No sé si tenemos la ciudad que queremos, pero sí la consentida. Rotondas con esculturas absurdas, desarrollo urbano sinsentido y mucha especulación reinante. Fue tolerado políticamente. De ahí el reparto que ahora todos miran con lupa. Por eso el desorden
VALENCIA. Una emisora de radio recuerda que el futuro estadio del Valencia CF ha cumplido siete años con sus obras paralizadas. Es una de las imágenes más impactantes que se ofrece al visitante desde uno de los principales accesos a Valencia, junto a una azulada “Dama de Elx” creada por Manuel Valdés –un artista inconformista en su momento pero reconquistado por el régimen del consumo económico, político y complaciente, para algo vive en NY– que el ayuntamiento hizo abonar de forma solidaria a los promotores del plan que, supuestamente, iba a cambiar el diseño de la ciudad en toda esa zona y ahora en fase de ERE. Poco entendible, por su desorden con el entorno.
En resumen, un cierto caos urbanístico completo; con edificios y alturas que nada tienen que ver con la realidad de su entorno ni los barrios afectados; un ejemplo más de modernidad semiótico-política; un modelo de urbe en la que los constructores fueron quienes se ocuparon realmente de diseñar una ciudad que si algo no tiene, salvo en determinados barrios históricos salvados del derrumbe por presión popular, es diseño y orden y sí mucha especulación. Lo normal para el momento etílico de burbuja o botellón burbujeante.
Ya lo advertía y enseñaba de forma gráfica y racional el arquitecto Juan José Estellés y su escuela cuando hablaban de un modelo de ciudad radial y el modo de su lógico crecimiento. Sin embargo, no recuerdo debate alguno sobre el futuro más cercano o las inquietudes de urbanistas y arquitectos en crear un nuevo diseño que identifique y ordene. Estaría bien abrir ese análisis. Al menos quedaría constancia. Aún se recuerda el debate del Jardín del Turia, esa maravilla que igual no existiría si no fuera por presión social. Pero por aquí aún se ponen algunos nerviosos por intentar encontrar una ciudad urbana. No interesa si no es manejado por vividores de todo lo que se les ponga por delante y se consideren urbanistas de una ciudad amable.
Un ejemplo de ese desmán urbanístico, artístico y arquitectónico es la forma en que ha crecido la ciudad. Hasta ahora, el Ayuntamiento de Valencia era capaz de tolerar que cualquiera que pasara por caja tenía potestad para decidir dónde podía situar una escultura pública o una obra monumental si era de pago propio o de algún familiar o amigo. Así se ganaba la condición de artista de élite.
Por ello tenemos unos anzuelos surrealistas -eso corresponde al Ministerio de Obras Públicas socialista, como las cabrás en la circunvalación, ¡Dios, qué horror!- un homenaje a Ausiàs March en una medianera de salida hacia Alicante o una imposible sucesión de esculturas repartidas por el último tramo del jardín Turia y sus alrededores, obra de artistas de dudoso gusto y puestas allí sin criterio estético. Por no hablar de la pieza de Ripollés que se pagó a precio de oro para San Miguel de los Reyes por capricho y “voluntarismo político” -200.000 euracos- e incluso permaneció allí un tiempo, y que actualmente ocupa un espacio básico del paseo de la ampliación de la avenida de La Alameda para sorpresa de los visitantes que entran a la ciudad por Cardenal Benlloch. Todo es casi tan contradictorio como poder saber que en la plaza de Teodoro Llorente, el poeta de la Renaixença, lo que domina es un monumento al pintor Ribera, obra de Mariano Benlliure. Somos así. Incombustibles.
Hablaba de una imagen que nos debe hacer reflexionar sobre ese esqueleto de estadio de fútbol que permanece casi en pañales y nadie se atreve a poner fecha de conclusión. Pero un poco más allá, tenemos un edificio magnifico como es el Palacio de Congresos, obra de Norman Foster.
Nuestra costa está repleta de edificios sin terminar y hoy regalados, aunque el mejor ejemplo sea el balneario encargado a Toyo Ito, todo un Pritzker, o sea un Nobel de la Arquitectura, abandonado a su ruina en Torrevieja. Es la imagen que el escritor Rafael Chirbes retrató tanto en “Crematorio” como en “La orilla”, la fotografía de la descomposición que nos va a acompañar en los libros de Historia y reflejo de nuestra real economía.
¿Quién ha construido o diseñado nuestras ciudades y pueblos en los últimos años? ¿Cuántos años llevamos esperando que el antiguo solar de Jesuitas permita crecer al Botánico? ¿Con qué criterio nos hemos cargado Velluters, casi hundimos los poblados marítimos y de qué forma se mantiene Sant Bult? Por no hablar de Torrefiel y su decadencia social y urbana. ¿En qué ha quedado aquel proyecto llamado Sociópolis, “puro y duro” ejemplo de la arquitectura sostenible y ecológica, también interesada, que actualmente es una mera sucesión de esqueletos en estado de abandono? ¿Esa es la ciudad a la que aspiramos? Sorprende que nadie haya planteado un debate en torno a nuestro futuro modelo de ciudad. Y eso que tenemos una de las escuelas de arquitectura con mayor potencia del país. Pero están callados.
Será que preocupan más otras menudencias existenciales y pasajeras que nuestro presente y sobre todo futuro desarrollo como ciudad y sociedad. Es lo nuestro. O es lo que se pretendía sin nosotros.