VALÈNCIA. “Yo creo que los emprendedores han madurado mucho y que esto del impacto lo ven ya como algo indisociable de cualquier proyecto, aunque no sea su core” es la opinión que ofrece José Moncada, director general de La Bolsa Social, plataforma de financiación participativa que conecta a empresas que nacen con la misión de generar un impacto positivo en la sociedad o el medio ambiente con inversores alineados con dichos valores.
Desde que se fundara La Bolsa Social en 2015, además de un apetito creciente de generar impacto por ambas partes, Moncada observa una resiliencia superior a la media en los proyectos que nacen con propósito. Así, de las cerca de 40 iniciativas empresariales invertidas desde la plataforma en estos ocho años, solo cinco startups han desaparecido del mapa, mientras que otras cinco han conseguido un exit con la consecuente rentabilidad para sus inversores.
Entre los proyectos que han desfilado por La Bolsa Social, son muchos los que apuestan por el comercio justo. Existen diez principios a los que todas las organizaciones que quieren disponer de la certificación oficial de Comercio Justo deben ceñirse. Estos se concentran en tres bloques principales: Respeto a los derechos humanos, laborales y sociales; prácticas justas y protección del medio ambiente.
Dentro de las muchas dimensiones posibles, el emprendedor Iker Marcaide lo ve desde la perspectiva de la justicia. “Dentro de todos los actores que intervienen en la cadena de valor de una empresa, desde los emprendedores hasta los clientes o los proveedores, cada uno de ellos debe sentirse retribuido de forma justa, de manera que todos puedan seguir adelante. Cuando alguno de los eslabones de la cadena tiene un poder de negociación dominante, los otros se tensionan demasiado y se entra en unas dinámicas que pueden resultar perversas”.
Una solución para lo que plantea Marcaide es lo que algunos denominan el comercio directo. Se basa en una práctica empresarial que apuesta, entre otras cosas, por reducir intermediarios y construir una cadena de producción equitativa para los participantes, independientemente de las fluctuaciones en el mercado. Son empresas que operan con productores pequeños y en el país de origen, al margen de la variabilidad del mercado global.
En esta línea se mueven empresas como Paccari, una compañía chocolatera de origen ecuatoriano de la que se benefician ya más de 4.000 familias de agricultores locales de pequeña escala. Asimismo, y según afirman, “los trabajadores de Paccari reciben una retribución que se eleva hasta el triple de lo establecido. De esta manera el agricultor se sitúa en el foco de proceso productivo”.
Y si en Paccari tienen el foco en el chocolate, en la española Filantrópico se preocupan de que los minifundistas caficultores pasen de la pobreza a la prosperidad en sus países de origen. A ellos les adquieren el café especialidad que luego comercializan en las empresas nacionales. Ya en España, el proyecto da un vuelco a la inclusión social y laboral mediante la contratación de personas con discapacidad intelectual. Estos dos objetivos sociales, se combinan también con un propósito medioambiental dado que, además de trabajar siempre con cafés cultivados a la sombra, las entregas en España las hacen a pie o en transporte público y erradican el uso de las cápsulas o cualquier otro envase que no sea reutilizable.
Abogado de formación y de profesión durante 17 años, Javier Sanz es el fundador de este proyecto que ha impulsado con su propio patrimonio. En un modelo B2B, ‘la fiesta’ la pagan las empresas que instalan las máquinas y su café en las oficinas, 42 céntimos por cada taza. Con eso Filantrópico se va financiando y manteniendo al equipo. Todo lo demás lo reinvierten para hacer el proyecto más grande y ayudar a más personas. Este es el modelo de negocio elegido por Sanz donde los inversores que quieren apoyarlo no tienen opción de cobrar dividendos, solo recuperan la inversión.
También con el compromiso de ayudar a los productores de países en desarrollo a recibir un precio justo y equitativo por su trabajo surge Hemper, inicialmente una marca de mochilas y otros complementos confeccionados artesanalmente en Nepal por familias y comunidades con recursos limitados y en riesgo de exclusión social. La compañía, certificada B Corp y con proyección global, está ya presente en mercados como Alemania, Bélgica o Francia y cuentan con la colaboración de más de 40 empresa además de contribuir a la creación de una red de productores.
De cara al consumidor comprometido socialmente, identificar uno a unos los negocios que existen en la cercanía para contribuir con su compra a la prosperidad de estos modelos económicos más justos, resulta complicado y tedioso. Como alternativa empieza a proliferar un nuevo concepto de supermercado con venta de productos a granel procedentes de pequeños productores locales.
Gran Granel es un ejemplo. Regentado en Madrid por Andrea Lozano, una joven de 37 años, se trata de un establecimiento de apenas 60 metros cuadrados concebido como un mini mercado con la filosofía ‘zero waste’. Para que los clientes puedan hacer la compra completa en su tienda, ofrece más de 1.000 referencias de productos y trabaja con cerca de 70 proveedores. Vende desde los básicos no perecederos de alimentación hasta productos de limpieza, higiene personal o flores frescas. No todo lo que vende tiene certificación ecológica, pero sí corresponden a pequeños productores de cercanía y libres de plásticos y asegura que son muchos los clientes que le agradecen la puesta en marcha de un negocio de estas características que les permite hacer una aportación, aunque sea pequeña, a lo que consideran un mundo mejor.