VALÈNCIA. Cuando la apoteosis del monumento efímero por antonomasia -la falla- llega a su día culminante, déjenme que esta semana esta sección se quede en casa a reflexionar en plan abuelo cebolleta, después del doble paseo visitando el patrimonio del interior de nuestra Marina y su arquitectura en piedra.
Hacer una foto fija de un momento histórico y sacar conclusiones tiene sus riesgos, pero cabría, al menos, preguntarse si unos tiempos definidos por la cantidad y por ende por la dispersión, por la velocidad y en consecuencia la caducidad, están contribuyendo a configurar las formas del arte, las hechuras en las más diversas disciplinas y los resultados cualitativos (cuantitativos ya sabemos que no). Los anticuarios para lo bueno y lo malo, y sin a penas darnos cuenta, vivimos sumidos en un mundo distinto, cuya esencia es la trascendencia temporal de las cosas, también las contemporáneas. Da igual la pieza de qué se trate: una gran obra pictórica o una humilde cerámica. En este sentido, un día de estos tengo que hablarles de las antigüedades en cuanto a la vocación de ser reutilizadas generación tras generación, y la relación de esta cualidad con la sostenibilidad medioambiental. Somos una profesión a contracorriente de las fuerzas motrices que se manejan en los tiempos actuales pues resucitamos, mantenemos con vida, y aspiramos a que así sea por mucho tiempo, objetos fabricados por personas que se fueron otrora de este mundo. Hoy, más que nunca, nadamos remontando un río que baja con fuerza, pues son tiempos estos de obsolescencias programadas por los fabricantes, pero asumidas, cada vez más, por los consumidores como algo irremediable, indiscutible. Ya no se fabrican las cosas para que duren lo máximo posible (de ello ya no presumen los competidores). Como ejemplo de lo contrario viene a la memoria que cada par de semanas me ofrecen una máquina de coser Singer. Una de las razones (hay varias), por las que no interesan comercialmente estas máquinas, es porque España está inundada de ellas. La calidad en la fabricación y los materiales empleados las convirtieron en prácticamente indestructibles, por lo que los varios millones que había en España hace por lo menos ochenta años, prácticamente todas siguen con nosotros. Sobrevivirán, a este paso, a la raza humana, a sus creadores. Obsolescencia impensable.
Hasta hace unas décadas se fabricaba para el futuro, ahora se hace para el presente. El mes pasado tuve que comprar con cierta urgencia una cómoda destinada a meras funciones utilitarias. No me llevó a penas tiempo: me acerqué a un centro comercial, que no es de origen sueco precisamente, y la monté con descriptible desgana. La coloqué donde tocaba y ni siquiera me paré a comprobar su efecto decorativo. Un mueble barato, correcto de diseño, anodino a más no poder, en el que caben cosas y con una vida útil de pocas décadas (siempre y cuando no se desmonte y monte en más de tres ocasiones, lo que reducirá su efectividad). Quizás, en un tiempo me desprenderé de él. Sin embargo, la semana pasada tuve la oportunidad de adquirir a muy buen precio otra pequeña y preciosa cómoda de nogal, en este caso del siglo XVIII, necesitada de cierta restauración (ya le llegará), que ya llevaba en el contador más de dos siglos de antigüedad. Un precio ridículo, el de esta última si lo prorrateamos en el tiempo. Su vida útil en casa será considerablemente más larga que la mía, por lo que no dudé en quedármela (si lo llego a saber antes me ahorro la anterior). Un mueble que es muy probable que herede quien me suceda espero que dentro de un respetable tiempo.
El carácter efímero, transitorio, que se respira me hace pensar sobre como afecta a la cultura en el sentido más amplio. Esta necesita sustrato, tiempo y reposo. Nos hacen falta referentes culturales que la conformen, que hagan crecer a otros a su sombra, y cada vez percibo la línea más delgada. Querer compartir nuestro tiempo vital con creadores y personajes que trascenderán esta época es algo natural porque nos permiten da alguna forma trascender a nosotros mismos, aunque sea por refracción del brillo que emiten aquellos, pero me pregunto si ahora mismo existen estos referentes y la sociedad tecnificada no los reconoce, o sencillamente no se dan las circunstancias para su existencia. Que el “tiburón” de Damien Hirst, una de las obras icónicas de nuestro tiempo de un artista icónico, se esté descomponiendo físicamente y, por tanto, mostrando su carácter efímero si no se interviene de urgencia, da que pensar. Sinceramente me pregunto qué es lo que va a trascender de nuestra contemporaneidad: qué estilo, que artistas de verdad, qué obras. Por supuesto que quedarán muchos vestigios, mucha información (nunca ha habido tantas y mejores publicaciones de divulgación), y sobre todo avances tecnológicos asombrosos, pero no acabo de saber qué es lo que está definiendo nuestro tiempo desde el punto de vista creativo. Acepto como posibilidad que los árboles no me dejen ver el bosque.
Hace dos décadas y media visitó Valencia Giuseppe Sinopoli, un gran director de orquesta fallecido en 2001, que además era una persona de gran cultura y elevadas inquietudes humanísticas, pero su visión del arte y la creación transmitía un indisimulado pesimismo. Recuerdo que concedió una entrevista para un medio local escrito, y me llamó la atención el titular con el que se encabezaba: era algo así como que “la creatividad vivía en el penúltimo capítulo”. Se refería no tanto a que se dejase de hacer arte, como que estábamos por falta de materiales, cerca de llegar a un callejón sin salida, al menos hacia adelante.
Se me alega que el tiempo post mortem será el juez (no siempre es así sino recuerden que sucedió con Bach, el Greco o Caravaggio) y debo contestar que muchos artistas han sido considerados como mitos en vida por muchos de sus coetáneos. En el siglo XX una nada despreciable cantidad de artistas, músicos, escritores- más o menos controvertidos, por supuesto- no necesitaron pasar el trance para que en vida se les considerara de una enorme trascendencia en la historia de las respectivas artes: desde Picasso pasando por Warhol y acabando en Francis Bacon, quizás el ultimo artista occidental revestido de cierta aura mitológica. Hoy merece una celebración la irrupción en la escena de quienes salven los muebles protagonizando por méritos propios el capítulo que se está escribiendo.
Siempre intentando aterrizar en la aldea no global sino local, aunque sea en el párrafo final, recuerdo de forma ya borrosa unos tiempos en los que muchos artistas valencianos lograron penetrar, con su obra, en el ecosistema social, cultural y mediático de la ciudad a través de un corpus artístico amplio e identificable por “insistente” en estilo y motivos. Artistas que fueron, y son, también personalidades, nos guste más o menos su obra, pero que hoy sobrepasan los setenta años: Miquel Navarro, Manolo Valdés, Carmen Calvo, Nassio Bayarri, Artur Heras o Rafael Armengol como ejemplos. También hay una extensa nómina que nos dejaron: Genovés, Alfaro, Cardells, Michavila, Jorge Ballester o Ángeles Marco entre otros que me dejo injustamente. Menuda nómina. Sin embargo, hoy (vuelvo a los peligros de la foto fija), no acierto a vislumbrar el recambio. Me agarro a que, aunque sea como excepciones, también existen casos que con nombres y apellidos invitan a cierto optimismo, pero me pregunto si será que los tiempos de lo efímero son hostiles para la creación.