Un dulce valioso por lo que calla. Con sabor a pasado, y capaz de reconciliarnos con los recuerdos más amargos. Un dulce muy nuestro, muy valenciano. Jesús Machí los amasa en familia, mientras las palabras se van colando en la receta
VALÈNCIA. En el momento de traspasar el umbral del Horno de San Bartolomé, queda una semana para el Día de Navidad. La pequeña tienda de la entrada está repleta de clientes que, incluso a última hora de la tarde, encargan los dulces para la semana venidera. El gran obrador del interior es un trasiego de gente, por momentos trabajadores, por momentos familiares, alrededor del panadero Jesús Machí. Sobre la mesa, bandejas repletas de pastissets de boniato, crudos y horneados. Aquellos que les han dado tanta fama en la ciudad, y por los que algunos peregrinan desde lugres remotos; aquellos en cuya elaboración se implica todo el clan. Desde la mujer a la suegra de Machí, y hasta la consuegra.
La Navidad se respira en el aire, se impregna en la piel. El calor humano, y sobre todo el de la maquinaria a pleno rendimiento, invita a quitarse el abrigo, la bufanda y los guantes; a enfundarse el delantal. Es momento de unirse a la mesa, de ayudar con las tareas. Dejaremos morir la tarde, con el aroma de fondo de la masa recién cocinada, con el murmullo de esas historias que van y vienen. Anécdotas de tiempos pasados y presentes; palabras que ya son ingredientes de esta receta. Así es como se preparan los pastissets que nos comeremos estas fiestas, con amor y con esmero, dos cualidades que se aprecian en el paladar, y por eso a lo largo del texto se incluye lo que iban diciendo los allí presidentes. Porque si algo hace poderoso a este dulce tan valenciano es el recuerdo, la unión, el abrazo.
El pastisset es nuestro abuelo, nuestra madre. El pastisset es un villancico tontorrón, la sobremesa que se desborda hasta la cena. El pastisset es ese bocado que te hace cerrar los ojos frente al mostrador de la tienda. El espíritu de la Navidad está en la panadería.
Jesús Machí: “Si me preguntas por el mejor pastisset, te voy a decir que el mío, pero porque en realidad es el de mis suegros. Cuando conocí a Ana, lo probé por primera vez, y lo recuerdo como algo espectacular. Desde entonces vengo haciendo la misma receta, con pequeños cambios. Es curioso, porque era el típico dulce que de joven no tocaba, prefería la caracola de chocolate, pero ahora me pierde. Y siempre me apetece por la noche, cuando ha pasado un rato después de cenar. Para mí el pastisset es parte del resopó”.
Hace panes con alma, ya lo dijo Paula Pons. Supo que quería hacerlos con 15 años. Jesús Machí es de estirpe panadera, algo que en el gremio se lleva con orgullo, aunque a él le interesa poco. “Lo importante no es ser tercera generación, lo importante es sentir pasión”, afirma. Más que demostrada en su caso, porque desde que empezara a trabajar, no ha hecho más que aprender, investigar, leer y crecer; hasta convertirse en el gran divulgador del pan que es ahora. Cuando conoció a Ana, su mujer, se trasladó al negocio de sus suegros en Ruzafa. De aquello hace 31 años y, en este tiempo, ha consolidado el Horno de San Bartolomé como uno de los más importantes de València, además de abrir otro establecimiento en la plaza del Tossal e impulsar el movimiento#pandeverdad.
En toda esta historia, el pastisset de boniato tiene un papel protagonista. Fue uno de los responsables del despegue de la panadería, y por ello lo dispensan durante todo el año. En la campaña de Navidad se gastan 800 kilos de harina que dan como resultado cerca de 10.000 pastissets (repetimos, solo en la campaña de Navidad). “Se han llegado a vender hasta 500 unidades en Nochebuena, y aunque ahora el consumo ha caído un poco, sigue siendo el dulce con más éxito”, explica Machí. Confía en que la costumbre perdure en las nuevas generaciones: “Yo creo que sí, uno siempre vuelve a lo que ha visto en casa”. Y no hay valenciano que no se los haya tropezado en la mesa de la cocina, que no haya metido la mano de tapadillo en la bandeja. Ni visitante al que haya dejado indiferente su sabor.
Eleonora, la suegra de Machí: “Yo vengo de Italia, allí el dulce típico es el panetone. De hecho, mi marido empezó a prepararlo para mí, y fue de los primeros panaderos en venderlo en Valencia (esta historia ya te la contamos). Y al revés, los pastelitos yo los conocí gracias a él. Con Jesús los empezamos a preparar [¿te acuerdas, Jesús?] hace 30 años por lo menos. Pero siempre los hemos tenido. Nos piden bandejas todo el año; una clienta los encarga hasta en agosto”.
