Diego Costa estaba en la cresta de la ola, lo bordaba en el Atlético de Madrid y los equipos de Europa se peleaban por hacerse con sus servicios. Él, brasileño de nacimiento, pero afincado desde hace años en España, deshojó la margarita y apostó por jugar con la selección española. Cuando se ponía la elástica roja todos celebrábamos sus goles, bendecíamos al cielo, al azar o al destino, que el de Lagarto escogiera defender nuestra patria. Sin embargo, cuando volvía la Liga y el Real Madrid se enfrentaba al Atleti muchos de los que celebraban los tantos que metía con España empezaban a reprocharle de forma dañina que no era español. Era curiosa esa ambivalencia coyuntural; le cambiábamos el origen de su pasaporte en función de nuestros propios intereses. Nuestro país, además de ser el lugar donde mejor enterramos a la gente, también somos el que abre una fosa en cuanto alguien deja de ser útil para nuestro deleite.
El caso de Ilia Topuria me recuerda mucho al de Costa. El luchador de la UFC, que demuestra más orgullo patrio que la mayoría de nuestros paisanos, ha sido elevado a los altares de los héroes nacionales pese a haber nacido en Georgia; le admiramos e idolatramos simple y llanamente porque en estos momentos su españolidad deja a nuestro país en un buen lugar. No se está valorando su implicación con nuestras raíces sino el éxito que atesora. Partiendo de un espíritu netamente utilitarista estamos usando su figura para llenarnos de orgullo y satisfacción; cuando empiece a perder nos olvidaremos de lo admirable que es su arraigo cultural y para los ojos de algunos volverá a ser un extranjero que dice ser español. Los elogios, la admiración y todo el seguimiento que se está haciendo a su trayectoria no es un homenaje a su persona sino a su éxito, un baile al agua del río revuelto en el que han desembocado sus triunfos. Hay miles de extranjeros con el mismo agradecimiento adoptivo que Ilia, lo que pasa que él es el único que gana combates, victorias por las que se puede sacar rédito.
El asunto de las nacionalizaciones nunca ha estado exento de polémica, todos recordaremos el otorgamiento de la nacionalidad española al baloncestista Lorenzo Brown, que en cuanto mostró su interés de jugar con España consiguió los papeles que otros tardan años en tener en regla. Pese a que no hablaba el idioma y que nunca había jugado en nuestro país, era español como el que más porque su inclusión en el quinteto nos venía de lujo para aquel Eurobasket de 2022 que terminamos ganando. Una vez conseguido el objetivo ahora nadie se acuerda de Brown y de lo fundamental que fue para alzarnos con la victoria en el campeonato continental. Es un ejemplo más de lo interesados que somos a nivel deportivo en lo que a vínculos patrios se refiere. Si desterramos a nuestros históricos al ostracismo cuando son inservibles para el orgullo de la raza (vean como nos olvidamos de Nadal en favor de Alcaraz), con los que son españoles de manera coyuntural tenemos la memoria más corta todavía.
Espero equivocarme, pero Topuria tiene pinta de ser otro caso paradigmático de la fábula del éxito. Cuando ganas todo el mundo quiere ser amigo tuyo, eres un ejemplo, un modelo, un referente en el que todos tus compatriotas se miran. Al asomar en el horizonte la primera derrota muchos de los que te aplaudían te dan la espalda, les dejas de interesar, pierdes utilidad para la causa, niegan haberte conocido, te despojan de ese orgullo patriótico que has demostrado durante años, te dicen que no eres español cuando hace tan sólo unos meses te aplaudían en comunión en torno a una bandera común.
Le negarán tres veces antes de que suene la campana de su primer KO (esperemos que su imbatibilidad le libre de ser repudiado).