CRÍTICA DE CONCIERTO

Emmanuel Pahud en un programa con dos obras que ya había tocado en València

Están siendo bastante frecuentes las visitas al Palau de la Música del gran virtuoso de la flauta Emmanuel Pahud, lo cual es motivo de alegría para sus numerosos seguidores. Pero no lo es tanto la repetición de obras interpretadas en actuaciones anteriores

22/01/2019 - 

VALÈNCIA. Estaban programadas para este domingo la Fantasía sobre La Flauta Mágica (Mozart, en arreglo de Robert Fobbes) y el Concierto para flauta y orquesta de Jacques Ibert. La primera se la escuchamos ya, en la misma sala, en noviembre de 2013. El segundo, en junio de 2016. Y no es tan exiguo el repertorio de flauta como para repetir las partituras en tan corto espacio de tiempo. Valga decir que, al menos en 2013, completó su actuación con el Concierto para flauta número 2 de Mozart, que aún no ha vuelto a tocar en València 

En la segunda parte, ya sin la presencia de Pahud, la Orquesta de Cámara de París, que le había acompañado en la primera, tocó Le tombeau de Couperin (Ravel) y la Sinfonía 35 de Mozart. Las flautas tienen en ellas un importante papel dentro de la orquesta, pero no en funciones de solista. Parecía que, a lo largo de la sesión, se había querido trazar una cierta panorámica de la relevancia de este instrumento, tanto en el aspecto solista como en el de integrante de la orquesta, con especial incidencia en el caso de Mozart, a pesar de que el compositor de Salzburgo no le tenía demasiado aprecio.

Con todo, tal panorámica podía haberse hecho incorporando alguna o algunas obras que el flautista francosuizo no hubiera tocado antes en València. Porque el principal atractivo de la sesión residía en la actuación de éste, y el público se quedó con ganas, máxime cuando se negó a tocar ningún encore tras los calurosos aplausos de los asistentes. Emmanuel Pahud hace gala, además, de procurar la ampliación del repertorio para su instrumento, y ha encargado y estrenado muchas obras a compositores actuales. Hubiera gustado que alguna de ellas fuera presentada en el Palau, y, si no, acudir al repertorio clásico, donde hay numerosas partituras que no han sonado o han sonado muy poco aquí. 

La Fantasía sobre la Flauta Mágica de Mozart, es, además, una obra de ambición bastante limitada, donde se transcriben, meramente hilvanados, diferentes fragmentos de arias, dúos y coros de la última ópera de Mozart, preludiados por los solemnes compases que inician la obertura.  Excepto éstos, la mayoría de los números que integran esta transcripción de Robert Fobbes están pensados para la voz humana, y no ganan mucho con su sustitución por la flauta, como suele suceder en la mayoría de las transcripciones. Es cierto que que Pahud brilló, como siempre y toque lo que toque, con su instrumento. Y que consiguió emular, en la medida de lo posible, tanto los agudos de la Reina de la Noche como los graves de Sarastro (aunque en este último caso, naturalmente, el registro de su instrumento le obligaba a efectuar frecuentes cambios de octava). 

La transcripción de la música tuvo sentido en épocas donde, exceptuando las grandes cortes y ciudades, era imposible escuchar la música con los instrumentos para los que fue pensada. Sin embargo, desde la aparición del fonógrafo, la radio, la tele y, sobre todo, con la revolución digital, resulta casi siempre más grato disfrutar de las obras con el colorido original que les dieron sus creadores. Aunque, en fin, siempre es un placer escuchar al primer flauta de la Filarmónica de Berlín brindándonos pentagramas tan hermosos como los trazados por Mozart. En alguno de los números, como en el aria de Papageno, la transcripción de la línea vocal no pasa directamente a la flauta, sino a la orquesta, o a una de sus secciones, dedicándose el solista a una reelaboración virtuosística a modo de variaciones,  que dan pie al solista para el lucimiento de sus habilidades. Ni qué decir tiene que Emmanuel Pahud no defraudó al respecto. Tampoco cuando tenía a su cargo la línea principal de canto, traducida siempre con un legato magistral, una respiración impecable e imperceptible, o con ritmos saltarines y graciosos en los que nunca se escuchaba una nota mal dada o desigualdad alguna en los cambios de registro.

