¡Cuidado con ponerse malito! La situación no está para bromas después de que el Tribunal Constitucional, conocido por su enorme desprestigio, haya resuelto que un trabajador podrá ser despedido si falta nueve días durante dos meses. Es un paso más hacia la completa desaparición de los derechos laborales
Cuando era joven (de eso hace algunos siglos), acostumbraba a hacer lo que hacen los jóvenes con dos dedos de frente: emborracharme los fines de semana. Entonces no había botellones, pero a cambio la cerveza y los cubatas se pagaban en pesetas, y su precio era sensiblemente inferior al garrafón de ahora.
Un viernes por la noche, siendo yo un estudiante barbilampiño de 1º de Periodismo, cogí una curda monumental en los bajos de Aurrerá, una zona de copas en el distrito madrileño de Moncloa. De regreso a mi colegio mayor, el San Juan Evangelista, me paré con mis compinches en las verjas del Tribunal Constitucional (TC). Adoptamos la oportuna decisión de orinar sobre la entrada de tan respetable institución. Fue mi primer acto contra el Estado, mi primera incursión patriótica, de la que me siento sumamente orgulloso.
Salimos indemnes de aquella trastada porque entonces no había tantas cámaras de seguridad como ahora, y el guardia, seguramente mal pagado y con temor a que fuésemos de la ETA, quizá optó por permanecer en la garita. No en vano, los terroristas liberaron al empresario Emiliano Revilla en un aparcamiento muy cercano un tiempo después.
Era el año 1987. Gobernaba un sevillano maniobrero, brillante y mendaz. Con el paso de los años aquellos orines dejados en el frontispicio del Constitucional adquirieron un valor especial para mí, diríase que premonitorio por lo que vino después: el total desprestigio de un tribunal que, al igual que el Supremo, acude siempre, como el Séptimo de Caballería, al rescate del Gobierno de turno, sea este de tirios o troyanos. El Constitucional, como el Supremo, carece del más mínimo crédito por su politización. Son el resultado de una partida de póquer de tahúres del Manzanares.
Si podía quedar alguna duda del estado de podredumbre que anida en el TC, quedó despejada cuando no hace mucho tiempo sus miembros validaron el modelo de inmersión lingüística en catalán, impuesto por la oligarquía que maneja Cataluña desde los tiempos de Pere el Cerimoniós, un modelo que conculca los derechos de los castellanohablantes en el Principado.
Pero la última perla del tribunal presidido por Juan José González Rivas ha sido una sentencia aprobada por mayoría, con los votos de cuatro magistrados discrepantes, que sienta las bases para que los trabajadores españoles caminen, con paso lento pero seguro, hacia la esclavitud. Más o menos como sus ascendientes de comienzos del siglo XX, antes de que el conde de Romanones aprobase la ley de la jornada laboral de las ocho horas, de la que se cumplen ahora cien años.
El TC ha dado carta blanca a las empresas para que puedan despedir a un trabajador si falta nueve o más días en dos meses. No importa si esas bajas están justificadas por un médico. Quedan fuera las enfermedades graves y tratamientos por cáncer; los accidentes laborales y las bajas derivadas por los embarazos.
La noticia del fallo del Constitucional ha pasado casi inadvertida porque lo importante no figura entre las prioridades de la gente sencilla. La resolución del tribunal será una espada de Damocles para los trabajadores, que habrán de enfrentarse al dilema de permanecer en la cama y ser despedidos, o llamar al SAMU y acudir en camilla a su puesto de trabajo.
Los trabajadores habrán de enfrentarse al dilema de permanecer en la cama y ser despedidos, o llamar al SAMU y acudir en camilla a su puesto de trabajo
El TC remata la faena iniciada por las reformas laborales del infame Zapatero y del timorato Rajoy en 2010 y 2012. Aquellos cambios legislativos supusieron un recorte brutal de derechos laborales en aras de la sacrosanta productividad de las empresas, que es el argumento esgrimido por la mayoría del Constitucional para adoptar esta sentencia criminal. Sólo falta que la enfermedad de un trabajador sea incluida en el Código Penal, como la prohibición de los referendos ilegales.
Y es una sentencia criminal por la violencia implícita que se deriva de ella. Hay violencia explícita y manifiestamente grosera como la ejercida por los cachorros de Torra (por cierto, ¿por qué a los nazis se les llama ahora supremacistas?) y otra más sutil, igual de nociva, como la que se desprende de la resolución del Constitucional. Sus magistrados, los ocho que han suscrito la sentencia, merecen pasar a la historia borgiana de la infamia.
Roto el pacto entre el capital y el trabajo que se impuso tras la II Guerra Mundial por miedo a que papá Stalin se ganase a los trabajadores occidentales, hoy la suerte de cualquier empleado está echada, y pinta rematadamente mal. Vale más la carne exquisita de potro que la de un oficinista.
Menos mal que pronto nos irán sustituyendo por robots, los cuales no padecen hernias discales ni son propensos a coger la depresión. Tampoco tienen diarrea.
Entretanto, los sindicatos de clase siguen a lo suyo, a protestar un poquito, por eso de conservar las formas, y a extender el cazo para recibir las generosas subvenciones de Sánchez o del que le suceda. Merecen acabar, por cobardes y traidores a la clase trabajadora, en el basurero de la historia.