VALÈNCIA. En 1976, el historiador italiano Carlo Ginzburg publicó «El queso y los gusanos», un libro que con el tiempo se convirtió en una pequeña obra maestra dentro de la llamada “nueva historia”. Esta corriente hacía un énfasis especial en las mentalidades; es decir, en las representaciones colectivas y en las estructuras mentales de las sociedades del pasado.
En esencia, el libro cuenta la peripecia vital de Menocchio, un molinero del Véneto al que la Inquisición juzgó en pleno siglo XVI por el carácter herético de su pensamiento. Ginzburg mostró que en la católica Italia era usual que los sectores más modestos de la población negasen la divinidad de Cristo o que Dios hubiese creado el Universo; era el reflejo de una cultura popular materialista, con raíces precristianas.
La obra puso de manifiesto la separación que a menudo existe entre nuestra concepción de la realidad, basada en mitos, tópicos o ideas preconcebidas, y la realidad en sí, que toma derroteros distintos y nos sorprende en cuanto la analizamos libres de prejuicios. Mientras el Papa pensaba que sus súbditos eran un dechado de ortodoxia y fe, en la práctica éstos se dedicaban a esparcir nociones y principios bien alejados de la doctrina católica oficial.
Algo de esto comienza a pasar en las relaciones entre la Comunidad Valenciana y el Gobierno de la nación. Madrid sigue anclado en la idea del “Levante feliz”, de cuño franquista, la tierra de la luz y de las flores, cuyos habitantes padecen la indolencia característica de aquellos que viven en el paraíso: son alegres –ya lo dijo Miguel Hernández-, pero poco laboriosos; dados al trato y la granjería, pero sin la firmeza de los catalanes o la casta de los aragoneses, y con un punto de tramposos –ahora se dice corruptos-; son blandos o “muelles”, como los definió el conde-duque según una cita que ahora sabemos falsa; en fin, nunca se quejan, porque la tierra que pisan es feraz y provee de todo lo necesario.
Muchos se estarán llevando las manos a la cabeza a estas alturas, pero les animo a que se paseen por Salamanca, Valladolid, Burgos, Cáceres o la propia capital de España y escuchen de boca de sus gentes este catálogo de lugares comunes y de topicazos al uso. ¿O es que ya no se acuerdan del “¡qué bonita está Valencia con Rita!”?
Por eso cuesta tanto hacerse oír en los temas que nos preocupan a los valencianos. Al parecer, nunca nos habíamos manifestado… Y ahora que lo hacemos, el resultado es el que es: estupefacción, incomprensión y unas respuestas desabridas que a veces parecen insultar la inteligencia de quienes las recibimos.
Si reclamamos una infraestructura que entendemos esencial para la vertebración del territorio y su actividad económica, como es el Corredor Mediterráneo, sale el ministro ¡de Justicia! a decir que no sabemos muy bien en qué consiste ese “Corredor” y que, en cualquier caso, su importancia está sobrevalorada; al parecer, los meses que pasó de interino en Fomento le permiten impugnar decenas de estudios sesudos repletos de datos y cifras.
Si exponemos, poniendo negro sobre blanco, la financiación deficiente y caprichosa a la que está sometida la Comunidad Valenciana desde hace décadas –en realidad, es desde hace siglos-, la respuesta son unos Presupuestos vejatorios que ponen a estas tierras a la cola de España en inversión por habitante; y si se reitera la crítica, se nos dice que, como siempre, la culpa es de Zapatero. En fin…
¿Y qué les voy a decir que no sepan sobre el derecho civil valenciano? Primero fue el trato diferenciado con respecto a otras comunidades autónomas –Cataluña y País Vasco, señaladamente-, que sí vieron cómo se les retiraban los recursos de inconstitucionalidad presentados por el Gobierno, en virtud de pactos y componendas; la valenciana no tuvo esa suerte, pese a pedirlo por activa y pasiva…
Después llegaron las sentencias del Tribunal Constitucional, que derogaban leyes enteras con explicaciones de folio y medio, incalificables y, por supuesto, incomparables en sus fundamentos con las que se dan para la mayoría de territorios del país. Cuando se busca una solución y se le pide al ministro –ahora sí, de Justicia-, éste dice que reformemos el Estatuto: justo la única respuesta que no dio ninguno de los más de cien expertos que se han pronunciado recientemente sobre la materia.
Y si el conseller del ramo –el de Transparencia, Manuel Alcaraz- decide tomar cartas en el asunto y pedir una reunión con ese mismo ministro, éste se niega y le remite a los “covachuelistas” del Ministerio; se celebra al fin la reunión y los burócratas se limitan a tomar apuntes y a mirar al cielo: ni una respuesta, ni una idea, solo el silencio más clamoroso.
Cada vez son más las voces que destacan la emergencia de un “problema valenciano” que, en verdad, es antiguo y crónico. Justamente se cumplen ahora cien años de los artículos que un todavía joven Luis Lucia publicó en «Diario de Valencia», dentro de una sección titulada, de forma profética, “problemas regionales” (los compendia Vicent Comes en su excelente biografía del personaje).
En ellos subrayaba la ignorancia supina que el Gobierno de Madrid tenía acerca de los problemas de la economía valenciana; decía, literalmente, el 18 de enero de 1917, en un artículo titulado «La catástrofe naranjera y el desconocimiento de nuestras cosas»: “el desconocimiento que de nuestras cosas y de nuestros intereses hay en Madrid es absoluto, y ese desconocimiento es una de las causas más principales, si no la principal, de nuestra ruina”.