Las recetas son secretos, sabiduría que se transmite en el seno de las familias, y por este motivo vamos a hablar bajito. ¿Cómo podemos dar con la fórmula perfecta? “Lo que distingue a un buen pastisset es que la masa de fuera esté crujiente y el relleno se deshaga en la boca”, explica Machí. Que se parta de una dentellada, que el boniato resbale por la lengua. Esto solo se consigue mediante el correcto tratamiento de la masa, que en este caso debe manosearse muy poco. Aceite, harina, anís, huevo, azúcar, y a correr. “Es una masa que cambia de textura sola, y no conviene tocarla mucho, porque puede quedarse gomosa”, indica el experto. Con ella se van haciendo bolitas de unos 800 gramos. Luego se sitúan sobre un papel, se ponen debajo de la prensadora y se aplastan en forma de círculo.
Es el momento de coger la manga pastelera, donde espera el relleno, que esta tarde no será únicamente de boniato. En San Bartolomé también hay pastissets de crema de calabaza y de mató, una suerte de requesón con canela que Machí ha ido incorporando; una delicia. “Lo probé en un restaurante de Castellón y me gustó demasiado como para no adaptarlo”, admite el panadero. Precisamente el relleno diferencia a los pastissets de las diferentes zonas que en algún momento formaron parte del reino de Aragón y antes fueron territorio árabe, con un recetario compartido. Los hay, incluso, de cabello de ángel (¡Argh!). Y se llaman pastissets, pastelicos (para los castellanohablantes), tortas de alma; que vienen de Valencia y de Teruel; de Tortosa y de Amposta. Se rellenan, se doblan por la mitad en forma de empanadilla y se cuecen en el horno durante unos 20 minutos.
Inés, la consuegra de Machí: “Yo vengo a ayudar porque me gusta, me lo paso bien. Creo que los dulces van a un poco de eso. Nosotros siempre hemos comido pastissets en Navidad, es una cosa muy de aquí, muy de los valencianos, y creo que nuestros hijos lo mantendrán".
El pastisset se come a cualquier hora, cuando apetezca. Uno, dos, sin complejos. Aguanta hasta 20 días en buena forma, así que se puede comprar con antelación. Hay que quitarse el miedo al dulce que, en muchos casos, es más sano que otros productos ultraprocesados. Además, hace tiempo que Machí viene buscando la formulación baja en azúcares, y ha conseguido reducir en un 20% la carga de la receta original. El precio es de 12 euros el kilo, y eso no es mucho, pero dista de los 3 euros que se pagan en supermercado. Se paga la calidad, la salud y, sobre todo, el mimo. Los dulces van de artesanía, de 'alma' que decíamos, y la experiencia se pierde en el lineal. ¿Qué hay del amasado? ¿Del panadero que sale con el fardo cargado? Uno de los mejores momentos de la vida es aquel en el que eliges un dulce caliente de la vitrina. Te lo dan y lo muerdes, claro que lo muerdes.
Hay versiones de este dulce de todos los tipos. Es famoso el pastisset de aguardiente, boniato y foie de Ricard Camarena, que le acompaña desde Arrop y perdura en la carta de Canalla Bistró. Sin llegar a ser lo mismo, también goza de popularidad el arnadí de boniato y calabaza de Vicente Patiño, en este caso típico de la Cuaresma y de su tierra (esa Xàtiva a la que rinde tributo hasta en el nombre de Saiti). E incluso María José Martínez, de Lienzo, se quedó impresionada al probarlos y creó un petit four que juega con las texturas y la composición. La repostería, la de toda la vida, sobre los manteles. Un salto que ya había conseguido Machí a través del pan, puesto que hornea recetas especiales para restaurantes como Fierro, Ciro o Boix 4, entre otros tantos. “Son muchos, pero todos amigos”, dice.
Eva Máñez, fotógrafa de este artículo: "A mí no me gustaban los pastelitos boniato, de nunca, me parecía una cosa antigua. Notaba que se me quedaba la pasta pegada al paladar, como con los mazapanes. Pero hace un par de años estuve viajando por Castellón, y probé el flaó en Morella, que me encantó. De ahí volví al pastisset y, ahora que sé que Machí los hace de mató..."
Las bandejas entran y salen con soltura en el obrador de San Bartolomé. La cadena funciona con precisión casi milimétrica, pero también con la confianza que proporciona trabajar en familia. Prensar, rellenar, doblar, y otra hornada de 50 pastissets. Con el calor, las masas dan olor a toda la estancia, dan sentido a toda la vida; y una vez fuera, se dejan reposar sobre la rejilla, a riesgo de que los sobrinos regresen del colegio antes de lo esperado. Entonces serán 45. Y Ana se conformará con esa cifra cuando se lleve la bandeja a la tienda, porque todo queda en familia; porque de la familia viene la fuerza; y con fuerza sube el pan.
“Yo siempre digo que, desde hace 30 años, ceno y como en Nochebuena y Navidad porque tengo una madre y una suegra. Si no, es que ni me daba tiempo”, exclama Machí, fatigado, justo antes de despedirse. Se va a meter dentro de la cámara, le esperan horas amasando el panettone. “Me tiene obsesionado, quizá sea uno de los dulces fermentados más complicados que existen, hay que tener mucha paciencia", admite Jesús. Pasión, que decíamos, y por lo visto no se le gasta. El mueve las manos, los pastissets desfilan hacia la vitrina, y la gente hace cola para llevárselos. Ahora pasarán a ser de otros padres, otros abuelos, otros nietos.