VALÈNCIA. En unos días se conmemora el decimosexto aniversario del ataque terrorista de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York. Un acontecimiento histórico que abrió el nuevo siglo con unas imágenes de enorme impacto global, y cuyas consecuencias todavía son evidentes en el orden geopolítico mundial. Pero no solo en ese ámbito. Según Luis Pérez Ochando, “el 11 de septiembre no es un acontecimiento puntual, sino una metamorfosis cultural e ideológica, una reescritura de la mitología nacional cuya expresión resulta patente en el cine de terror. No en vano, el 11-S inaugurará la era del miedo, una era marcada por el temor a la otredad y por el deseo de infligir temor al otro, por el terror como estado social constante y por el terror como herramienta de control”. La cita pertenece a Noche sobre América, un ensayo publicado por la Universitat de València en su Biblioteca Javier Coy d’Estudis Nord-Americans donde el escritor disecciona con preciso bisturí las derivas del género en la década posterior a la caída del World Trade Center, a través de una investigación basada en el análisis de seiscientos títulos.
El generoso volumen, de más de cuatrocientas páginas, es producto de la tesis doctoral de Pérez Ochando, y se abre con un ejercicio de apropiación de dos citas que explicitan el enfoque de la materia que propone. Por un lado, una de Fredric Jameson en la que se aboga por la interpretación política de los textos literarios (que aquí se extiende a los textos fílmicos) como horizonte absoluto de toda lectura e interpretación. La segunda es de Slavoj Žižek, y subraya que el objetivo de su trabajo no es un análisis neutral, “sino una análisis comprometido y extremadamente ‘parcial’, ya que la verdad es parcial, accesible solamente cuando uno toma partido, sin que por ello sea menos universal”. Es decir, que en su recorrido por los rasgos que caracterizan el cine objeto de estudio, el autor toma partido, se posiciona y llega a unas conclusiones bastante más aterradoras que los guiones de las películas estudiadas. Entre ellas, por ejemplo, la paulatina imposición a la mujer en el cine de unos roles más tradicionales, mediante un discurso enfrentado al feminismo que evidencia un “castigo cultural a las mujeres independientes, solteras o sexualmente activas”. El 11-S, no es ningún secreto, conllevó en Estados Unidos un rearme moral que implicaba recuperar algunos de los valores tradicionales de la América de los años cincuenta, aquella en que la mujer permanecía sumisa en casa mientras su marido sacaba a la familia adelante. El cine de género refleja esa regresión ideológica.
Imágenes torturadas
Es solo uno de los muchos aspectos que destaca Pérez Ochando. Otro es la insistencia en la tortura y el torturador. Los métodos empleados por el ejército estadounidense en países como Irak o Afganistán han sido objeto de controversia desde que George Bush Jr. impuso su mesiánica política de terror. Del mismo modo, las organizaciones no gubernamentales han denunciado en numerosas ocasiones lo que sucede entre los muros de la prisión de Guantánamo. Y es difícil olvidar el escándalo mediático que se produjo cuando vieron la luz las fotos tomadas en la prisión de Abu Ghraib, que demostraban el abuso y tortura de los prisioneros encarcelados por parte de los soldados ¿Es una coincidencia que sea precisamente poco después del 11-S cuando se ruedan Saw (James Wan, 2004) y Hostel (Eli Roth, 2005), las primeras entregas de dos franquicias del subgénero torture porn? Pérez Ochando afirma que “lo que pone de relieve esta irrupción del torturador será, precisamente, su ausencia durante los años previos, una ausencia especialmente significativa en un periodo –el del cambio de milenio- en el que empezábamos a intuir que nuestra vida está a merced de una mano invisible y omnipotente”.
Para el autor, el cine de torturas, siempre tremendamente explícito en sus imágenes, “espectaculariza la violencia con un resultado ambivalente: por un lado, exhibe la dimensión espantosa del tormento físico practicado por el ejército y aprobado por el discurso oficial; por otro, convierte el sufrimiento físico en su principal atracción y reclamo. Serializada, convencionalizada y ritualizada a través de la puesta en escena, la tortura no apela a la empatía o la piedad, sino al placer escópico”. De hecho, esa condición ambivalente planea también sobre otros leitmotivs del cine producido a lo largo de la década estudiada. Como ejemplo paradigmático, el modo en que aborda la familia, célula fundamental de la cultura y el modo de vida americanos. Es evidente que el cine de terror, y no solo en los últimos años, se ha caracterizado por su defensa a ultranza del modelo familiar tradicional, pero al mismo tiempo es consciente de su descomposición. Ambas cuestiones aparecen plasmadas en las películas del periodo. A menudo, en la misma. Pérez Ochando argumenta además que “existe un vínculo sinuoso pero firme entre tortura e ideal doméstico, entre lo que sucede en las prisiones reales y en las familias del cine de terror”.
