Hubo un momento en estos seis meses de crisis en el que pareció que el Gobierno de Pedro Sánchez había encontrado la medida de cogobernanza con las Comunidades Autónomas necesaria para frenar la expansión del virus sin hundir del todo la economía. Fue después de las broncas del ministro Illa con algunas CCAA, entre ellas la valenciana, por el cambio de fases del desconfinamiento. El equipo médico habitual decidió a partir de entonces dialogar, negociar, consensuar la llamada 'desescalada' con quienes estaban sobre el terreno tratando de cuadrar el círculo de la salud y la economía.
Después de casi tres meses de ordeno y mando de brocha gorda y de continuas rectificaciones, el Ejecutivo central pareció darse cuenta de que la geografía humana y económica de Madrid, su principal referencia en la toma de decisiones, es singular en una España variopinta con circunstancias y necesidades diversas. Escuchar a los gobiernos autonómicos y acordar cada medida con ellos no solo era hacerles corresponsables en lugar de pseudodelegados del Gobierno, era evitar más errores e injusticias provocados por el mismo café para todos.
Fueron varias semanas en las que solo la cansina disputa política entre el Gobierno central y Díaz Ayuso rompió esa armonía entre administraciones favorecida por la recuperación de la libertad de movimientos a las puertas de un verano que pintaba cada vez mejor. Pero fue una ilusión.
Igual que los relojes parados aciertan la hora dos veces al día, el acierto de Sánchez consistió en que ese entendimiento con las CCAA era parte del camino pendular desde la centralidad absoluta al laissez faire para los presidentes autonómicos. El Gobierno central se fue de vacaciones en sentido literal —a lo que tiene perfecto derecho, las vacaciones son sagradas—, pero también en sentido figurado, como si hubiese querido dar una lección a quienes tanto le criticaron: ahí os quedáis, a ver si os sale mejor que a mí.
El verano ha ido peor de lo esperado, como se ha encargado de constatar Fernando Simón en sus comparecencias periódicas para dar cuenta de unos datos que ya no son erróneos como al principio pero sí engañosos: la cifra diaria de positivos es inferior a la real, pues se actualiza con frecuencia con miles de casos que no se contabilizaron a tiempo.
Datos sin instrucciones, si acaso tímidas sugerencias a las CCAA, que han gestionado la situación con desigual acierto. La excepción fue el Consejo Interterritorial de Sanidad del 14 de agosto en el que se volvieron a tomar decisiones generales para toda España, esta vez consensuadas, pero se dejó la ejecución en manos de las CCAA, que con sus limitadas competencias andan ahora lidiando con algunos jueces legalistas a más no poder.
El colofón fue el regreso de Sánchez, quien en lugar de volver al punto medio ideó una tercera vía: apáñense las CCAA, que para eso "les hemos dado 16.000 millones a fondo perdido" —de momento, son 6.000 millones—, y si necesitan algo más, nos llaman.
Por aportar algo de optimismo, esa tercera vía puede ser el inicio de un acercamiento al punto de equilibrio en el que las CCAA gestionen la crisis sanitaria y económica —dentro de poco, también escolar— en diálogo permanente con un potente equipo de coordinación en el Gobierno central que preste apoyo logístico y legislativo. Un equipo que aprenda de los aciertos y errores en unos territorios y sepa trasladarlos a otros que tengan las mismas características.
Parece obvio que el aumento rápido de los contagios está asociado a lugares con mucha movilidad. En Madrid puedes prohibir fumar, cerrar los pubs y vetar las reuniones de más de diez personas —excepto en eventos tan imprescindibles como la conferencia "España puede" que dará Pedro Sánchez este lunes en la Casa de América y a la que se ha invitado a "una amplia representación de la sociedad civil"—, pero si no cierras el Metro y Cercanías para impedir tanta movilidad vas a tener más contagios que en cualquier otro sitio. Lo mismo, a menor escala, ocurre en Barcelona, València o Alicante-Elche. No hay más que ver el mapa de contagios. Si alguna capital tiene buenas cifras será un caso a estudiar.
Por esa razón, la receta no puede ser la misma. No cabe la misma pauta para la vuelta al cole en zonas urbanas que en zonas rurales, en colegios de 1.500 alumnos que en centros de 300; no procede cerrar los locales a determinada hora en zonas donde no hay contagios… Y sí cabe imponer a las CCAA la obligatoriedad de implantar la app RadarCovid porque no tiene sentido que funcione solo allí donde al consejero de Sanidad le dé la gana. O no llegamos o nos pasamos.
Conozco a varias personas que no han vuelto al trabajo gracias a que su empresa hizo test PCR a los empleados al volver de vacaciones y dieron positivo. Si esas empresas hubiesen seguido las recomendaciones de la consellera Ana Barceló, estos trabajadores asintomáticos estarían en su puesto poniendo en peligro la salud de sus compañeros y de sus familias. Ya ocurrió, como comenté aquí, cuando Barceló afeó a Fernando Roig que hiciera test a sus 2.200 empleados en Pamesa al final del confinamiento. Le salieron 43 positivos, nada menos.
Barceló trata ahora de impedir que varios alcaldes hagan pruebas a los profesores —algunos, también a los alumnos— antes de volver a las aulas, pese a que es lógico pensar que entre esas miles de personas que han disfrutado del verano habrá más de un positivo no detectado.
Todo porque la consellera confía en un sistema de rastreo que, como sabe cualquiera que haya tenido una experiencia cercana, está lleno de agujeros: positivos a los que se permite salir a los 14 días sin un segundo test PCR, rastreos que empiezan cuando el positivo lleva una semana con síntomas porque tardaron en hacerle la PCR y darle el resultado, contactos sin síntomas que dieron negativo tras el rastreo pero se les obliga a estar tres semana encerrados —en agosto— porque ellos sí necesitan una segunda PCR y hay atasco… Los laboratorios privados se están forrando.