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la partida del distrito DE campanar recupera su identidad

"Esto era mi Arcadia": de cómo El Pouet renace de sus cenizas sobre Nou Campanar

Foto: KIKE TABERNER
16/09/2018 - 

VALÈNCIA. “Esto era mi Arcadia”. Marina Bartual camina por un sendero de tierra hasta un grupo de alquerías abandonadas conocido como el conjunto de la Alquería del Rey. Una de ellas está ocupada. Otra, tapiada. Una tercera, prácticamente en ruina. Bartual acaba de salir del instituto de Campanar donde imparte clases de valenciano. Las conserjes tienen en la cabina de entrada un peluche con nombre. A ese mismo instituto iba ella cuando tenía 15 años. Tras atravesar la antigua partida de El Pouet, la zona que hoy se conoce como Nou Campanar, Bartual accede a esta zona anexa al Bioparc y observa el conjunto de casas. “Por aquí iba todos los días yo. Todo era huerta y acequias. Era imposible llegar con las zapatillas limpias al colegio”, rememora. El colegio privado bilingüe Montessori parece vigilar las alquerías medievales. Están datadas entre el siglo XIV y el XVII. La suya, donde ella vivía hasta hace dos décadas, es del XVI. “Esa es la ventana de mi habitación; ahí nació mi madre”, explica señalando a una oquedad que da a la avenida Pío Baroja.

Foto: KIKE TABERNER

Las alquerías están pendientes de restauración desde hace más de una década. Fueron expropiadas para la ejecución del PAI de Nou Campanar. “Supimos la noticia de la expropiación por la prensa, por un anuncio publicado en un diario”, recuerda Bartual. Eso fue en 1997. Hasta entonces habían vivido en un mundo aislado, al margen de la ciudad. Mientras en la Plaza de Toros de València actuaba Nirvana, la gente de esas alquerías se reunía por las tardes en torno a invernaderos como el de los Rayos (conocidos así por trabajar muy deprisa y bien) para trabajar, verse o sólo hablar; como en el siglo XVIII. Ese mundo fue arrasado. En principio para realizar un equipamiento para el barrio que debía ejecutar la empresa Rain Forest, que gestiona el Bioparc, bajo la supervisión del Ayuntamiento. En la práctica, para nada, porque eso es lo que hay ahora ahí: nada. Este verano se produjo un incendio en una las alquerías. Justo unas semanas después fallecía en un piso la mujer que había sido su propietaria. “Eso es lo que me duele”, explica Marina; “que no han hecho nada, que yo podría haber seguido viviendo aquí, que mi abuela y esa señora podrían haber muerto en sus casas, y también la mujer de Joano Balbastre, que se fue a Mislata”.

Foto: KIKE TABERNER

La antigua partida de El Pouet forma parte del barrio Sant Pau de Campanar. El nombre de Sant Pau viene por un molino que estaba ubicado junto al actual hospital 9 d’Octubre en Valle de la Ballestera, sobre la acequia de Rascanya. El río, desviado con el Plan Sur, separaba este tramo de València de los municipios de Mislata y Quart, dos poblaciones que han nutrido de vecinos al barrio en los últimos años y lo han convertido en una de las zonas urbanas de más expansión. Sant Pau tenía 6.338 habitantes en 1991; en el padrón de 2017, 16.227. En tres décadas casi ha triplicado su población. Como barrio es reconocible visualmente por sus nuevos edificios altos, algunos con nombres rimbombantes, con grandes áticos, similares entre ellos, complejos residenciales en los que las personas hacen vida sin prácticamente pisar la calle. Un epítome del urbanismo de los años de Rita Barberá presente también en la avenida de Francia, en Nou Benicalap o en Nou Orriols, por citar otros ejemplos. 

Foto: KIKE TABERNER

Como barrio es también conocido por ser uno de los lugares de más tránsito de València. Además del Parque de Cabecera, de uno de los centros comerciales más antiguos de València [el Carrefour de Campanar, que antes fue Continente] y de centros hospitalarios como el 9 d’Octubre [donde nacieron 6.651 niños en 2016], cuenta con el Bioparc que el año pasado tuvo 600.000 visitantes, de los cuales un 60% son de fuera de la Comunidad Valenciana. A ello hay que unir los pacientes de clínicas como el IVI, o los recién incorporados como transeúntes habituales, la comunidad marroquí, tras la apertura el año pasado del nuevo consulado de Marruecos. Procedentes de toda la Comunidad Valenciana y Murcia, centenares de marroquíes pasan todas las mañanas por la zona. Familias, parejas, hombres solos, madres e hijas… un ir y venir con tiendas y bancos para ellos, que concluye por ensalmo en torno a las tres de la tarde, explica María José Aure, aragonesa, vecina desde el año 84 y propietaria de un quiosco que tiene por nombre Camí del Pouet.

