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El debate sobre el aborto

Foto: ISABEL INFANTES (EP)
8/12/2024 - 

En 1879 el naturalista inglés Charles Robert Darwin recibió una epístola que le había dirigido John Fordyce, un eclesiástico independiente de Spring Church, en Grimsby, una ciudad costera del noreste de Inglaterra. En su respuesta le decía: "En mis fluctuaciones más extremas nunca he sido un ateo en el sentido de negar la existencia de Dios. Pienso que generalmente (y más y más a medida que envejezco), pero no siempre, un agnóstico sería la descripción más correcta de mi mentalidad". Con lo de agnóstico se refería a que carecía de pruebas suficientes para aceptar o negar la existencia de Dios.

Sin embargo, al año siguiente se expresó con mayor rotundidad. Inmerso en la intensa polémica que había estallado en la sociedad victoriana a raíz de su teoría de la evolución por selección natural, en 1880 el joven abogado Francis McDermott le envió una misiva en los siguientes términos: "Para poder disfrutar de sus libros, necesito saber que al final no perderé mi fe en el Nuevo Testamento…". Confiando en que el abogado lo mantendría en secreto, el eminente naturalista aceptó responderle. No obstante, siempre cauteloso, optó por el laconismo: "Siento tener que informarle de que no creo en la Biblia como revelación divina y por tanto tampoco en Jesucristo como Hijo de Dios"

El abogado había limitado su interés al Nuevo Testamento, un conjunto de veintisiete libros sagrados, entre los que figuraban los cuatro evangelios canónicos, atribuidos a Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Sin embargo, Darwin se había referido a la Biblia, que también incluía los libros del Antiguo Testamento. No es difícil imaginar que le preocupaba en especial el primero de ellos, el Génesis, cuyos contenidos podían entrar más directamente en conflicto con su teoría de la evolución por selección natural. En efecto, mencionaba ese libro que, en el principio de los tiempos, Dios había creado las distintas especies de animales y de plantas y también a nuestros primeros ancestros.  

"abortar es privar de vida a una fase temprana de la vida de una persona distinta de su madre"

Por voluntad de sus herederos, la carta de Darwin a McDermott no se hizo pública hasta 1955. Para entonces ya se sabía que sus ideas sobre la herencia biológica, sin la cual no habría selección natural, siempre habían sido erróneas. A diferencia del coautor de esa teoría, Alfred Russel Wallace, que vivió hasta 1913, Darwin, fallecido en 1882, nunca llegó a enterarse de las aportaciones del monje agustino centroeuropeo Gregor Mendel. Basándose en una serie de hibridaciones con plantas de guisantes que había realizado en el jardín de su monasterio, en 1866 había publicado un eficaz método para estudiar la herencia biológica. Aplicándolo, había descubierto que los descendientes se parecían a sus progenitores porque recibían de ellos unas unidades hereditarias discretas que guiaban sus desarrollos. Como Wallace comprendió, se trataba del mecanismo de la herencia cuyo conocimiento les había faltado para completar su teoría de la selección natural. Sobre esa base, en 1906 el naturalista inglés William Bateson propuso públicamente llamar “Genética” a la nueva ciencia que habría de estudiar la herencia y la variación en los seres vivos. Y tres años después el botánico danés Wilhem Johannsen propuso llamar genes a las unidades hereditarias que había descubierto Mendel

Promovido por el Partido Popular, con la oposición del Partido Socialista Obrero Español y del Partido de los Socialistas Catalanes, se han celebrado en estos días unos debates en el Senado sobre el aborto. Habida cuenta de que en una reencarnación anterior me dedicaba a investigar e impartir docencia sobre Genética, algunos de los argumentos expuestos me han dejado perplejo. Según el conservador Mayor Oreja, "entre los científicos, fundamentalmente están ganando aquellos que defienden la verdad de la creación frente al relato de la evolución". Desde luego, entre los científicos occidentales, nacidos en sociedades de raíz cristiana, en absoluto predomina la idea de que la evolución biológica sea un mero relato. Más bien la consideran una realidad, cuyos mecanismos se debaten. Pero hace ya muchos años que han comprendido que la evolución no es incompatible con la idea de un Dios creador. Basta con admitir que la evolución fue el proceso elegido por Dios para que surgiesen las especies. De hecho, el propio Génesis relata que Dios tardó seis días en culminar su creación, lo que ya contiene el germen de la idea de que el Universo se despliega en el tiempo. Dada su omnipotencia, Dios podría haberlo creado todo de golpe, luego el hecho de que lo biblistas hablasen de seis simbólicos días implicaba una suerte de ingenuo proceso evolutivo.

En resumen, en las universidades occidentales hay unanimidad en que las especies se originaron por evolución. ¿Y nuestra especie? Según el Génesis, Adán y Eva fueron creados el sexto día, el mismo que los animales terrestres. Puesto que no nos dedicó un día solo para nosotros, eso ya sugería que nosotros también éramos animales terrestres. No obstante, los biblistas señalaron dos peculiaridades: solo a nuestros ancestros les insufló un aliento de vida y solo a ellos los hizo a su imagen y semejanza. Eso abría la posibilidad de que cada uno de nosotros estuviese dotado de un alma inmortal, posibilidad que precisamente defendió Wallace. En cuanto al origen de esa alma, Wallace sostenía que no se había originado por evolución, sino por un acto directo de creación; en cambio, su amiga Arabella B. Buckley, la primera mujer evolucionista, pensaba que el espíritu era heredable y también se había originado por evolución. Se trataba de una herejía que los cristianos llaman traducianismo. Visto lo anterior, los cristianos pueden creer sin temor a desviarse que, a diferencia de nuestra alma, nuestra parte psicosomática se ha formado por evolución.

Por el contrario, los teólogos islámicos siguen, por lo general, negando la realidad de la evolución. De hecho, en las universidades islámicas no se enseña esa teoría y los que la difundan se arriesgan a ser castigados. Antaño a la vanguardia de las ciencias, hogaño los islámicos se han rezagado por anteponer el fanatismo religioso a los avances de las ciencias. Albergo la secreta esperanza de que Oreja no se haya convertido al islam.

Por lo demás, la teoría de la evolución no tiene nada que ver con el aborto. Como genetista puedo asegurar que, con evolución o sin evolución, el embrión es una fase del ciclo vital humano. En consecuencia, tampoco llevaban razón las dos activistas que, semidesnudas, interrumpieron los debates. Ni el aborto es sagrado, como ellas decían, sino justamente lo más opuesto a lo sacro que quepa concebir, ni el embrión forma parte del cuerpo de la mujer. Se trata de un organismo genéticamente distinto al de la mujer que lo alberga. Dicho por directo: abortar es privar de vida a una fase temprana de la vida de una persona distinta de su madre. Que las leyes lo autoricen no lo santifica. También autorizaban la esclavitud hasta mediados del siglo XIX y hoy no nos parece aceptable. La tesis "nuestro cuerpo, nuestra elección" falla por su base: al abortar no se amputa el cuerpo de ninguna mujer, sino que se elimina el de su hijo potencial. Así son las cosas, les gusten o no, a Oreja, a los islámicos y a los miembros de Femen. Ninguno de ellos lleva razón: unos por negar la evolución; los otros por obviar la naturaleza humana de los embriones. Si no lo digo, reviento.

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