Como es esperado, mucho se habla y se indexa sobre las indeseables consecuencias alimentarias, energéticas y económicas de la terrible invasión rusa de Ucrania. Los movimientos bursátiles bélicos se han llevado por delante los partes covídicos de lunes a viernes, así de flexible se torna pasar de las vacunas a los misiles, hijos ambos de la producción científica. En la escalada de las sanciones, preocupa menos que el concepto de comunidad científica vuelva a la política occidental como trinchera.
En la agenda de la Europa verde que defiende como renovable la energía nuclear (aunque con fecha de caducidad) y en la que dejaría de ser políticamente incorrecto dejar entrar los alimentos obtenidos a partir de organismos genéticamente modificados como salida provisional a la escasez de cereales y semillas, se suma a los dilemas habituales una nueva disyuntiva, el debate de aislar o no aislar científicamente a los rusos, que de momento se intenta cerrar con la suspensión de la cooperación con Rusia en investigación e innovación. Pero esta no es una forma más de cerrar el grifo financiero. La decisión comprende el riesgo de que se pierda lo ganado por una colaboración de décadas y que concierne a entidades como la Agencia Espacial Europea, al CERN o el reactor de fusión nuclear ITER.
No olvide que Bruselas siempre mira a Alemania. La respuesta europea sigue los pasos de la Fundación Alemana de Investigación por congelar toda cooperación científica con Rusia, en la misma línea que la declaración de la Alianza de Organizaciones Científicas de Alemania, en la que se solicitaba detener los fondos de investigación que beneficien a Rusia, los eventos científicos conjuntos y nuevas colaboraciones, aun lamentando las consecuencias para la ciencia.
Pero en un estado federal no cabe la unilateralidad de las reacciones. En el lado contrario se ubican los pronunciamientos de organizaciones como la Sociedad Max-Planck, red germana de institutos de investigación para la promoción de la ciencia, a favor de que la ciencia continúe el diálogo “incluso si la política permanece en silencio o en lucha” porque “el conocimiento científico de todas las disciplinas y las tecnologías basadas en él traerán el mayor beneficio para la humanidad en el futuro, y solo pueden lograrse a través de la cooperación científica mundial”, una defensa compartida por la carta abierta de investigadores rusos condenando la guerra con Ucrania.
El posicionamiento de la Comisión Europea tiene que ver poco con la llamada a la acción cuando en Estados Unidos los electores debían decantarse por Joe Biden o el trumpismo en las urnas. Aquel movimiento, el de la ciencia mojándose políticamente en espacios donde nunca lo había hecho, sí fue inédito. Este cierre de filas se asemeja, en realidad, al boicot académico como el que pide el movimiento BDS contras las universidades israelíes por ser “cómplices importantes, intencionales y persistentes” del apartheid contra Palestina.
De hecho, en 2015, este tipo de peticiones generó divisiones como lo hicieron las firmas de más 300 profesores de las universidades británicas por su compromiso para boicotear las instituciones académicas de Israel, unidos por el argumento de que las universidades israelíes están “en el centro de las violaciones del derecho internacional y la opresión del pueblo palestino por parte de Israel”. El boicot selectivo escapa a las otras ocupaciones y países a los que aislar por tal motivo.
Confundir la condena a la violencia o la guerra con la cultura de la cancelación, además de ser un error, significa borrar el esfuerzo, la entrega y las renuncias solidarias que han implicado e implican construir y mantener esta red mundial que se llama comunidad científica. Han costado muchos siglos, y dos guerras mundiales, para entender la fatalidad del alcance de las estrechas relaciones entre la investigación y la guerra, que nacen desde la manus férrea, la garra de Arquímedes, contra las naves romanas para defender Siracusa en la segunda guerra púnica. Fue en el “siglo del miedo”, como bautizara Albert Camus a ese fantasma que intentamos no volver a despertar, cuando nació este concepto para denominar a la estructura organizativa en torno al trabajo científico en todo el mundo.
En tiempos de una progresiva militarización de los laboratorios, el acabar la Segunda Guerra Mundial, y tras haber asistido a los devastadores efectos de las aplicaciones bélicas de la ciencia, llegando al punto de poder destruir la vida en la tierra, el término ‘comunidad científica’ se popularizó para reforzar los valores morales cuyo único origen y fin se corresponda con generar y extender el conocimiento, el cual solo alcanza el marchamo de auténtico con el consenso de la estructura de científicos formada en torno al problema que se analiza. Así, las personas que se dedican a la ciencia no pueden aceptar ningún tipo de discriminación por motivos de nacionalidad y saben que no sirve de nada responsabilizar a los académicos de otros países por las acciones de sus gobiernos. La discriminación, venga desde o vaya hacia donde sea, debe excluirse de las normas académicas globalmente aceptadas. O como decía Isaac Asimov: “¡No hay naciones! Solo hay humanidad, y si no llegamos a entender eso pronto, no habrá naciones, porque no habrá humanidad”.
Sin caer en el idealismo de que el único refugio del investigador es su aldea universitaria, un recodo de estímulo a la creatividad, una reserva natural de la investigación desinteresada e intercambio intelectual, en lugar de marcar a quién boicotear, a la comunidad científica le corresponde en estos tiempos convulsos recordar a todas las personas que trabajan en ciencia no ignorar quién les financian y no reducir su vigilancia moral y política para mantener una visión reflexiva y crítica del presente y de los desafíos futuros. La comunidad científica no deja de ser un ente imperfecto, que intenta sobrevivir a su debate interno entre representar el fortalecimiento de valores sociales o la fuente de generación de intereses. La comunidad científica no puede evitar que su fuerza y su fracaso manen del utilitarismo, que cura y mata.
Sin embargo, la historia de la ciencia acumula muchos episodios que prueban la importancia de mantener canales abiertos para el diálogo y la colaboración. ¿Cómo cree usted que, en los años 50, con el telón de acero, los virólogos de Estados Unidos, Europa y la Unión Soviética trabajaron juntos para hallar una vacuna para la polio? No podemos permitir que una anestesia general nos lleve a abogar por la separación en territorios que solo funcionan si suman, como es el de la ciencia. De no verlo, lo tendremos mucho más fácil para resucitar la famosa sentencia apócrifa “La République n’a pas besoin des savants ni des chimistes” contra Antoine Lavoisier, uno de los padres de la química moderna cuyos logros no le eximieron de acabar en la guillotina. La invasión de Ucrania no puede ser una guerra contra la ciencia.