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El nombre del quiosco de Aure da una pista de cómo ni las nuevas edificaciones, ni los complejos comerciales, ni las franquicias han podido apagar el eco de la verdadera seña de identidad de ese barrio. Las raíces siempre encuentran su camino e igual que levantan el asfalto aquí parecen haber quebrado el hormigón de los nuevos edificios. De ahí que no sea de extrañar que haya un movimiento por recuperar el nombre de El Pouet para la partida. La Pilarica no quería ser francesa; El Pouet no quiere ser Nou Campanar. “Nos da mucha rabia que la ciudad no cuide la memoria”, explica Marina Bartual. “Si este lugar no hubiera tenido nombre, si sólo se hubiera llamado València, no nos importaría que a modo de urbanización se le llamase Nou Campanar. Lo que no nos gusta es que un espacio, un territorio con su nombre, lo pierda por una urbanización que además despersonalizó el barrio”, agrega.

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Un movimiento casi telúrico que se plasma cada cierto tiempo con un eje: las fiestas del Cristo del Pouet, que promueven con éxito y diligencia los festeros y en las que el nombre histórico vuelve al primer término. Este fin de semana comenzaban con una Nit d’Albaes que se iniciaba a las 23.30 horas del sábado. Organizada por Taula per la Partida y la Asociación de Vecinos de Campanar, la Nit d’Albaes ha sido el primer capítulo de un programa de que incluirá una gran cabalgata este domingo a las seis de la tarde (si el tiempo no lo impide), una xocolatà el miércoles 19, y todo un conjunto de actividades variadas el fin de semana que viene en el que se concentrarán los actos centrales. Estos van desde el traslado del Cristo de la ermita a una cena de sobaquillo con orquesta en la que pueden participar más de mil personas, una misa en la ermita, otra en la parroquia de Campanar, una mascletà y una procesión “donde las señoras van de negro con las velas, como cuando yo era niña en el pueblo”, explica Aure, y que concluirá con el inevitable castillo de fuegos artificiales. Las fiestas, presentes en el día a día a en hechos como la venta de lotería, cuentan con refrendo entre los vecinos que hallan en ellas una excusa para encontrarse. Según explica Aure, la mayoría usan el barrio como “ciudad dormitorio” o hacen vida en los complejos. Sin embargo, cuando llegan estos días todos coinciden en la calle. “Es algo digno de ver”, asegura; “una noche está todo lleno de gente y al día siguiente todo desaparece, como si no hubiera pasado”, añade. Aunque algo sí ha pasado. Queda el recuerdo que hace que vez tengan más ganas de que lleguen. Ella misma se emociona al recordar la procesión. “Aunque es dentro de la ciudad, es una tradición muy de pueblo y a mí me gusta; que continúe vamos”, pide.

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Su relato de las fiestas del Cristo del Pouet es muy diferente del que hace de los años de gloria de la falla Nou Campanar que impulsó el promotor Juan Armiñana. Creada en 2002, llegó a ganar siete veces el primer premio de Sección Especial pero desapareció en 2016 por problemas económicos, una vez fuera de ella Armiñana. Aure admite que la falla dio a conocer el barrio en el resto de la ciudad pero apunta que los clientes que le daban era de fuera de València. “Eran gente de Rocafort, de Godella…”. Testimonio que corrobora Rafael Martínez, propietario de una cafetería en la zona desde hace 15 años. No ven mal este público. Al contrario, es de hecho “el trasiego”, dice Martínez, el que hace que funcionen los locales de restauración, con una importante presencia de cafeterías con terrazas… Sólo constatan que la Falla no se sentía como propia entre los vecinos.

