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Tú dale a un mono un teclado / OPINIÓN

En defensa de la sobremesa mediterránea

2/09/2021 - 

Cuando estaba en la Universidad me fui a Londres a trabajar de camarero y para hacer amigos le dije a un compañero inglés si quería tomar un café. Me dijo que sí, que claro, que conocía un lugar cerca. Quedamos al acabar el turno para ir juntos y, para mi sorpresa, el lugar resultó ser un local de café para llevar. Lo compramos en una ventanita y volvimos sorbiendo del vaso de plástico. Cinco minutos después se despedía. ¡Nos vemos mañana!

 Yo no entendí nada. En esa época ni siquiera me gustaba el café. Solo quería charlar un rato con alguien pero aún no sabía que las connotaciones inglesas al respecto eran totalmente diferentes a las españolas. Para mí “tomar un café” eran muchas más cosas que para él, pero no podía culparle pues quien había inferido que con la bebida habría conversación y tiempo en compañía era yo. La literalidad de la frase “tomar un café” era justamente eso: tomar un café.

Otra anécdota: un amigo se pidió una cerveza en Berlín a media mañana y se corrió el rumor entre sus compañeros alemanes de que era borracho. Entre la misma gente que a las cinco del viernes empezaba a beber sin parar hasta casi perder la conciencia, en plan vikingo, se corrió el rumor de que una sola cerveza, pero tomada a una hora inusual para sus hábitos, era suficiente razón para sospechar de su alcoholismo. No podían entender que la cerveza fuera para algo más que para emborracharse. Ni conocen la cultura del almuerzo ni entienden el ritual del café/té o del vino.

Y ya de la comida ni hablamos… Cualquiera que haya estado en el norte de Europa sabe de qué estoy hablando. Las diferencias entre la oferta gastronómica irlandesa, holandesa o noruega; y la española, italiana o turca son abismales.

Sin lugar a dudas mi concepción del mundo no es europea, sino mediterránea. Me siento bastante más cerca de un tunecino que de un finlandés.

  Hace unos años estuve en un campamento de refugiados sirios en Grecia y cada vez que iba a visitar a una familia me sacaban té, café y pastas que hacían ellos mismos. Me ofrecían asiento y charlábamos aunque fuese quince minutos. Casi siempre mucho más. Porque eso es la civilización mediterránea. La familia, los amigos o los desconocidos charlando alrededor de una mesa. La paella en el centro. El vendedor de especias de Marrakech que te invita a un té con menta mientras miras el género. La madre judía preparando platos pata toda la familia. Las “tapas” libanesas repartidas sobre la totalidad del mantel. Algo totalmente diferente a esas fiestas escandinavas donde cada invitado lleva su propia bebida y, cuando se vuelve a casa, mete en el bolso lo que le ha sobrado...

Hay una frontera gastronómica importante entre los países protestantes del norte de Europa y los católicos/musulmanes del Mediterráneo. Los primeros ven el disfrute de la comida como algo casi pecaminoso. O lo veían así al menos, hace siglos, y alrededor de esa idea fueron creando su cultura. De hecho, el protestantismo empieza con Lutero rebelándose contra las bulas papales que permitían a la gente comer carne, huevo y lácteos durante épocas como la Cuaresma donde, en principio, estos productos estaban prohibidos. Ya desde el principio, esta religión parte de la negación de los placeres del paladar. Y no ha cambiado excesivamente.

 A mí me dan pena estas culturas.

 Son ricas y prósperas pero no saben lo que es la sobremesa.

 Con todo lo que significa la sobremesa.

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