El discípulo más brillante de Stephen Hawking, un divulgador científico excepcional, nos acompaña en un deslumbrante y sobrecogedor viaje a través del universo que no querremos que acabe nunca
VALENCIA. El fin del mundo caerá en jueves. Sí, en jueves. La Tierra bajará la persiana un lejanísimo y tórrido jueves dentro de cinco mil millones de años, cuando el Sol, la estrella que sustenta nuestro sistema solar, agote definitivamente su combustible atómico, encoja ganando una densidad inimaginable, y estalle después esparciendo todos sus átomos en uno de los espectáculos más fascinantes de los que tenemos noticia. Quién sabe si más tarde esos átomos formarán parte de otro organismo que se preguntará por el sentido de su vida, como nosotros, que hemos sido construidos a partir de las cenizas de antiguas estrellas difuntas. Tu piel es polvo de estrellas. También la de la persona que amas. Los ojos de tus hijos, el pelaje de tu perro, las flores de las plantas en tu balcón. Toda la vida que conocemos se gestó en un prodigioso y extinto horno estelar. Es sencillamente maravilloso. Que el explosivo fin de nuestro astro rey tendrá lugar un jueves es algo inexacto, para ser fieles a la verdad: a día de hoy contemplamos un margen de error de tres días. Tres días en cinco mil millones de años, no está nada mal. ¿Quién ha realizado esta terrible predicción apocalíptica, esta profecía, Nostradamus, los mayas, algún libro sagrado? No, mucho mejor. La ciencia.
Parece que asistimos a una época de creciente interés por la ciencia y por la divulgación científica, una esperanzadora temporada de curiosidad renovada por esas parcelas de la existencia en las que la física parece mística pese a ser simplemente algo tan real que escapa a nuestro entendimiento. Que la realidad supera a la ficción es algo que ya no podemos poner en duda. La imaginación del más lúcido escritor de ciencia ficción resulta pueril en comparación con las posibilidades que se derivan de las complejidades matemáticas en las que actualmente trabaja nuestra especie, y estos asombrosos galimatías, una vez resueltos, no serán nada en comparación con lo que quiera que haya allí afuera -o aquí adentro- por desentrañar. Para colmo, gran parte de los últimos avances científicos, especialmente de aquellos relacionados con el mundo cuántico, atentan contra nuestro sentido común, colocándose en un lugar mucho más lejano que la magia o la fe religiosa, en apariencia más sencillas de manejar para muchos, que creerán entender antes la Santísima Trinidad que la dualidad onda-partícula o el principio de incertidumbre, ese que nos dice que el gato de Schrödinger está vivo y muerto a la vez.
Precisamente por lo complejo que resulta mantenerse al tanto de los nuevos descubrimientos que vamos haciendo, la figura del divulgador científico riguroso es más importante que nunca. Sin ellos y ellas corremos el riesgo de dar por ciertas explicaciones sensacionalistas sin fundamento que lo único que consiguen es volvernos crédulos y proclives al pensamiento mágico. Internet es una fuente inagotable de falacias y titulares ávidos de tráfico, lo comprobamos a diario. Desgraciadamente la cura del cáncer no llegará de forma milagrosa ni con una oportuna serendipia, ni tampoco un hipotético contacto con vida -inteligente o no- extraterrestre. A todo se llegará, si se llega, con el trabajo infatigable de profesionales consagrados a dar con la verdad, cueste lo que cueste. Y suele costar mucho. Exige un método y altas dosis de paciencia y constancia, aquello del uno por ciento de inspiración y el noventa y nueve por cien de transpiración, que decía Thomas Alva Edison.
¿Cómo estar informados entonces? Necesitamos obras de referencia, completas y asequibles, capaces de hacer comprensible lo más extraño, y que además, sepan captar la atención del público general. ¿Existe tal cosa? Vaya que sí. De hecho, acaba de aterrizar en nuestro país el que probablemente será uno de los libros del año, sino el libro del año. Una nave del conocimiento bautizada como El universo en tu mano y pilotada por un genio -esto sí que es un galáctico- llamado Christophe Galfard (París, 1976), que si no fuese por su aspecto terrícola, podríamos asegurar que procede de otro planeta. Doctor en Física por la Universidad de Cambridge y discípulo del célebre Stephen Hawking, este joven y talentoso científico y divulgador es autor de tres novelas y coautor de La clave del universo, novela juvenil traducida a cuarenta y cinco idiomas firmada por Stephen y Lucy Hawking. En esta ocasión, Galfard parte de una premisa sencilla para tratar de abarcar lo casi inabarcable: en las más de 450 páginas del libro solo encontraremos una ecuación, una que nos es muy familiar y que forma parte de la cultura popular. La equivalencia entre la masa y la energía dada por la expresión de la teoría de la relatividad, o lo que es lo mismo, E=mc2.
Por si fuera poco, el viaje resulta tremendamente cómodo y ligero, pese a que la nave diseñada por Blackie Books -un objeto bellísimo de factura perfecta a la altura del texto sideral que contiene- circule entre asteroides, estrellas al borde del colapso, agujeros negros supermasivos, núcleos atómicos, quarks y campos cuánticos. Desde un principio apoteósico en una playa paradisíaca que nos hace recordar con nostalgia a Carl Sagan, Galfard nos cautiva catapultándonos fuera de nuestro planeta para mostrarnos la belleza del inconmensurable y silencioso entorno que habitamos, y así, a toda velocidad, dejamos atrás a nuestros vecinos más cercanos para llegar a tocar con unos dedos imaginarios los mismísimos confines del universo. Tras este vertiginoso trayecto, sin que sintamos ningún tipo de cansancio, nos revela que contra todo pronóstico nuestro hogar sí es el centro del todo, que el cosmos es un tejido en expansión, que los globos que se nos escapan de las manos ascienden solo porque masas de aire de mayor densidad se colocan por debajo de ellos, que se puede ser y no ser a la vez, que a diario vemos el pasado cuando miramos al cielo y que han habido, hay y seguirán habiendo, mentes preclaras capaces de intuir las realidades escondidas tras el velo del misterio. Mentes que con su trabajo ponen, como en este caso, el universo en tu mano.