Foto: KIKE TABERNER

En ese lugar de paso, las huellas del Camí del Pouet que se pueden contemplar en algunas de las aceras y la pequeña ermita son lo más cercano a un pasado común al que aferrarse. Son esos retazos de historia los que dan nombre a varios locales del barrio, los que perviven entre los vecinos, por encima de los nombres extemporáneos de algunas de las calles, obra y gracia del Ayuntamiento que, con Miguel Domínguez al frente de Urbanismo, engañó a los propietarios cuando se iniciaron las expropiaciones y les prometió en vano que las alquerías darían nombre a las calles. No cumplieron su palabra y en su lugar ahora hay vías dedicadas a Rafael Alberti o Luis Buñuel, sin vinculación alguna con la zona. “Me encanta que haya nombres como el de Enric Valor en este callejero”, comenta Bartual, “pero no tienen sentido aquí. Donde está la calle Terrateig debería poner Calle de Manolo el Foraster, porque es donde vivía Manolo Balaguer”, asegura.

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Otros prefieren ver el lado positivo y hablan de la revitalización de la zona. Entre ellos Luis Ángel Martínez, director del Bioparc, quien al echar la vista atrás y analizar el crecimiento urbanístico recuerda que cuando él llegó hace 15 años era una zona degradada. Fue entonces cuando se implantó en la vecina Partida d D’Alt un lugar de compra venta masiva de droga, las tristemente famosas las cañas. Lo que hace dudar del origen de esa degradación es que justo entonces se estaba iniciando el proceso de urbanización de esa otra zona de Campanar. Algunos cedieron a la presión y vendieron los terrenos pero el inicio de la urbanización se paró en seco por la crisis financiera, dejando tras de sí solares vacíos y campos sin labrar. El Bioparc, ya terminado, quedó así como apéndice de un desarrollo urbanístico incompleto, si bien eso no afectó a su popularidad casi instantánea como el gran parque zoológico de la ciudad. Ahora Martínez presume de que buena parte de sus vecinos “tienen el pase anual” y consideran el Bioparc “como algo propio, donde pasean, disfrutan de su tiempo de ocio y están viendo crecer a sus hijos”. Igualmente anuncia la inminencia de las próximas acciones, “la rehabilitación de las alquerías, el parque fluvial de aventura y todo lo que seguirá”. “En definitiva, estamos muy orgullosos de formar parte del barrio”, apostilla.

Foto: KIKE TABERNER

Pero en el barrio aún supuran las heridas de las expropiaciones del 97, ésas de las que supieron por un edicto. “Nosotros nos tuvimos que ir en 2000”, recuerda Bartual. Durante el intervalo entre el anuncio de prensa y su marcha padecieron la degradación de sus tierras por la llegada de grupos masivos de drogadictos, una suerte de prólogo a las cañas bastante más modesto. “Vivíamos como en un pueblo, hacíamos vida familiar en la calle”, apunta Bartual. “En el mismo momento en el que tuvimos las noticias de expropiaciones llegó este mercado de la droga de pequeños traficantes. Venían en bicicleta, en coche a lo loco, uno venía en silla de ruedas… Vendían las drogas en el margen del campo de mi abuelo. Fuimos a preguntarles qué estaba pasando y los cuatro traficantes que había allí nos dijeron: ‘No sabéis la que os ha caído. Nos han dicho que si venimos a vender aquí la droga no tendremos problemas’. Eso nos los contaron los vendedores”, recalca. Pese a su afluencia constante, no tuvieron problemas con ellos. “Cuando estuvo clara la expropiación, la droga desapareció”, explica, y no regresó hasta años después a la partida de D’Alt con las cañas.

Ahora las promociones inmobiliarias se han reactivado. Aedas Home, por ejemplo, planea levantar aquí un complejo de 220 viviendas, más de la mitad de las que piensa construir en la ciudad. También Juan Armiñana construirá en la zona. Cuál ave fénix, el promotor regresa al terreno donde alcanzó su mayor cota. Son señales claras de que el proceso de crecimiento urbanístico que se inició traumáticamente a finales de los años noventa comienza a ver cerca su final, menos abrupto y más ordenado que su inicio. Y mientras se concluye la urbanización, El Pouet reivindica su pasado con acciones como la Nit d’Albaes de este sábado. “Queremos recuperar la toponimia y homenajear a los vecinos que aquí estaban; no a la idiosincrasia actual, sino a la histórica”, apunta Bartual. “Existiendo algo auténtico no tiene sentido que se esconda, que se oculte. Es nuestra historia”, añade. Una identidad humilde, pequeña, que ha sobrevivido al aluvión de los años del ladrillo, que ha vencido, y que pide que no les llamen Nou Campanar porque, dicen, son El Pouet. Ellos estaban antes.

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