VALENCIA. Monsieur Mathurin Lasserre, impresor francés, se suicidó en los años cincuenta porque al haber tirado cuatro mil ejemplares de un clásico en edición de lujo halló una grosera errata de imprenta. Una lástima si pensamos que alguien definió a los clásicos como esos autores que se citan sin haberlos leído. Pero Lasserre era un hombre chapado a la antigua, un artesano de gran conciencia de los que ya no se estilan. Las erratas las vemos solamente los autores, quienes sentimos aumentar nuestra presión arterial ante cada coma mal puesta y, cuando la errata altera el sentido de la frase, tenemos que tomar un Myolastan sin receta. Si la errata se ha puesto en un diario digital, el columnista pedirá que se haga una rápida rectificación, sin pensar que para el director del diario lo escrito ayer pertenece a la Edad de Piedra, y que lo único que interesa es lo que se va a escribir mañana.
“Escribir bien”
Esta terrible angustia ataca de modo particular a los que “escribimos bien”. Escribir bien es el recurso de los escritores que no tenemos nada que decir o cuyos escritos no sirven para nada. Muchos no se dan cuenta de la superficialidad y de la indiferencia del público que lee. Intercalaré entre las líneas de esta crónica la frase “el lector es un estúpido” y verán cómo nadie se da cuenta. En general nadie se entera de mucho, a no ser que le afecte personalmente o sea jefe de prensa de la Consellería (un saludo cariñoso desde aquí a todos los esforzados y sufridos jefes y jefas de prensa obligados a leer todo, como el catador de Putin, para evitar a Locusta).