La app que recicla comida “To good to go” llega a Valencia

¿Es inmoral o antiecológico tirar la comida?

En España, se tiran anualmente en los hogares 1.326 millones de kilos de alimentos a la basura

| 01/03/2019 | 3 min, 47 seg

Y eso que no hay cosa que más espolee conciencias que tirar la comida. Uno puede tirar ropa, puede tirar muebles, electrodomésticos, puede tirar los juguetes antiguos del niño, puede dejar una luz encendida con el sol allá en lo alto, pero tirar comida, ah, tirar comida te emparenta directamente con Kim Jong-Un. Cuando lo haces, desde algún recodo de tus genes, se despierta tu abuela, tu bisabuela, y la abuela de tu bisabuela, y toda una generación del hambre, para reprocharte en silencio tu acto. Y son los peores reproches, los que más resuenan.

De niña, alguna vez tiré el bocadillo del almuerzo porque no me gustaba lo que llevaba o, peor aún, porque era algo extraño como la poltrota, ese oscuro embutido de Alcoy, que a mí me encantaba pero ante el que una niña arrugó la nariz, antes de exclamar: qué asco. Y entonces, en esa edad en que la diferencia es yugo, y el asco por la ropa o la comida se extiende sin barreras a toda tu persona, yo tiré el bocadillo a la papelera. Y fue como tirar un poquito de mi madre a la basura, aunque ella no lo viera, aunque no fuera a saberlo nunca, mientras notaba crecerme dentro una pena tan antigua como el hambre, y una culpa tan nueva como la de los adultos.

Hoy mi técnica consiste en tirar la comida en dos tiempos, guardar en la nevera esas sobras que sé positivamente que no me voy a comer, y dejar que se pudran, que generen tipos de vida fascinante y microscópica y entonces sí, desecharlas, sustituyendo el acto de tirar por el de evitar una emergencia sanitaria.

Aun así, me deprime tirar comida, me deprime más que el color de los uniformes de Mercadona, más que los churretones de módena pollockianos en los platos, más que el sangriento kétchup en las bravas.

Esa lechuga mustia como una flor nocturna, esos tomates pochos al fondo del cajón me hablan de la inutilidad de la vida, y cuando es carne y empieza a oler, resulta ya insoportable porque de lo que hablan es de la inutilidad de la muerte.

Para metáforas, las del mundo desarrollado.

Morirse de hambre aquí es sólo una frase hecha que resulta que en otros lugares del mundo es literal, la frase literal más difícil de entender de la historia de la humanidad.

Sumando lo que se queda por el camino en la cadena alimentaria en nuestro país, donde, a diferencia de Francia, no existe una legislación específica sobre el despilfarro, se tiran 7,7 millones de toneladas de comida al año.

Hoy, en el mundo, 795 millones de personas pasan hambre.

La nutrición deficiente es causa de muerte de 3 millones de niños cada año.

Puede que sea una falacia relacionar directamente estos datos. Que a los efectos, dé lo mismo malgastar agua, energía, sobreexplotar con avaricia y sin miramientos el planeta que tirar comida pero estoy segura de que los hambrientos manejan la matemática exacta del fracaso.

Mientras que en este lado del mundo, empezamos a relacionar crisis con gordura donde antes se hacía con delgadez, a nivel mundial, el hambre no solo amaina sino que repunta.

El desperdicio de comida tiene consecuencias morales pero también medioambientales.  El pan para hoy nuestro, que es hambre para otros, también lo será para nosotros en un futuro.

Por eso surgen iniciativas que plantean reciclar la comida como una forma de hacer sostenible el planeta, de la misma manera que hemos sido capaces de reciclar ropa, muebles o móviles. Pero aún existen algún tabúes al respecto.

Para ayudar a romperlos, esta semana llegaba a Valencia- ­ en nuestra comunidad se tiran 290.000 toneladas de alimentos al año- la app Too good to go” que, bajo el lema “la comida no se tira”, pone en contacto a supermercados, tiendas, restaurantes y hoteles con consumidores para ofrecerles lo que les sobra, siempre productos frescos y de calidad, a precio reducido.

Sin duda, una idea demasiado buena para dejarla escapar, ya sea por razones morales o ecológicas.  Ya sea para darle en la nariz a esas niñas repelentes que dicen: qué asco.

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