VALÈNCIA. Un e-mail a la redacción de este diario alerta de una efeméride: es el 80 cumpleaños de Vicente Gregori. Alguien a quien, según avisa el remitente, no se le conoce, pero tiene una historia que contar. Coincide el cambio de dígito en su edad con la catalogación del legado que ha cedido al Institut Valencià de Cultura. Un legado que cuenta detalladamente su intensa carrera. El remitente quiere celebrar su cumpleaños dando a conocer a la sociedad valenciana quién fue Gregori, una figura en Dinamarca, que en València —centrado en la formación— el público tiene más desdibujada.
En la primera planta de la sede del IVC de la Plaza Viriato se encuentra el Centro de Documentación Escénica. Y sobre sus mesas, Illya Gendler despliega las carpetas en las que, cuidadosamente, Gregori fue guardando páginas de periódicos, carteles, entradas y todo lo que pudiera resumir su extensa carreta. Es su historia, que puede ser contada casi como un diario: “Tiene alma de bibliotecario”, opina Fernanda Medina, al cargo del Centro. En 2013 empieza a donar parte de su biblioteca, además de todo ese legado. El propio Gregori edita una autobiografía detallada (más de 500 páginas) en la que repasa su vida año a año, con conversaciones, anécdotas y un buen puñado de fotografías, Memorias de un bailarín (Mahali Ediciones).
Gendler tiene como proyecto de final de carrera la catalogación de todo este material, que por otra parte le ha servido para conocer “al maestro de sus maestras”. Él alerta de la importancia de la figura de Gregori y señala por qué no se le conoce tanto: “su carrera profesional la desarrolló casi íntegramente en el extranjero, donde tiene mucho éxito, pero en València sobre todo da clases”. Pero empecemos por el principio.
La historia (o su contexto) empieza en Copenhague, donde se alza, desde 1843, el parque de atracciones Tívoli, uno de los más visitados de toda Europa. Dentro de él se encuentra un teatro, al aire libre. En el lugar del telón, el dibujo de un majestuoso pavo real con las plumas abiertas. Es el Pantomimeteatret, utilizado durante todas estas décadas como un prestigioso escenarios de referencia en el subgénero de la pantomima, además de espectáculos de ballet y baile moderno. Esta fue su casa durante más de 20 años.
El otro comienzo de la historia es el del propio nacimiento de Gregori, claro. 1942. Pero es en 1957 cuando, en una València en la que solo podía decidir bailar ballet o danza española, se apunta a lo primero, un mundo nada masculinizado entonces. “Fue uno de los pioneros”. Se traslado pronto salta a Madrid, y seguidamente a París. En 1965, empieza a girar con el Ballet de Antonio Ruiz Soler, actúa en el Teatro de la Zarzuela y baila en La mujer perdida, film protagonizado por Sara Montiel, y en Viaje de Estudios, del Dúo Dinámico.
En 1966 salta a Dinamarca, al Pantomimeteatret, donde empieza a hacer algunos papeles pero poco a poco va ganando protagonismo. Pronto se convierte en Primer Arlequín y Primer Bailarín. Durante dos décadas, de abril a septiembre, estrena obras y adquiere un gran prestigioso, obteniendo el Premio de la Danza en 1971 en el país. Sus años de mayor esplendor lo pasa en el país, en el que se nacionaliza. Es una estrella en un pequeño escenario.
En 1988, el director de la formación dice que sigue contando con él, pero le recorta el sueldo tras haberle apartado progresivamente de algunos grandes papeles. Gregori se siente humillado y decide dejar el Tivoli para siempre. Desde 1982 tiene el título de maestro profesional de danza, que cursó en la prestigiosa Royal Academy of Dancing en Londres. Entonces, toma una determinación, vivirá en València de los cursos que a lo largo de la década ya iba haciendo los meses que le quedaban libres del Tivoli.
Gregori se convierte entonces en leyenda viva de las escuelas de danza. Es el formador de varias generaciones de bailarines valencianas y valencianos. Otras dos décadas dedicó en cuerpo y alma a su carrera como docente, hasta su jubilación en 2007, en el conservatorio de Riba-roja de Túria. En 2001, la Generalitat Valenciana le concedió el Premio a las Artes Escénicas, en reconocimiento a su carrera.
En las páginas finales de Memorias de un bailarín, Gregori recoge una serie de cartas que le han ido remitiendo desde Dinamarca y desde València. Sobre su paso en el Pantomimeteatret, destacan que fue “el mejor” durante los 70 y los 80, “fuerte”, “hacía sentir seguridad en el escenario”, “gran talento mímico y danzístico”. Sus ex-alumnas directamente le otorgan el reconocimiento de “hacerles bailarinas”, muchas de ellas ahora bailan para formaciones internacionales o son la generación que enseña danza en nuestros días. Gregori, con alma de bibliotecario, permite, a través de personas como Illya Gendler o Fernanda Medina recordar su figura con rigor siempre que se quiera.