En la serie Fleabag hay un diálogo que lleva resonándome desde que lo vi. Aquí lo transcribo:
—Han encerrado a un niño de once años por meterle repetidamente lápices con goma al hámster de la escuela por el culo.
—¿Y se puede saber por qué?
—Le gustaba cuando se le salían los ojos.
—No, que por qué lo han encerrado. Necesita ayuda. No deberían haberlo encerrado.
—¡Se folló con un lápiz a un hámster!
—Sí, pero se ve que no es feliz. La gente feliz no hace cosas así.
Lo sorprendente de este diálogo es que convierte al verdugo en víctima. Puede chocar al principio, pero es interesante porque llega más allá de donde solemos llegar cuando juzgamos de manera simplista a los que nos rodean. Como profesor, he visto muchos adolescentes rebeldes que lo eran por problemas personales: por rabia, por llamar la atención, por descargar la frustración... Un niño me ha insultado y después he descubierto que llevaba días solo en casa con la nevera vacía. Un compañero ha agredido violentamente a otro por ensuciarle la camiseta y después he sabido que no tenía más camisetas. No digo que no haya que castigarlos, pero la verdad es que con el castigo no se consigue nada pues el problema de fondo sigue ahí. Pueden parecer casos extremos, y lo son, pero lo primero: esos casos están a nuestro alrededor. Lo segundo: todos en algún momento hemos vivido algo parecido. Un familiar muy enfermo, una ruptura de pareja, una pelea con un amigo o un jefe que te humilla –por poner ejemplos cotidianos- suelen ser motivos suficientes para ser antipático, contestar mal, estar ausente o aislarte de los demás. Si no somos capaces de darnos cuenta de que alguien puede comportarse como un idiota porque está pasándolo mal, es que tenemos muy poca empatía.
Recuerdo que en la adolescencia una amiga rompió con su novio porque le había puesto los cuernos. Tú también se los pusiste a él hace meses, le dije. Su contestación fue la esperable: no es lo mismo. Claro, cuando nosotros actuamos mal nunca es lo mismo: es que quería quitarme una espina, es que iba muy borracha pero no significó nada, es que necesitaba hacerlo para darme cuenta de lo que sentía de verdad, es que me enamoré como una idiota… Miles de excusas posibles que servían si las decía ella, pero que no servían si quien las decía era su pareja. ¿Tiene algún sentido? ¿Nosotros somos complejos y arrastramos miserias pero el resto de humanos son simples?
Cuento todo esto porque acabo de ver Fleabag y Evangelion, un anime japonés de los 90, y ambos coinciden en un planteamiento sencillo, bastante cliché, que conforme avanza te sumerge en una realidad llena de matices inesperados. En el primer caso, la serie comienza como las típicas aventuras amorosas y familiares de una chica treintañera en la gran ciudad. Hay humor, irreverencia y sexo pero poco a poco descubrimos que todo esto es solamente la forma que tiene la protagonista de escapar del dolor, sin mucho éxito. Lo que empezó con risas acaba con lágrimas cuando descubrimos la dimensión trágica de lo narrado.
En Evangelion el cambio es todavía más drástico. Un anime de adolescentes que conducen robots, con todos los tópicos de este género muy popular en Japón, se va transformando en una historia sobre la incomunicación, la pérdida, la depresión, el suicidio… Los personajes son bastante estereotipados: el chico tímido con gran potencial, la científica fría, la chica engreída e hipercompetitiva, el malvado sin corazón, la capitana divertida que bebe y liga con chicos… hasta que comenzamos a ver los monstruos que cada uno esconde y la serie deja de interesarnos por las infantiles batallas entre robots. Los traumas y miedos de los protagonistas lo llenan todo, de una manera asombrosa. Descubrimos que el chico tímido y la científica fría son así por sus padres. El primero es inseguro y débil porque nunca creyeron en él. La segunda vive bajo la sombra de su madre, una reconocida científica, y solo desea superarla por lo que no se permite nada que no sea su trabajo. La chica engreída está absolutamente destrozada por su pasado y trata mal a todos para alejarlos: no quiere que la hieran de nuevo. La capitana divertida bebe y se acuesta con hombres porque el alcohol y el sexo es lo único que ahuyenta su tristeza. El malvado sí tiene corazón: de hecho todo lo que está haciendo, sacrificando incluso a su propio hijo, lo hace por el amor a su esposa muerta. Los últimos episodios de la serie son casi un tratado psicológico del dolor y la incomunicación. Un intento desesperado por escapar de las tragedias que no les permiten ser felices que adquiere dimensiones postapocalípticas.
A lo que iba: ambas series descubren que lo que vemos no es siempre tan obvio de interpretar como creemos. Que castigar a un niño que tortura animales no es suficiente, a lo mejor también debemos descubrir por qué lo hace para que no se repita. Que pensar que tu pareja te puso los cuernos para pasar un rato divertido con otra tal vez es simplificar la verdad. Que ese chico que te atiende en el supermercado y no sonríe a lo mejor no es antipático, sino que le pasa algo. Que esa amiga que de pronto no te hace caso a lo mejor está pasándolo mal y ya tiene bastante con su dolor como para fijarse en si te has cortado el pelo. En fin: que juzgamos demasiado rápido. Que a lo mejor deberíamos pararnos a descubrir la razón por la que ese niño hizo una barbaridad al hámster del colegio. Porque es posible que sea muy simple, tal y como hemos prejuzgado. Pero la mayoría de las veces hay algo más.