VALÈNCIA.-Hace tiempo que decidí tratarme de esa cosa llamada vergüenza. Una enfermedad que sufrimos los que habitamos en la jungla urbanita y que es pegajosa como extracto nasal. Hace que pierdas el tiempo imaginando lo que los demás pueden pensar de ti y que generalmente va a tortas con lo que opinas de ti mismo. Acumulación de polvo que hay que sacudir lo antes posible.
Ahora cuando no sé de algo, hablo sobre ello. Cuando no tengo ni idea, invento. Cuando no tengo nada que decir, no callo. Y es ahí, en ese fango de tertulia en la que alteras el orden establecido, donde aparece el absurdo más inteligente. Eso provoca tensión, buen humor o vergüenza ajena, dependiendo del intelecto del resto de comensales.
Es cierto que, al igual que el miedo nos mantiene vivos, la vergüenza regula el equilibrio, la humildad y las limitaciones de cada uno. Cuando voluntariamente hago el ridículo observo las caras del resto, y sufren, y eso no tiene precio. Esa situación dura lo que la estampida tras la caza de un depredador. Todo se olvida y vence la rutina.
Sí, soy un depredador sesual que anda a la caza diaria de presas. Solo el seso me motiva y pone en funcionamiento. Cada vez que salgo de mi zona de confort, acudo a una reunión o a una entrevista, o lo que sea que haga junto a animales de mi especie, busco la excitación sesual. Solo quiero que ese cosquilleo agradable motive e ilumine mi destino. Cuando esto no ocurre, cuando corro un tupido velo, bostezo o cuando miro el teléfono es porque nada recla-ma mi interés. Tal vez piensen que soy tímido o silencioso, pero no, simplemente es que me aburro porque nada en ese entorno me interesa. También pueden sospechar que soy un capullo, pues a veces actúo a la defensiva y entonces me pregunto, ¿es mejor parecer gilipollas o estar callado y que piensen que soy tonto? Sin duda apuesto por lo primero.
Ella, de una coz, convirtió mi hazaña más importante en un florero con agua abandonada. Menudo ridículo. Y con gente delante. Menuda vergüenza.
Aún recuerdo cuando salía de caza sin idea ni de cómo limpiar el cañón. O mejor dicho, la primera vez que pillé presa aunque ya otras veces lo había intentado. Esos días no se olvidan, se quedan en la memoria como el día de la primera comunión o como extracto nasal. Ella era una gacela impresionante. Nunca había tenido a alguien así tan cerca, y para colmo también era guapa. Jijís jajás jijás y zas que me violó. Destrozó mi seso a bocados, me dejó aturdido. Yo me defendí poniéndole ganas, imaginación, energía, interés y todo mi pellejo.
¡¡¡Cómo voy a olvidar si la primera vez que te arrolla una bestia es uno de los momentos inalienables más emocionantes de una vida!!! Sí, también era la primera vez que voluntariamente me asomaba al relleno de una falda, una coincidencia. Hoy en día aún disfruto de su sana amistad. Hace pocos días, con cierto egoísmo por mi parte, le recordé ilusionado y sonriente cierto reconocimiento por aquel capítulo de nuestra existencia. Ella fue tajante, no recordaba nada. Ih ih ih ih ih ih ih ih... Eso no es justo. Alguien dijo que si el placer es la flor, el recuerdo es el perfume. Ella, de una coz, convirtió mi hazaña más importante en un florero con agua abandonada. Menudo ridículo. Y con gente delante. Menuda vergüenza.
Y he decidido perderla del todo. La vergüenza, digo. He decidido curarme. A nadie importa mi momento existencial más glorioso, solo se quedaron con lo del ridículo. Ante semejante traspié no supe salir de aquella situación. Pienso curarme esta temporada y va a ser a base de mucho seso, que es lo primero, aunque aún acumulo demasiado polvo.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 53 de la revista Plaza