A veces desearía ser una cabra, un semáforo, la tercera loncha de una bolsa de pan de molde, un tertuliano virólogo-vulcanólogo-economista-politólogo-crítico cultural-experto en cultura nipona, un ficus, una artista plástica con padres ricos que asegura que todo es cuestión de mantener una mentalidad positiva, una fiambrera, una ejecutiva de altos vuelos que repite cual papagaya que nadie le ha regalado nada y que ni machismo ni feminismo, un directivo mediocre de alguna empresucha que pontifica sobre la mentalidad de tiburón y te da la turra con las criptomonedas. A veces desearía ser cualquier cosa excepto una mujer feminista, menudo horror; una cosa insoportable, agotadora, espeluznante.
Bueno, a ver, sentir que tus experiencias resuenan en las de otras señoras de distintas épocas y geografías es maravilloso. Igual que recuperar genealogías de mujeres olvidadas, ignoradas, sepultadas en el silencio. Darte cuenta de que lo que agita, lo que te remueve las entrañas no es una excepción sino una vibración colectiva. Descubrir una comunidad de deseos, temores, traumas, iras y efusiones compartidas. Hasta ahí, fenomenal, 5 estrellas en el TripAdvisor de las vivencias humanas, lo recomendaría a todas mis amigas. También le dejaría una buena reseña en Google a la relectura íntima de quién eres que hace una conforme va internándose en las arboledas feministas. Analizar los andamiajes que te atraviesan y las corrientes de privilegios en las que chapoteas no es precisamente un paseo en barca, pero resulta liberador y fascinante, p’alante con eso.
Pero luego está… todo lo otro. Ahí sí que empieza a volverse atractiva la opción de ser una fiambrera (una de plástico bueno, por supuesto). El feminismo, para empezar, te destroza la vida, pues empiezas a darte cuenta de todos los horrores que tenías completamente normalizados, de todas las contradicciones y rutinas machirulas que has ido interiorizando (“no soy como las otras chicas”), de todos los productos culturales que te flipan, pero, en realidad, son más tóxicos que un vertido radiactivo. Imposible volver a vivir sin que te vayan sonando alarmas antiaéreas cada cinco minutos ante los escenarios aterradoramente misóginos que nos rodean. Y ale, bonita, empieza a reconstruirte desde ahí sin acabar paralizada y aturdida. Asume que algo empezará a pitar en tu cerebelo con el 80% de las películas de tu adolescencia, de los libros que te han marcado, de las canciones que tarareas… Buena suerte con eso.
Al menos, en tus remolinos internos mandas tú. Peor es el fenómeno llamado “portavoz suprema del feminismo en las distancias cortas”. Dícese de la circunstancia en la que gente de tu entorno (un pariente, un compañero de trabajo, el novio de una amiga que todavía no se ha dado cuenta) viene a pedirte explicaciones porque una activista, política o muchacha célebre en general ha hecho unas declaraciones sobre la lucha por la igualdad con las que tu interlocutor no está de acuerdo. Y como un día hablaste de la brecha de género o de la carga mental, ese humano ha decidido que tu obligación es responder por lo que cualquier feminista haya dicho en cualquier momento. Es más, debes tener preparados argumentarios sobre incontables asuntos relacionados con las mujeres y aceptar discutir sobre ellos en todo horario y lugar, sea cual sea el escenario. ¿No eres tan feminista? Pues jódete y dedica tu tiempo a tener conversaciones que no te apetecen ni te interesan y a hacer pedagogía. A ver si creías que tenías algún poder para marcar tus propias reglas en el espacio público.
Prepárate para ser reprendida y amonestada, pues cualquier fallo de una feminista es un fallo de todos los feminismos en su conjunto, una enmienda a la totalidad. Si una defensora de los derechos de las mujeres se equivoca, tranquila, alguien vendrá a echártelo en cara, “es que vaya tela con las feministas”. Y tú solo querrás que te suelten el brazo y te dejen seguir con tus asuntos en lugar de obligarte a entrar en un debate que no te importa en absoluto, pero no, amiga, eres la portavoz suprema del feminismo en tu entorno, por lo que tu obligación es contestar a esos señores cuando ellos quieran y en los términos que ellos consideren adecuados (porque, ya sabes, “no te pongas nerviosa, que te pierden las formas”).
Después está el tema del cuestionamiento constante: siempre vas a ser una mala feminista. Si apuntas demasiado a las grietas por las que se filtra el sexismo rápidamente eres catalogada como una pesada, una victimista anclada en la queja, una tiquismiquis hipersensible, una broncas, enfadada perpetua. En definitiva “un coñazo de pava” (comillas basadas en un hecho real). “Ahora resulta que todo es machismo”, esgrimirá el zoquete de turno después de haber lanzado una machistada como una catedral. Y si estás harta de estar siempre dando leccioncitas y decides apagar un rato el modo “reivindicación macro y micro”, centrarte en el goce sororo, celebrar el feminismo desde la alegría, serás considerada una frívola incoherente.
Lo estarás haciendo mal incluso cuando el asunto tratado no tenga nada que ver contigo. Así, un caso hipotético al azar: estalla la III Guerra Mundial y la primera preocupación de un puñado de cretinos es graznar enardecidos que “dónde están las feministas ahora”. El mundo se desangra y tú mareando con tus banales cosas de tías, como si denunciar la violencia sexual te obligase a ignorar los conflictos armados. Mientras hay miles de personas huyendo de sus casas y bombas destrozando ciudades, para el José Miguel de turno la prioridad es afear a unas señoras a las que odia que no cojan un fusil y se planten en primera línea de batalla. Él está calentito en su sofá, claro, pero siente la necesidad de decirte a ti lo que deberías estar haciendo (¿un hombre explicando cómo tenemos que existir? Lo nunca visto). Una variación de este espécimen se dedica a subir fotos de guerrilleras sexis y comentar que “ellas sí que son feministas de verdad”. Mira, cariño, está muriendo gente, hazte un colacao, abre otra bolsa de Doritos y déjame en paz.
Me gustaría acabar este texto con un párrafo ilusionante, una llamada eufórica a la movilización el 8 de marzo, algún comentario sardónico sobre las multinacionales que explotan a sus trabajadoras y luego sacan una línea de camisetas Girl Power con mensajes inspiradores de feminismo blanco liberal…O advirtiendo a las lectoras que anden por aquí de que huyan de los tipos progres que en los próximos días subirán a sus redes sociales fotitos de “Te quiero libre, linda y loca” (en el 100% de los casos es una trampa). Pero lo cierto es que mi estado actual corresponde más bien a “arrollada por los acontecimientos”, así que cultivar el entusiasmo feminazi me está costando un poco estos días. Por suerte, siempre hay un José Miguel de guardia abriendo su bocota para recordarnos que todavía quedan muchos motivos para la furia histérica. Y la furia histérica con amigas es, sin duda, más divertida.