Pero no se privaba de criticar a los propios valencianos, que, por su escasa formación política y su desconocimiento, acababan apoyando con sus votos a ese Gobierno que los maltrataba. Lucia proponía potenciar la formación de los ciudadanos y –fíjese usted qué cosas- animar la creación y la existencia de movimientos sociales que suscitasen la preocupación del Gobierno español: es decir, que el “pollo” que Mónica Oltra propone que los valencianos montemos para que Rajoy nos preste atención, y que el director de este periódico ponderaba unos días atrás, ya lo aventuró como idea hace cien años un político conservador que hoy constituye un emblema de la derecha regional. Nada nuevo bajo el sol, pues… Sin embargo, produce escalofríos pensar que, un siglo después, seguimos en la misma casilla de salida, no hemos avanzado ni un milímetro.
Este “problema valenciano” no se entiende en Madrid. Ojo: ni se entiende ni hay voluntad alguna de quererlo entender. Como en «El queso y los gusanos», el presidente y el Gobierno siguen pensando en los términos del “Levante feliz”. Pero lo cierto es que esa imagen, y todo lo que conlleva, está tocando a su fin. Las generaciones jóvenes están más concienciadas y mejor formadas: ya pueden estudiar ciencias políticas o sociología, viajan más, disponen de términos de comparación diversos y plurales, se preocupan por las cosas de la administración y el gobierno en mayor medida que sus padres; su marco de referencia ya no es el franquismo o la Transición.
Saben lo que es la infrafinanciación y sus consecuencias, qué significa “Corredor Mediterráneo”, por qué los acuerdos arancelarios de la UE –avalados por España- perjudican sistemáticamente a los cítricos valencianos, y preguntan por qué los catalanes tienen un derecho civil propio y moderno, mientras los valencianos seguimos con las viejas instituciones del código civil. Hasta hacen circular tweets del siguiente tenor: “L’únic territori que té en el seu himne «oficial» les paraules «ofrenar glòries a Espanya» és l’últim en finançament. Preciós!”.
Por todo eso, no es de extrañar que días atrás los diputados de les Corts valencianes escenificaran una unanimidad tan completa y tan poco usual. No había otra: la bofetada era demasiado sonora, y se ha quebrado la idea de que no hay más opción que la de resignarse. Hasta el Partido Popular se unió a la reivindicación y a la queja, suscitadas por su propia matriz nacional; y es que corría el riesgo de quedarse solo de nuevo, toda vez que Ciudadanos, socio partícipe y corresponsable de estos “Presupuestos de la vergüenza”, ya había anunciado su adhesión.
Aun así, hay que ponderar el valor y la decisión de Isabel Bonig y del PPCV, que, al sumarse al resto de grupos, decidieron anteponer los intereses de los valencianos a los de su propio partido. Justo lo contrario que el delegado del Gobierno en la Comunidad Valenciana… Juan Carlos Moragues ha pasado de viajar semanalmente a Madrid para mendigar el dinero que por derecho nos corresponde (léase el FLA), a sostener el expolio con razones bien peregrinas. Justificar las escasas inversiones del Estado para 2017 comparándolas con las realmente ejecutadas en 2016 –la mitad de lo prometido- es absurdo. ¿Qué nos asegura que la historia no se vaya a repetir este año? Está bien que uno quiera apuntalar su carrera política, pero no a costa de los intereses legítimos de sus conciudadanos…
El gesto de unidad de todos los grupos parlamentarios ha causado estupefacción en el Gobierno. Rafael Hernando, portavoz del PP en el Congreso, ni siquiera atinaba a pronunciar correctamente el nombre de Isabel Bonig mientras la acusaba de no conocer bien los presupuestos.
Otros se declaraban “alucinados” y reclamaban que había que estar con el partido “a las duras y a las maduras”. No entienden que, con un acto así, el PPCV demuestra el hartazgo ante el hecho de no haber visto una madura (¿una ministra, por ejemplo?) en mucho tiempo… Es curioso que el mismo Madrid que disfruta haciendo chistes sobre la división ancestral entre los valencianos y glosando su “meninfotisme”, reaccione de forma visceral ante un gesto que desmiente el tópico. Es otro indicio de la incomunicación a que me refiero.
Es cierto que, para superar esa incomunicación, esa falta de entendimiento, es preciso ir a la capital y explicarse con razones convincentes: organizar actos, hacerse presentes en la vida política y social madrileña, crear grupos y entidades que tiendan puentes y faciliten la comunicación (como en el caso de la Fundación Conexus, por ejemplo), incluso establecer un lobby –ese poder valenciano del que tanto se habla y que brilla por su ausencia-.
Es evidente que no basta con quejarse, pertrecharse de razones a este lado de Contreras o montar ese “pollo” que tanto juego está dando. Pero al otro lado debe haber una mínima propensión al diálogo y al entendimiento, a la comprensión de los verdaderos problemas de esta tierra. Porque –y aquí acaba la historia de «El queso y los gusanos»-, Menocchio declaró de forma sincera sus creencias ante las autoridades de su pueblo, con la esperanza de alcanzar una interlocución o un diálogo sobre materias teológicas; pero lo único que obtuvo fue un juicio sumario y la muerte en la hoguera. Su fortuna estaba decidida de antemano.
¿Habrá de correr la misma suerte la Comunidad Valenciana, o encontrará por una vez comprensión y algunas concesiones? A la vista de lo que está pasando con el derecho civil valenciano, que es algo completamente gratuito, que ya tienen varias comunidades autónomas, que para muchos tiene una importancia relativa –hay cosas más urgentes- y que se puede obtener por varias vías, yo, desde luego, y con los ojos puestos en la historia de esta relación, no puedo ser optimista…
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Javier Palao Gil
Director de la Cátedra Institucional de Derecho Foral Valenciano (UVEG)
Vocal de la Junta Directiva de l´Associació de Juristes Valencians