Este año de 2018 han tenido lugar en Valencia dos acontecimientos culturales que nos han alegrado la vida a los amantes de lo fantástico: un congreso en la Universitat de València y un nuevo festival que ha comenzado con buen pie, el Golemfest. El arte de la fantasía y del terror, que los fariseos y filisteos odian por igual sin saber de qué se habla ni querer oír sobre ello, ha convocado a muchos jóvenes y menos jóvenes en torno a los monstruos entrañables que todos llevamos dentro y que nos acechan fuera. Mostrado por los creadores y analizado por los expertos, lo imposible, lo surreal, lo espantoso, es una tabla de salvación en este pantano llamado realidad —o capitalismo, desigualdad e injusticia—. Ayuda a comprender, sin necesidad de cifras, lo atroz, y muestra los mecanismos de la angustia para que podamos manejar sus palancas.
Sin querer caer en el cultismo friki de los locos por Lovecraft, unos cuantos ciudadanos y ciudadanas de este país, donde se cultiva más el thriller en despachos y burbujas, reivindicamos la dignidad del género que amamos, el más inofensivo y completo que existe. Antes era también el más educativo, pero a fuerza de estupidez y malcrianza de los adolescentes de última generación, y a causa de la impotencia de sus educadores, amenaza con convertirse en una más de las barracas de atracciones de este parque temático al que llamamos entorno cotidiano. En cuanto te descuidas, se integra sin transgresión en el guiñol que nos arrastra al desastre. No me refiero a los usuarios de los videojuegos, ellos verán, sino a los adolescentes que, portadores de gigantescos botes de palomitas y de letales refrescos de cola, acuden a los cines a reventar películas de miedo con sus risotadas y ululaciones.
algunos deseamos más fantasía terrorífica y menos realidad petarda, más educación en lo imaginario cultural y menos política fullera
Antes, eso era un culto liberador, cuando se armaban grescas estupendas en las sesiones de The Rocky Horror Picture Show, con lanzamiento de bolsas de harina y confeti y se producían auténticos desmelenes y vahídos. A estos de ahora les dices: «¡Silencio, mentecatos!», y te gritan: «¿Qué es un mentecato?». No es que esto importe, pero prefiero ver Annabelle en silencio, por mala que sea y por mucho que me irrite, que con la banda sonora en la sala, inducida globalmente por el gamberrismo de las redes e interpretada in situ por los niñatos. En realidad, estas tonterías no me afectan lo más mínimo. Lo que me preocupa es que haya medios y gente triste y casposa que reproche a las instituciones gastar unos pocos euros en alegrarnos la vida a los aficionados a la fantaciencia con algún que otro espectro inofensivo, habiendo tanto forajido suelto.
Para este año que empieza, algunos deseamos más fantasía terrorífica y menos realidad petarda, más educación en lo imaginario cultural y menos política fullera, menos religión depredadora y más fantasmas mitológicos. La palabra Drácula no muerde; el neoliberalismo global, sí. El monstruo de Frankenstein no produce basura ni contamina, aunque algunos partidos liberales «renovadores» lo usen para ligar metáforas políticas putrefactas. Los zombis no deben asustarnos, ya que los tenemos en mayoría entre nosotros y parece que, por el momento, podemos convivir con ellos. Del espacio no se esperan naves inteligentes y colonizadoras, sino mayores agujeros en la capa de ozono. Y las ánimas de las muertas, japonesas o no, han sido superadas por los silenciosos cadáveres de las mujeres asesinadas.