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tribuna libre / OPINIÓN

Una estampa cotidiana

Foto: EFE/BIEL ALIÑO
27/11/2024 - 

En Valencia lo normal es despertar con una bruma muy ligera y que aparezca el sol cuando se va. En Valencia hay tanto sol como calor, como terrazas, niños, coches, tiendas, coles y disfraces de romano, de cowboy, de hada buena-mala-o-regular. Hay tantas voces como luces de colores, tanto idioma como espejo, como cestas, cactus o cabezas de ternera hechas en mimbre. En Valencia hay poco foodtruck porque vienen sólo en Fallas, nadie come churros si no es marzo, se celebra todo o nada que es lo mismo porque el hedonista es valenciano y al revés, porque el hecho de nacer al lado del mar no sólo augura adaptación a la humedad sino verbena, música y paisaje como caleidoscopio de las pieles en la arena. En Valencia se sonríe con los ojos, se discute sin palabras, mucho nano, mucho flavour y que nunca falte sal, pimiento y ajo, se acelera con semáforos en rojo y uno no vuelve jamás a un restaurante para otorgarle una segunda oportunidad. Hay quien canta el himno si celebra por el día, por la noche, en el fútbol (algo menos) y acertadamente cuando es tarde -tras las copas- y paseas con algún otro paisano por un callejón del extranjero.

En Valencia lo normal es que los coches luzcan fango hasta la ventanilla y que la tierra oculte pegatinas de las oenegés o asociaciones con palabras en inglés, un ese-o-ese o las siglas de algo que no todo el mundo reconoce. Se celebran cumpleaños, despedidas y onomásticas, se comparte sala, mesa y comedor con dos equipos de bomberos. Aire exhausto y rostro adusto. Unas voces les saludan y agradecen. Otras desafinan la canción de un cumpleaños. Las banderas lucen alto, todavía leen a Blasco Ibáñez y, a pesar del fario negativo, recomiendan que se lean dos novelas. Han sonado las sirenas y han sonado como a muerte, pero algunos le recuerdan al que viste de etiqueta que faltaban los gin tonics de la mesa. Dos personas argumentan sobre fútbol, tele y series. Un todoterreno se detiene en el chaflán y suena el claxon. El 4x4 tiene el tubo en vertical hacia las nubes y con motas (casi charcos) adheridos a la puerta negro mate. Fango es nombre de vergüenza. No es casual que en otras zonas no valoren la paella con socarrat. Y ahora hablan de botas. Las katiuskas que jamás llevaron en Valencia. Sólo el niño cuando llueve y la niña que por casa anda descalza.

En Valencia lo normal es que el olor a pólvora perdure hasta el verano, y el aroma al azahar, y a esa arena que se queda suspendida, que es olor a tierra y punto, es perfume a barro, eau de morte, un poco más fatídico y denso que lo que acerca el viento de poniente a la ciudad. En el cielo se reparten las parcelas entre aviones que aterrizan sobre cañas y helicópteros que vuelan bajo, casi tanto que parecen abrazar los desperdicios, y un Chinook inmenso que dibuja un punto en su trayecto. Suspendido, firme y majestuoso sobre el fondo azul intenso -casi flúor en las fotos-. Hazte un selfie con los dos sobre nosotros. La sonrisa. La sonrisa, por favor, que les delata. Han pedido delivery para cenar, llegan tarde de la jam session de escobas, de rastrillos, de persianas, agua, barro -sí, otra vez- y el pensamiento no-ecuménico del día. Cuatro burgers que mañana se madruga -nótese el impersonal-. Ese es el sonido de la culpa, de ese yermo sentimiento que te inflige angustia, fuego y dolor. Dono, donas, donaremos, donarán. Cada euro que ingresas, cada cero que se añade por la cola, es el llamado a la esperanza y al rugir de unos y otros. Y tú sabes que conocen lo que hiciste. Y te lo sabes de memoria. Pero no habrá más que gritos y lamentos, no habrá ningún adiós definitivo. Lucha ahora porque en la lucha te dejaste esos zapatos y las lágrimas, y dos colillas sin marcas de carmín que enterradas bajo el barro ya no importan ni al taxista ni al de Urgencias que te da la bienvenida al hospital.

En Valencia hay flores, agua y fruta, hay sonrisas y en los parques se pasea y se discute, y la gente ya no compra muebles ni alquitrán para autopistas. En Valencia ves a gente pasear con bicicletas y convoyes de sirenas desde el Norte, y a dos jóvenes cogidos de la mano y cuando besan, besan tanto que se olvidan de lo que hay alrededor, del ruido, olor y azufre, y se elevan casi tanto que se alejan del terreno, que se elevan otro tanto cuando luego -si terminan- él la abraza con la fuerza de la tierra, el agua y el odio de esa tarde de ese día.

En Valencia lo normal es despertar con una bruma muy ligera y que aparezca el sol cuando se va. Y que los cubos, y las palas, y que los trajes de faena, el barro, el fango y las sirenas, y que las rosas y los árboles, y que las fuentes, los arroces, las sonrisas que son gratis, el después-de-usted y la zozobra, queden lejos y tan cerca y tan ligados que en Valencia lo normal es que haya muerte y vida, y sonrisas y dolor, y algún loco que habrá pensado que todavía hay un atisbo de esperanza en donde apenas luce el sol.

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