"Detente aquí, viandante curioso, porque aquí verás un mundo en una casa, en un museo: un microcosmos o un compendio de cosas extrañas”
Inscripción en la puerta del gabinete del físico francés Pierre Borel (1620-1671)
VALÈNCIA. Vuelve a hablarse de ellos: pongan en un buscador los términos adecuados, “gabinete de curiosidades/maravillas” o también wunderkammer. No diré que están de moda porque intento evitar asociar aquello que me atrae con las tendencias, pero es cierto que los gabinetes de curiosidades o cámaras de maravillas son una realidad no ya como reliquias del pasado sino como opción de nuestro tiempo. ¿Podrían ser estos “nuevos” gabinetes una especie de reacción ante la abrumadora, excesiva diría yo, presencia de lo virtual, lo digital, en nuestras vidas?, ¿una reafirmación de lo real, una reafirmación de nuestra vertiente humanística habida cuenta que estos gabinetes anclan sus inicios en el siglo XVI?, ¿quizás una nueva exaltación y una mirada renovada a lo clásico en su más elevado sentido? No hay duda de que el coleccionismo nos une al mundo en el que habitamos y nos hace conocernos más y mejor a nosotros mismos: somos seres que habitan un mundo físico, no aquel que se nos presenta más allá de la pantalla. ¿Nos hace conocernos mejor la informática, las redes sociales? ¿Lo hacen los juegos virtuales, cada vez más sofisticados? Permítanme que lo dude.
Ya escribí hace años sobre los gabinetes o cámaras de las maravillas: ese anhelo del hombre desde tiempo inmemorial, resultado material de nuestros sueños contenidos en a penas unos metros cuadrados. Se trata de una ilusión, una especie de sinécdoque en la que la parte representa a un todo. A veces ese gabinete permanece solamente en nuestra mente, otras nos ponemos manos a la obra para crearla. Nuestra wunderkammer puede ser nuestra casa, una habitación en concreto o un mero armario. Los museos enciclopédicos creados en el siglo XIX son de alguna forma la sublimación del anhelo: el British Museum o el Metropolitan, el Hermitage, el Kunsthisrorisches de Viena o el Ashmolean de Oxford.
Los gabinetes toman forma en ese espacio que hay entre los pequeños muebles y las grandes estancias repletas, movidos por la fiebre de la colección y la posesión. Después de unos tiempos recientes en que la posesión del objeto quedó de alguna forma recluida en pos de la experiencia virtual y física, al final el hombre no puede desprenderse de lo que es, de su naturaleza, y hay un regreso a lo que nunca ha dejado de ser. El Renacimiento, explosión de todo ello, es época de descubrimientos y de volver la mirada a uno mismo, al hombre, después de una Edad Media dominada por la presencia de Dios en todos los ámbitos de la vida. El Dios de nuestros días ha sido la pantalla pixelada, la imagen virtual interactuada por un hombre desnaturalizado, rendido, alienado y embobado ante algo que ni siquiera está físicamente allí, ante un mundo que se le impone y con una limitada posibilidad para moldear. Una suerte de dictadura autoimpuesta. Los souvenirs de los viajes de aquel tiempo eran maravillas naturales y artísticas, ahora son centenares de fotografías y selfies que son colgados en las redes sociales para consumo ajeno, ni siquiera propio.
El primero de los gabinetes hay que buscarlo en 1335 fundado por Olivero Forza de Treviso; además de los viajes y los avances técnicos, un factor sobre el que se profundiza menos en las razones que llevan a crear estos gabinetes es la consideración de la curiosidad y el coleccionismo como una virtud intelectual, un instrumento de ampliación del saber. Para el filósofo polaco Krzysztof Pomian se trataría de “una pasión, un deseo por ver, aprender y poseer lo único, lo raro, lo nuevo, lo secreto o lo destacado. Aquellas cosas que tienen una relación especial con la totalidad y, por consiguiente, provee los recursos para conseguirlas”.
Tras la Edad Media los burgueses comerciantes, boticarios, galenos y eruditos se lanzan a la búsqueda y adquisicón de piezas singulares. Meros aficionados o grandes eruditos, pequeños presupuestos o personas adineradas, diminutos espacios disponibles y enormes estancias, algunos de carácter enciclopédico y otros de una temática definida previamente. El coleccionismo de rarezas, tras el teocentrismo medieval, representa una nueva mirada sobre el mundo material. Una mirada curiosa e investigadora por uno mismo. Tal era la fiebre que el pintor y grabador del siglo XVI Hubert Goltzius registró novecientas sesenta y ocho colecciones en los Países Bajos, Alemania, Francia, Italia, Austria y Suiza. Sólo en Venecia, en el siglo XVII, había más de setenta, por lo que puede decirse que se trataba de un fenómeno socio-cultural importante en aquel momento.
Los gabinetes estaban estrechamente ligados con la cultura material y el mecenazgo: algunos llegaban a convertirse en una auténtica atracción en la ciudad, recibiendo diariamente gran cantidad de público atraído por los chascarrillos que circulaban por la localidad de lo que allí se hallaba. Piénsese que nadie disponía de una cámara fotográfica, que al fin y al cabo es un arma de destrucción masiva del morbo, la ilusión y la sorpresa. Todo era misterio.