El Concierto para flauta de Ibert le da todavía menos tregua al solista, pues es vertiginoso y muy enérgico ya desde los primeros compases, exigiendo de la flauta una seguridad apabullante. En el segundo movimiento, por el contrario, un Andante que más parece Adagio, las larguísimas frases se brindaron con una gran dulzura y entrega, utilizando en la expresión una completísima gama de las sonoridades más suaves, que alcanzaban una belleza tímbrica abrumadora. 

El tercero tiene como acicate, de nuevo en tempo rápido, un fluido diálogo entre el solista y las maderas de la orquesta. Una segunda sección, de clima misterioso, nos permitió disfrutar de la flauta totalmente en solitario, bañándonos en una emisión sin tacha, y una sincera emotividad. Para pasar luego, otra vez, a la agitación inicial. La cadenza ofrecida fue toda una síntesis de musicalidad y técnica. Magnífico, en suma, Emmanuel Pahud. En ambas obras. Como la otra vez que se las escuchamos. 

Y segunda parte sin Pahud

El resto del programa fue ya responsabilidad exclusiva de la Orquesta de Cámara de París dirigida por Douglas Boyd: La primera partitura fue Le tombeau de Couperin, de Ravel. En segundo lugar, la Sinfonía 35 de Mozart. Preciosas ambas.

 El término “tombeau” hace referencia al homenaje rendido a un músico difunto, como si se tratara de un monumento funerario edificado con sonidos en lugar de labrarlo en la piedra. Se usaba ya tal designación, desde épocas muy anteriores, para las partituras en memoria de un colega ilustre. En tanto que el mismo Ravel reivindicaba su admiración por los compositores del pasado (Couperin y Rameau, pero también con Mozart en el punto de mira) , este “tombeau” utiliza denominaciones de danzas antiguas para sus cuatro movimientos: Prélude, Forlane, Menuet y Rigaudon. Incorpora en ellas la perfección formal, el rigor y la limpieza del estilo clásico, aunque sin renunciar a la modernidad en la factura y a la contemporaneidad del mensaje. 

La obra fue iniciada antes de comenzar la Primera guerra mundial, acontecimiento que dejó una profunda impresión en Ravel, concluyéndose después. Originalmente estaba escrita para piano solo, y el propio compositor la orquestó luego. Tuvo en su primera redacción seis movimientos, Cada uno de ellos fue dedicado, tras la guerra, a personas desaparecidas en la contienda, y que habían sido muy importantes para algunos amigos suyos.

Todas las maderas juegan aquí un papel relevante: la pareja de oboes y la de flautas, así como los fagots y clarinetes. También el arpa y las trompas dan su peculiar colorido. Los profesores de la Orquesta de Cámara de París se mostraron como buenos conocedores de los requerimientos de Ravel, del que dibujaron la faceta neoclásica junto a la capacidad de evocación. La dirección de Douglas Boyd, con todo, fue más elegante que expresiva.

Tampoco con el Mozart de la Sinfonía 35  se consiguió trasladar plenamente la frescura y la gracia que recorren la partitura. A destacar, sin embargo, la lectura delicada y hasta tierna brindada en el Andante, así como la ligereza de la cuerda en el Presto. Sin embargo, no se ejecutó con toda la limpieza y la calidez necesarias.

Sí que hubo regalo al final: la obertura de Rossini para El barbero de Sevilla, con una cuidadosa interpretación que proporcionó un final chispeante y alegre a una segunda parte algo desvaída.

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