El pasado se parece siempre demasiado al presente. Vuelven los bigotes, se dejan de llevar los pantalones de campana. Pero en el fondo todo sigue igual. Lo descubrí en Vancouver (Canadá), cuando me explicaron que los tótems, esos postes de madera que tallaban los nativoamericanos que habitaban en la zona antes de llegar los ingleses, mostraban el poder de la familia o tribu. Observando el material empleado y la altura de la talla podías hacerte una idea aproximada de la posición social de sus dueños. Nada extraño para un valenciano: es fácil saber el dinero que maneja una falla solo viendo el monumento fallero.
Hoy día la cosa sigue igual: los rascacielos son los nuevos tótems que pueblan la zona, símbolos del poder de las empresas o las familias que en ellos viven. Es muy evidente la analogía. Pero no lo es tanto cómo el capitalismo ha acabado asumiendo otra ceremonia de los nativos canadienses que en su momento fue prohibida por los ingleses: el potlatch.
El potlatch consistía en hacer un banquete y entregar regalos al resto de familias de la tribu. A otras tribus en ocasiones. Y estos regalos se traducían en prestigio. Mientras más eras capaz de dar a los demás, mayor era tu poder y respeto en la comunidad. Que parece muy poco materialista, pero es solo una apariencia engañosa porque en ocasiones los más ricos destruían parte de sus propiedades e incluso llegaban a quemar sus casas para demostrar el alcance de su poder. Tanto derrocho, tanto valgo. Los colonos ingleses prohibieron el potlatch de los nativos. Les parecía un despilfarro propio de salvajes. Todavía no habían entendido que el potlatch no era la prehistoria de las sociedades capitalistas, sino que era su futuro.
El consumismo ha llegado a tal punto de gilipollez que nuestro poder adquisitivo ya no se mide por lo que somos capaces de 'adquirir' sino de cuánto somos capaces de deshacernos. Deberíamos tal vez empezar a llamarlo "poder derrochativo". Conozco gente que cambia de coche cada cinco o seis años. Conozco gente que cambia de tele cada vez que sacan un extra: pantalla panorámica, LED HD o efecto mojado, qué más da. Conozco gente que renueva su armario cada temporada. Conozco gente que cambia su Iphone cada vez que anuncian uno nuevo, sin importarle cómo esté el suyo. Conozco gente que compra ropa que no se pondrá jamás. Que compra chorraditas eléctrónicas que apenas usará. Que tiene propiedades que no usa ni un mes al año.
El ciudadano medio ha logrado su sueño: equipararse a esos indios que quemaban su casa ante los ojos llenos de admiración de sus vecinos. Equipararse a esos romanos que comían hasta el vómito y entonces seguían comiendo. Equipararse a esos reyes europeos con peluca blanca, estrellas del rock y empresarios o políticos corruptos –muchos de ellos valencianos- que tiraban el vino sobre prostitutas de lujo, quemaban billetes para encenderse el puro y colgaban obras de arte en el baño. ¡Porque yo lo valgo!
El ciudadano medio compra compulsivamente cosas que no necesita. Y entre la pena y la satisfacción, se deshace de ellas. Uy, mira, estos zapatos los compré y ni me los he puesto. ¡Pido un crédito y me cambio el coche, que ya tiene cinco años y hago el ridículo en la oficina! ¡Estaba rebajado, si no me viene no pasa nada porque es una ganga! Ché, lo he comprado y no sé para qué sirve pero seguro que alguna vez me viene bien.
Gastemos, gastemos, que el mundo se acaba.
Y deshagámonos del mayor número de cosas, que como bien sabían los indios canadienses, mientras más tiremos, más valemos.
(y ya otro día hablamos del bien que todo esto hace al planeta, a los países pobres y a las nuevas generaciones, hoy seamos felices agitando el champagne y lanzándolo sobre los que nos rodean en un inocente alarde de melasudismo)