Cierto es que existen elementos que suelen repetirse de una forma más o menos genérica en los gabinetes de curiosidades, lo que no es contradictorio con que estas pequeñas (o grandes) colecciones se configuren en base a lo que, para uno, de forma particular, representa este pequeño universo. Hay gabinetes más “al uso” y otros que merecen una explicación más personal del creador del mismo, puesto que sus significados están más encerrados. Lo que sería mi gabinete es una concentración de mis filias, y os confieso que personalmente estoy en ello de una forma muy humilde, sin obsesión aunque con pasión (condición sine qua non). Su formación es un tanto improvisada, aunque uno se va haciendo la idea in itinere, de lo que debería contener, y que todavía no ha tenido la suerte de hallar. No existen normas y uno se sorprende al analizar algunas ilustraciones de los Wunderkammer del pasado: unos se centran más en el mundo natural, otros en el del arte, otros en las rarezas de ambos mundos tan separados pero tan cercanos a la vez. Pienso que en mi caso, parte de los objetos que me gustaría reunir estarían pegados a mi contexto geográfico y cultural. Mi particular reunión de objetos tendría alguna pieza de cerámica, posiblemente un par de azulejos góticos valencianos y algún otro de un animal fantástico que se pintaron en el siglo XVIII en nuestro entorno. Inevitable que exista al menos una pareja de bronces clásicos, aunque también me vale el estuco. En este caso se trata de un imprescindible. Lo difícil es elegir cuál: el gladiador Borghese, un Fauno, o un Hermes. El compartir un espacio el arte clásico con objetos de la naturaleza no se hace por contraste sino por coherencia. La perfección de ambos, el carácter de la perfección orgánica de un coral y el cuerpo humano. Tal como se aprecia de los cuadros y grabados antiguos, la escultura clásica era un elemento que no solía faltar en los gabinetes de curiosidades y maravillas, porque el mundo del arte clásico no deja de ser la sublimación de la creación del hombre desde que es hombre.
Una ruina pintada o quizás una miniatura del templo de Castor y Polux tallada en madera o en alabastro. Téngase en cuenta que los gabinetes tienen su origen en el siglo XVI, momento en el que se produce una exaltación del arte clásico que luego será retomado en la segunda mitad del siglo XVIII con el Grand Tour.
Un grabado de Piranessi: todavía no tengo un grabado del gran artista italiano y me han pasado cerca muchos de diversa índole. No piensen que son obras inalcanzables puesto que en este caso hay de todos los precios, pues su tirada se prolongó hasta entrado el siglo XX. Obviamente los más cotizados son los que se imprimieron en el siglo XVIII en las fechas más próximas a su creación, aunque tampoco son piezas inalcanzables. Puestos a elegir, los relativos a ruinas y maravillas de Roma aunque las “cárceles”, espacios de tinieblas objeto de su inagotable imaginación; son los más cotizados. Algo oriental: una cerámica china, quizás un bronce. El lejano mundo oriental, unos territorios que muy posiblemente el propietario del gabinete jamás visitaría en toda su vída, venía representado por el arte de aquellos mundos. En cuanto a libros, me centraría en algunos esenciales en nuestro contexto cultural: unas “observaciones sobre la historia natural” de Cavanilles o un compendio matemático del Padre Tosca aunque no sepa hacer ni una raíz cuadrada.
Si buena parte del mundo natural hoy todavía es desconocida para el hombre, imaginemos hace cuatro o cinco siglos. Pensemos un instante lo que debería representar ese inmenso cosmos dentro del orbe, para quienes habitaron aquella época. La falta de medios para su estudio en una parte mínimamente representativa del total, provocaba toda clase de leyendas e ideas (que en muchas ocasiones eran aceptadas por la gente), y en ocasiones aquello que era extraño y estéticamente maravilloso todavía se volvía más fantástico cuando, echando mano a la imaginación y a las fabulaciones de los creadores de los gabinetes, presentaban como un cuerno de unicornio, aquello que en realidad era el colmillo de un narval. Mi gabinete de curiosidades estaría infrarepresentado por el fascinante mundo natural y más por el del arte, por defecto profesional. De la naturaleza es imprescindible para mí, sin embargo, poseer la concha de un Nautilus esa especie de molusco cefalópodo de la zona Indo-Pacífica cuyo caparazón forma una perfecta espiral de concha fina y lisa, alterna con bandas de color blanco con el marrón. También tendría su equivalente fosilizado.
No olvidemos que para una humilde Wunderkammer hace falta hacerse con un mueble. Los perfectos son los muebles de dos cuerpos con un escritorio y cajones en la parte de abajo y con una gran vitrina con cristales antiguos en el cuerpo superior y baldas donde depositar los objetos de una forma más o menos clasificada. La cosa se complica.
Un estudio sugiere que primero se originó en la piel y después pasó a los dientes