitual. Ese capítulo merece más la pena porque entra dentro de lo inverosímil.
El siguiente episodio, el tercero, trata los abusos sufridos por Drake Bell por parte de este sujeto. Peck fue a la cárcel en 2003, pero la cadena se organizó para que no se conociera quién era la víctima. Incluso, en el juicio, todo el personal de la cadena, incluidos los niños actores, enviaron cartas al juez dando su apoyo al acusado.
Muchos ahora se arrepienten. El resto del documental son los manejos de Nickelodeon para ocultar este marrón e, incuso, hay un quinto capítulo donde se cuenta cómo trató de actuar también contra esta docuserie.
En Estados Unidos, donde todos estos espacios son más conocidos, puede que El lado oscuro de la televisión infantil tenga más empaque. Aquí no pasa de curiosidad y como constatación de hasta qué punto es poderoso el dinero en ese país y del valor que tienen todos los testimonios que ahora, a toro pasado, permiten tirar del hilo, obtener confesiones y retratar determinados ambientes y negocios, aunque haya quien los confunda con cacerías o aquelarres.
Por otro lado, la docuserie también sirve para constatar que las plataformas de Sillicon Valley han logrado que tengamos una oferta descomunal de los contenidos propios de un magazín matutino como el de Ana Rosa Quintana o María Teresa Campos en su día, o un late-night como Esta noche cruzamos el Mississsippi. Todo sucesos. Abusos sexuales, crímenes, violaciones, más crímenes, estafas, crímenes lo más crueles posibles, desapariciones y ¿he dicho crímenes?
Ahora mismo Filmin, la aplicación de TVE y la del Canal Arte son los únicos refugios contra esta oleada de televisión convencional, un tsunami, sin precedentes y que compite con descaro con el contenido del famoso diario El Caso. El problema es que las citadas plataformas no tienen dinero suficiente para producir ficción serializada con los estándares que hubo a principios de siglo. La competencia sin control del capitalismo nos ha llevado a una situación como la de la televisión de los 90, pero con una oferta pantagruélica en lugar de cinco canales.