Hace ya muchos años, especialmente tras la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008, que la UE camina bastante a la deriva, por utilizar una expresión políticamente correcta. En la versión incorrecta, pero mucho más cercana a la realidad, lo que habría que afirmar es que se comporta como un pollo sin cabeza. Y ello es así, porque las respuestas económicas a una crisis financiero inmobiliaria del calado como el actual, nunca visto desde 1929, no solo han sido dubitativas y tardías, sino también cortoplacistas, y ausentes de una mínima estrategia de fondo que trasmitiera un poco de tranquilidad a los mercados, y sobre todo, a los ciudadanos.
Tampoco es algo que debiera sorprendernos. En realidad, llovía sobre mojado. La inexistencia de auténticos líderes europeos de la talla de los Khöl, Gonzalez o Miterrand (siempre con el inestimable apoyo de Jacques Delors al frente de la Comisión), puso en manos de políticos de perfil muy bajo las soluciones a un problema cuyo carácter no era solo económico (que lo es), sino, fundamentalmente político. Si a ello añadimos, la importante ampliación de la UE que se había producido tan solo cuatro años antes, con la incorporación de numerosos países del este, incluyendo a Polonia, ya tenemos, más o menos completo, el cuadro de la desolación.
Y naturalmente, como falló la política, también falló la economía. Ante la ausencia de una genuina estrategia común, se optó por un modelo de actuación oportunista y a salto de mata, siguiendo los dictados del ideario conservador alemán, que se erigió como el único que, al menos, tenía un plan a corto plazo, y lo que es más importante, también el peso económico más importante de la Eurozona. Con una socialdemocracia europea que, por razones que se me escapan, había pasado a la clandestinidad más absoluta desde hacía ya bastantes años, y unos dirigentes nacionales mas preocupados por salvarse ellos mismos, y los suyos, del resto del naufragio, alguien tenía que tomar las decisiones.
Y la solución miope, como en tantas otras ocasiones en la Historia, pasaba por el manejo de dos únicas variables: el control de déficit y la política monetaria. El primero más fácil, porque era de aplicación inmediata (bastaba una simple decisión política); el segundo, mucho más complejo, además de tardío, errático y dubitativo, hasta hace tan solo unos meses. Y claro, ocurrió lo que ocurre siempre en estos casos. Confiar en que la política monetaria es el único elemento reactivador permisible en épocas de dificultad, puede aceptarse si la crisis es breve y aquella se ejecuta con la suficiente rotundidad y rapidez; pero, si es profunda y duradera, como lo es ésta, sus efectos reales sobre la actividad económica acaban evaporándose, como consecuencia de que el sistema económico en su conjunto entra de lleno en el área definida como trampa de la liquidez.
La trampa de la liquidez, aún a riesgo de simplificación excesiva, se fundamenta en el hecho de que el precio del dinero es solo una de las variables que influyen en la inversión, y no precisamente la más importante, sobre todo en periodos de recesión. La principal de ellas, la que realmente cuenta para los agentes económicos, es la expectativa de obtener beneficios futuros, en el caso de que dicha inversión efectivamente se ejecutara.
"los empresarios solicitarán créditos para invertir sólo si esperan que vaya a haber demanda solvente para sus productos Y SERVICIOS"
En otras palabras, los empresarios solicitarán créditos para invertir sólo si esperan que vaya a haber demanda solvente para sus productos y servicios, y que, como consecuencia de ello, los beneficios resultantes superen, con un margen suficiente, al tipo de interés que hay que pagar para acometer la inversión (sea cual sea éste). En tales condiciones, es fácil comprender que resulta irrelevante que el tipo de interés esté en el 0%, o que haya una liquidez superabundante, si el beneficio esperado también es 0, o muy próximo a 0.
Es por ello por lo que Keynes proponía que, en tales circunstancias, y durante el tiempo que fuera necesario, se introdujera demanda efectiva directa en el sistema a cargo del único agente (el sector público) que puede ser “optimista” en medio de la crisis, precisamente porque su motivación no es la de obtener beneficios. Naturalmente, para lograrlo, el Estado tendría que recurrir a corto plazo al endeudamiento hasta que la coyuntura adversa hubiera pasado, y entonces desaparecería de “manera natural”.
Ahora bien, lo que es asumible por los estados en condiciones normales, es decir con niveles razonables de endeudamiento, se torna mucho más difícil cuando éste es muy elevado y los mercados financieros comienzan a establecer condiciones restrictivas de acceso al crédito, porque creen que el riesgo de no recuperar sus préstamos es muy elevado. Entre otras cosas, porque los mensajes que se lanzan desde la doctrina “común” europea así se lo sugieren.
Y ahí empieza la historia del desaguisado. La estúpida negativa a mutualizar la deuda de los estados componentes de la UE (los famosos eurobonos), lo que en realidad venia a querer decir era algo, tan poco sofisticado desde el punto de vista de la teoría Económica, como que cada palo aguantara su vela. Y lo peor es que, cuando por fin se da un paso en la buena dirección: movilizar directamente la demanda a través del llamado Plan Juncker, ello se hace tan tarde, de manera tan tímida, y con objetivos tan poco ambiciosos, que dan ganas de echarse a llorar por las esquinas.
En tales condiciones, el Brexit no pasaría e ser una anécdota que solo acabará perjudicando a los propios británicos (digan lo que digan sus defensores), e, incluso, podría acabar siendo beneficiosa para la propia UE, si ello sirviera para recomponer la política económica común y fortalecer la gobernanza europea, de tal modo que fenómenos similares que puedan surgir en otros territorios, no encuentren incentivos para seguir la misma impresentable senda.
¿Demasiado tarde? Espero que no, porque una Europa desmembrada y débil es la peor solución de todas las posibles. En el fondo, estoy casi seguro de que si los ciudadanos europeos conocieran en detalle el alcance de lo que nos estamos jugando, le darían una patada democrática a sus actuales líderes, y elegirían a otros mucho más cercanos a la filosofía de los padres fundadores de la cosa.
Y digo casi, porque, a lo peor, lo que de verdad añoramos los europeos son aquellos tiempos en los que nos matábamos entre nosotros, una y otra vez, por un quítame aquellas banderas, aquellos territorios, o aquellas religiones. Y si así fuera, podremos luego lamentarnos mucho, pero también tendríamos que aceptar que eso sería exactamente lo que nos merecemos. He dicho.