Una familia californiana en València, un julio cualquiera, sale de la oficina de turismo con un mapa entre las manos. Ante el desorden de gente que se mueve por la Plaça de l’Ajuntament, parece que la única posibilidad de orientarse resulta en mirar el papel moteado de números: el color morado para los museos, el verde para los jardines, el azul para los monumentos y edificios civiles, el naranja para los estadios. El mapa procede entonces a cumplir el fin de recolección, registro y síntesis para el que fue creado. A lo largo de la historia, este ha tratado de definir, sintetizar y localizar informaciones en el marco de un territorio concreto y sobre una temática específica. El turismo, si bien no es el tópico más antiguo, sí uno de los más recurrentes.
Pero la reflexión sobre el mapa puede cambiar solo con un pequeño giro de guion. Si la familia pidiera ayuda a cualquier local para poder interpretar mejor el callejero antes que informarse por la amable aplicación corporativa de Google, probablemente observaría dos reacciones. La primera de ellas sería la rotunda negación de que aquel arroz anunciado en una esquina del papel puede tratarse de paella. Y, tal vez, de forma casi análoga, el de la ribera del Turia podría animarse a denunciar que ese mapa no es València. En ese caso, solo la hija mayor entendería el porqué de esa afirmación, al recordar aquella visita escolar al Museo de Arte del Condado de Los Ángeles y específicamente aquel cuadro de René Magritte que no era una pipa, sino la representación de esta.
La máxima del pintor francés desde luego ha trascendido más que aquella atribuida a Alfred Korzybski y que enuncia “el mapa no es el territorio”. Ambas, empero, apuntan hacia la misma dirección: el producto cultural que imita la realidad no puede asimilarse a esta y el análisis crítico de esta diferencia permite conocer los sesgos que subyacen en su construcción. Porque el local podría argumentar que no recuerda la última exposición que vio en el MuVIM, que hace tiempo que no se acerca el Hemisfèric y que mucho menos ha almorzado en uno de los restaurantes ahí publicitados.
Esta reflexión pondría en evidencia que en el diseño del mapa subyacen decisiones sobre aquello que se muestra y aquello que desaparece, cuestión en absoluto banal para la sociedad civil que ha analizado su creación, uso y circulación. Estas voces críticas han comprendido los mapas como elementos de poder, cuyo lenguaje universal –es decir, cuya aparente autonomía– ha escondido relaciones hegemónicas y el ostracismo de las comunidades implicadas en esta representación. Para los activistas dedicados al mapeo, como Julia Risler y Pablo Ares, los mapas se configuran como representaciones ideológicas dominantes que han servido tradicionalmente para la apropiación utilitaria de los territorios.
Por ello, muchas iniciativas, como la propia Iconoclasistas en Argentina, han decidido confiar en los mapas como una herramienta reivindicativa, que sirve para crear lazos, organizar comunidades, denunciar injusticias o reclamar espacios. Aunque no muy conocido en el ámbito hispano, el propio concepto de contramapa, enunciado por la profesora de la Universidad de California, Berkeley, Nancy Lee Peluso, procede precisamente de la oposición de los pueblos originarios de Kalimantan (Indonesia) a los planes gubernamentales de uso de sus tierras.
Por su versatilidad, los mapas se han empleado de diverso modo a fin de reforzar la relación entre los lugares y las comunidades que los habitan. En la Comunitat Valenciana existen ejemplos como Agentes Culturales Sostenibles, de Siberia en la Cabeza, o el mapeo de iniciativas ciudadanas en Na Rovella, generado en el marco del Máster en Cooperación al Desarrollo de la Universitat Politècnica de València. Aunque todo ello probablemente no aparezca en el mapa de nuestra familia californiana.
Este establecimiento de categorías sociales alternativas no solo incide en la representación de los territorios, sino que concatena con otras manifestaciones de activismo como el de los datos. Si bien este se identifica con modos reactivos de comportarse ante fenómenos recientes como el capitalismo de la vigilancia, la justicia de datos o la gobernanza algorítmica, también se complementa con formas proactivas de interacción con la información, en la clasificación de Stefania Milan y Lonneke van der Velden. De este modo, el uso de los datos puede denunciar las visiones dominantes del mundo mientras genera conocimiento que abre la puerta a nuevas interpretaciones de este. Sería, por qué no, como sustituir los restaurantes de arroces por información sobre locales con cocina de proximidad.
En el caso de Internet, el debate sobre los mapas y su representación se redimensiona, habida cuenta de las cantidades masivas de información que circulan en el nuevo espacio. Dorothy Kidd, profesora de la Universidad de San Francisco, llega a enunciar que las prácticas cartográficas digitales se relacionan con las anteriores en tanto ambas confrontan viejos y nuevos modos de acumulación capitalista: el petróleo, los minerales y recursos no renovables, por un lado, y los datos digitales, por otro.
Lo cierto es que las innovaciones surgidas en torno a Internet, como OpenStreetMaps, facilitan la disposición de información sobre cartografías ya diseñadas. Brindan a las comunidades la oportunidad de crear y editar sus propios mapas a través de funcionalidades específicas de desplazamiento, zum y digitalización. Es el caso de Ushahidi, aplicación que durante la pandemia fue empleada por la iniciativa Frena la Curva para identificar necesidades y puntos de ayuda. Estas visualizaciones contrastaban con aquellas que, habitualmente en color rojo, alertaban del número de contagios o fallecimientos durante las peores olas de la COVID-19.
Los mapas, en los casos señalados anteriormente, se muestran como depositarios de valores concretos que reflejan realidades convivientes, pero dispares. Y, además, explican que el saber introducido en ellos puede proceder de instancias gubernamentales, pero también de comunidades que, desde sus saberes prácticos, pueden apropiarse de este instrumento para la articulación de producciones culturales propias. Por ello, más allá un callejero conducente a la siguiente atracción turística de turno, los mapas nos pueden acercar a formas más ricas y diversas de representación de los territorios. También en València.
Dafne Calvo es profesora de Periodismo en la Universidad de Valencia.