Una de las ideas más importantes y contundentes que se desprende de la lectura de Noche sobre América es que el cine nunca es inocente. Que no existe el cine de entretenimiento, pese a que, como bien recuerda al autor, Eric Johnston, presidente de la Motion Picture Association of America, asegurase ya en 1950 que las películas solo son una forma más de matar el tiempo. Al contrario: Pérez Ochando considera el entretenimiento como una forma de propaganda, consecuencia directa del hecho de que “toda forma es ideología”. En el capítulo de conclusiones, apunta que “en los años posteriores al ataque terrorista, el clima de miedo y la paranoia imperantes fueron impregnando las películas. El reaccionarismo se había convertido en el Zeitgeist de la época y el pánico era inoculado en la sociedad como herramienta de control, como excusa para la guerra y como coartada para el recorte de libertades civiles”. En ese sentido, prosigue, “más que hallarnos ante la irrupción de una serie de temas y planteamientos, nos enfrentamos a un proceso de reescritura de la mitología nacional, que se comprende a raíz del auge del neoconservadurismo y las guerras contra el terror”. El cine no solo será fiel reflejo de tal statu quo, sino que, como auténtico “caballo de Troya de la conquista de nuestra identidad”, vehicula un discurso cuya intención es apuntalar y expandir una ideología determinada, ya sea mediante historias de fantasmas o casas encantadas.
El reflejo cinematográfico del miedo al extranjero, de la necesidad de aislarse ante el enemigo exterior, de la cruzada militar (y religiosa) estadounidense o del papel hegemónico de las grandes corporaciones se hace evidente en cada capítulo. También la catástrofe financiera. Seis años después del 11-S, estalla la crisis de la burbuja económica, que contribuye a acentuar las diferencias de clase en el país. El capitalismo voraz es el responsable de la caída en desgracia de la anciana que lo pierde todo a manos del banco en Arrástrame al infierno (Drag Me To Hell, Sam Raimi, 2008). Desahucio, quiebra económica, descenso social, exclusión y muerte forman parte de la lectura política del film, igualmente interesante cuando se analiza la constante presencia de zombis y muertos vivientes en el cine reciente o el modo en que se contempla una Europa que, “como el mundo, no solo es inmoral y decadente, también es peligrosa o, más bien, se vuelve peligrosa en la medida en que no sigue los valores morales estadounidenses”. Las historias de turistas masacrados durante sus vacaciones en el extranjero conciencian sobre la necesidad del repliegue interior, del mismo modo que la llegada de visitantes foráneos con aviesas intenciones criminales alimenta la sospecha ante el extraño y el diferente.
Método preciso
El libro expone sus argumentos con el análisis minucioso de una gran cantidad de películas, pero antes dedica una extensa introducción al método de trabajo utilizado. Es donde más se evidencia la procedencia del texto (como se ha señalado, una tesis doctoral), pero también se trata de una parte imprescindible para entender el rigor del trabajo realizado y la postura del autor. El ambicioso proyecto teórico estudia en primer lugar la idiosincrasia del género, “pues su estructura narrativa y estética condiciona el discurso de las películas”. El paso siguiente consiste en determinar cómo se adapta la ideología al cine de terror, motivo por el que Noche sobre América define “los términos en que un producto cultural puede interpretarse como portador de ideología”. Aquí es donde Pérez Ochandoecha mano de autores como Engels y Marx (con quienes coincide en no pocas ocasiones), Gramsci, Althusser, Adorno o el ya citado Jameson. Y como no es el primero en hacerlo, también ilustra, ofreciendo ejemplos, las aportaciones y limitaciones de cada uno de los paradigmas abordados. El resultado es una obra total, densa, que pasa de la teoría a la práctica con la intención de “descubrir las implicaciones ideológicas de la representación cinematográfica”.
Se podría entender que el estudio se refiere a la producción estadounidense de terror de la década analizada como una masa informe de películas al servicio de una ideología, lo que difuminaría la figura del auteur cinematográfico, pero no es así. Incluso en un contexto con unos condicionantes de producción tan férreos como el norteamericano es poco recomendable caer en la generalización. Pérez Ochando presta también atención al cine de los márgenes, realizado desde la independencia o con presupuestos escasos, del mismo modo que destaca el trabajo de algunos directores de marcada personalidad, como Rob Zombie, poseedor de una filmografía no exenta de contradicciones, pero con un discurso propio, o el sugestivo Ti West, responsable de La casa del diablo (The House of the Devil, 2009) y Los huéspedes (The Innkeepers, 2011) y capaz de proponer una mirada crítica sobre el género. “Hoy el terror está realmente en decadencia. Es como el porno. Lo que parece haber sucedido es que todo el mundo ha decidido que lo que convierte a estas películas en exitosas es el material terrorífico, por lo que ya no se invierte tiempo en los aspectos de la ‘vida real’. Se convierte meramente en un asesinato o una eyaculación tras otra. El cine de terror comercial trata solo sobre la excitación. Para mí, es lo mismo que la pornografía”, comenta en declaraciones recogidas en el libro.
De algún modo, el director denuncia la conversión de los personajes en carne de cañón. Ya no es necesario ni representar sus condiciones económicas. Quizá por eso no es casual que muchos de los infiernos del cine de terror moderno, reales o imaginarios, sean espacios laberínticos de herrumbre post-industrial, metáfora del desmoronamiento de un espejismo de prosperidad que ya forma parte del pasado. La filmografía de West, como la de otros cineastas actuales, nos recuerda algo que Pérez Ochando también señala: “el cine de terror puede coincidir con los valores de la hegemonía ideológica y ser un sillar más entre sus muros, pero también es capaz de revelar las grietas que auguran su desmoronamiento”. Obras como Noche sobre América permiten entender los procesos estéticos e ideológicos mediante los que se articula esa mirada con frecuencia ambivalente, pero siempre susceptible de ser interpretada como un espejo del momento histórico en que ha sido concebida.