Hoy es 16 de octubre
VALÈNCIA. Se abrió este heterogéneo concierto la obertura de la ópera en un acto El diablo en Sevilla del compositor nacido Ontinyent, Jose Melchor Gomis (1791-1846), aunque desarrolló una exitosa carrera sobre todo en París, donde reposan sus restos.
No es la Rapsodia sobre un tema de Paganini una obra que me seduzca especialmente pues en términos generales la veo como un atractivo y brillante ejercicio de virtuosismo, pero un tanto vacuo en intenciones, excepto alguna de las variaciones, como la misteriosa variación 11 o la bella nº12, la brillante 14, la sombría nº17, o la genial 18 en la que el gran compositor ruso invierte el tema de Paganini descubriendo toda una creación melódica llena de lirismo muy en el lenguaje del Rachmaninov más romántico.
La obra es de una escritura transparente en el caso del solista y precisa de un pianista sin vacilaciones técnicas que puedan dejar al descubierto sus limitaciones técnicas. Por esta demanda de todas las técnicas del teclado que quepan imaginar se trata de una composición que aparece quizás con demasiada frecuencia en concursos internacionales del instrumento, con resultados en muchas de estas poco alentadores, y es ahí cuando vemos “sufriendo” y salvando la partitura a jóvenes pianistas que aspiran quieren ser los nuevos prodigios de las 88 teclas. Con esta obra está prohibido padecer pues está escrita para, quien pueda, disfrutarla.
En el concierto que nos ocupa Marc-André Hamelin lo hizo, convirtiendo su lectura junto a la Orquesta de València en un feliz y relajado encuentro pues la interpretación del canadiense que derrochó clase, es la propia de un maestro del piano de serena musicalidad y gusto, además de un indiscutible virtuosismo. Quizás comenzó algo frío de dedos con una digitación no muy decidida, pero fue una percepción que se disipó muy pronto para entrar a abordar esta comprometida obra con enormes cualidades de menos a más, protagonizando toda una segunda parte de la obra antológica. Muy bien la orquesta y la dirección Tebar con un acompañamiento brillante, a la altura de la excelencia demostrada por el pianista canadiense.
Distintas fueron las cosas con Bruckner, pues aquí es harina de otro costal “leer” y cumplir con las indicaciones de la partitura, y aventurarse a escudriñar en aquello que no está escrito, y que se halla tras los extensos pentagramas de las sinfonías del gran compositor austriaco. Ahí es donde se encuentra lo verdaderamente esencial a la hora de lograr una gran interpretación de su música. Descarrilar con Bruckner, sin embargo, es más difícil de lo que parece con obras de estas dimensiones en todos los sentidos, puesto que sus composiciones poseen una férrea coraza formal que no permite que con facilidad se produzcan situaciones caóticas salvo que los solistas tengan un día nefasto, la formación orquestal carezca del nivel mínimo requerido para tocar esta música o el director directamente no comparezca. Nada de esto sucedió, como era de esperar, con una orquesta, experimentada en estas lides, en buen estado de forma últimamente, una extraordinaria solista como María Rubio en la trompa, con esa seguridad y ese inconfundible sonido redondo que requiere la música germana, y un Ramón Tebar que sin llegar a las profundidades brucknerianas hace un correcto trabajo, sin más, para llevar la nave a buen puerto.
En el lado menos positivo, la imaginación brilló por su ausencia en la casi totalidad de la interpretación, y chirriaron algunas cosas como una excesiva presencia volumétrica de los metales- notables eso sí en toda la velada- que crean esa molesta sensación estar ante dos formaciones orquestales: una protagonizada por estos más los timbales, y otra por la cuerda, con un vacío entre ambos, ocupado a duras penas por las maderas. La música de Bruckner la sostiene siempre la cuerda y el metal, tan importante en esta música, sin embargo, debe hacer acto de presencia desde dentro de esta, y eso es algo que no todos los directores lo ven o saben transmitirlo. El sonido de órgano del que tanto ha escrito, debe emanar de toda la formación no sólo los trombones y la tuba. Al magistral adagio faltó esa honda melancolía que domina esta música, y las violas sonaron algo planas de expresividad en el bellísimo tema que el director austriaco les regala en este movimiento lento. Las maderas, salvo el siempre expresivo Roberto Turlo, cumplieron sin más. La coda del adagio estuvo bien planificada por Tebar, pero eché de menos ese pequeño ritardando, esos detalles…, que los grandes llevan a cabo antes de la entrada de los timbales. La quizás más bella coda bruckneriana se llevó con la debida corrección, pero una vez más faltó ese hálito, ese “algo más” que hace de esta inefable música un castillo espiritual conmovedor, patrimonio de la humanidad.
Ficha técnica
2 de diciembre de 2021
Auditorio del Palau de Les Arts
Obras de Gomis, Rachmaninov y Bruckner
Marc-André Hamelin, piano
Orquesta de Valencia
Ramón Tebar, dirección musical