VALÈNCIA. En esa batalla perdida por la atención de las masas con el cine, las plataformas de video on demand tienen el Halloween ganado esta temporada en España. Si El secreto de Marrowbone era el disparador para la venta de tickets y palomitas, la apuesta va a ser fallida. No porque la película lo sea, sino porque su estilo clásico –de cuento clásico de terror, y también algo de cine clásico–, la extensión del metraje en su premisa y su impronta visual no la van a hacer relucir como el fenómeno comercial con el que parece haber sido construido. Y eso pese a que en los ojos de Sergio G. Sánchez hay muchísimo cine. Algo que se puede dar por supuesto con su trabajo como guionista para J.A. Bayona en El orfanato (2007) o Lo imposible (2012), pero que no rebaja la altura de su guión esta vez escribiendo para sí mismo.
Cuatro hermanos tratan de sobreponerse a la muerte de su madre en una familia que guarda un pasado terrible. Para evitar que les separen, aguardan encerrados en un aislado caseron a la espera de que el primogénito Jack cumpla 21 años. Su legado les ha hecho abandonar Inglaterra para destapar este cuento de terror sureño con tendencias a Henry James. En la evolución de sus conflictos el espectador intuirá el shyamalanazo que le espera, pero entre tanto 'disfrutará' de una apuesta por los paisajes (Xavi Giménez) y un acompañamiento musical (Fernando Velázquez) que tintan todo el film de un aire viejo. Una película excesivamente clásica –no en su mejor acepción–, que regatea como puede esa marca para encontrar su propia identidad en algunos giros de guión. En este caso el tándem Bayona-Sánchez (el primero es productor del film) funciona una vez más en las materias formales, pero apenas desprende la magia de una película con una identidad propia, personajes memorables y ni mucho menos un punto de vista extraño que la convierta en una cinta singular a la que volver alguna vez.
Anya Taylor Joy y George MacKay son dos protagonistas solventes. En esta historia de viajes temporales, en los que la familia, la infancia y la adolescencia aprovisionan al espectador de cierta ingenuidad para aceptar los sucesos –quizá– sobrenaturales, los dos jovencísimos actores (21 y 25 años) se las arreglan para sostener un texto dramático. Más dramático que de terror, porque si Sánchez se hubiera ahorrado cuatro imágenes excesivamente anunciadas por el silencio y la posición de la cámara –poco miedo, la verdad–, estaríamos hablando de un drama más que clásico.
La película sobrevuela una temática interesante: las identidades de la muerte. La interpretación que hacen los personajes tanto de sus sucesos trágicos como de la muerte son un filón poco aprovechado por Sánchez que, al final del film, parece abrir ese ventanal para un giro que muestra una película mucho más autoral de la que el espectador ha estado viendo hasta ese minuto. De repente, el drama se hace presente, pero sólo como parte del giro final. El espectador puede tener la sensación entonces de oportunidad desaprovechada a partir de un texto inteligente, como todos los que ha firmado su autor hasta la fecha. En este caso, con el amargo sabor de imaginar que una vez más las apuestas por parte de la inversión del duopolio del audiovisual en España –en este caso, Mediaset– sirven para enarbolar productos seguros.
En la eterna conversación sobre la industria de este arte, en este caso la seguridad la apuestan la producción de Bayona y la anchísima visión del cine de Sánchez. Nada en la película escasea, pero nada está tan lleno de magia como sus proyectos de guión ya citados. Estructuralmente potenciada como una película de terror, rodada con la máxima ambición de contar con actores estadounidenses en su país, el film posiblemente cuente con el margen suficiente como para recuperar la aventura económica. A estas alturas parece más que obvio que un equipo de producción artística español puede realizar una obra que conviva en la cartelera yanki como si de cualquier otro lanzamiento se tratara.
Cuando uno mira los hitos del cine español que han logrado rascar algo más que venta de entradas –es decir, atención e interés–, todos tienen rasgos extraños, propios, únicos, espacios característicos y una visión que no sea precisamente la de un cine clásico (por no insistir en lo de viejo) ideado hace mucho tiempo, demasiado lejos, demasiado conocido.