Sus calles, caóticas y laberínticas, son un viaje al pasado lleno de colores, olores y tradiciones. Sensaciones que hacen de Fez una ciudad única en Marruecos
VALÈNCIA.-Mi primer cara a cara con Marruecos, su cultura y sus historias ha sido Fez. Pero también mi primera vez en muchas cosas sola: en una medina, en un shisha-bar, en el arte del regateo en mercados en los que parece que haya caído al pasado... Y eso es precisamente lo que buscaba en mi viaje, ese Marruecos auténtico con rincones donde reencontrarme con tradiciones, sabores, oficios y personas sumergidas en ese caos ordenando.
Un Marruecos que intuyes nada más aterrizar en el Aeropuerto de Fez-Saïss (FEZ), con una sola pista y todos los pasajeros, como yo, sentados en el suelo rellenando el visado para poder entrar al país —para ir más rápido llévate un boli—. Después de contestar a las preguntas pertinentes, me sellaron el pasaporte y salí a la sala de llegadas. Decenas de taxistas esperaban con un cartel en la mano con los nombres de quienes venían a recoger. Disimuladamente di cuatro vueltas para buscar el mío pero no lo vi. Aguanté el tipo pero al ver que muchos se iban, un sudor frío y los peores pensamientos me invadieron el alma. Todo paró cuando me tocaron el hombro y me enseñaron el papel con mi nombre escrito en él —casi le abrazo de la alegría—.
Me llevó hasta la Puerta Azul y de allí me acompañó hasta mi alojamiento. Un trayecto que transcurrió por un mercado vacío y conquistado por los gatos, que campaban a sus anchas y disfrutaban hurgando entre la basura. Elegí hospedarme en un riad porque me parece más coqueto que un hotel y conserva la esencia de las casas árabes, con su patio central, sus columnas y esa decoración que puede echar un poco para atrás, pero a mí me resulta encantadora. Tenía ganas de acostarme así que con señas —no hablo francés— rechacé el té de bienvenida y me fui a la habitación.
Antes de adentrarme a la medina (el casco antiguo) hice una parada exprés para ver las siete puertas del Palacio Real de Fez (el Dar al-Makhzen), que representan los siete días de la semana y los siete grados de la monarquía. Todas ellas están hechas de madera maciza, cubiertas en bronce y decoradas con pintorescos azulejos de cerámica en los que prevalece el azul (símbolo de Fez) y el verde (del Islam). No se puede entrar al palacio pero solo con la belleza de las puertas te puedes hacer una idea de lo que puede haber ahí dentro. Justo al lado del Palacio está el barrio judío (también llamado Mellah Fez) que, aunque no conserva los lujosos mercados de tela de antaño —hoy son simples tiendas de ropa—, es curioso ver los edificios, con balcones exteriores con enrejados de hierro forjado, completamente diferentes de las casas marroquíes, en los que las ventanas están orientadas hacia un patio interior.
A pocos metros se encuentra la puerta Bab Bou jelud, más conocida como la Puerta Azul por esa decoración de azulejos de color azul que van cambiando según la cantidad de luz que se refleje en ellos. Al cruzar el umbral y mirar hacia atrás te das cuenta que en su parte interior es de color verde. Y así, sin apenas notarlo, acabas de entrar en la Medina Fez el-Bali, un auténtico laberinto medieval cuyos colores, olores y situaciones no olvidarás jamás —aunque hayas ido antes a Marrakesh—. Precisamente es lo que me gusta de Fez, que conserva la esencia de los mercados de antaño y prevalece lo local sobre lo turístico: carnicerías con las cabezas de camello colgando, establecimientos con la foto del rey Mohamed VI, señoras sujetando por el cuello una gallina, burros paseando a sus anchas por esas calles donde no cabe ni un alfiler...
Una primera toma de contacto que se completa adentrándote por ese enjambre de callejuelas que se despliegan por toda la medina y que se vuelven tan angostas que tienes que pasar de lado, o pasadizos cuyo techo son las maderas de las casas que hay sobre tu cabeza. Me perdí una y mil veces (aquí no hay GPS que valga) dentro de esa medina en la que no paran de preguntarte si necesitas ayuda —a cambio de unos cuantos dírhams— o en la que te miran como un bicho raro que se ha escapado de su hábitat. En cierto modo tenían razón. Si el instinto aventurero no lo tienes muy desarrollado —o prefieres ir a lo seguro— lo mejor es coger un guía (en tu alojamiento podrás contratarlo). Ellos te llevarán por los distintos zocos, dedicados a oficios concretos (artesanos, peleteros, alfareros...) y al Barrio Andaluz, creado en el siglo IX a raíz de la intensa migración de familias musulmanas desde el sur de la península Ibérica. Y te llevarán hasta la plaza Seffarine, donde maestros caldereros reparan antiguos recipientes y, otros golpean con fuerza el metal para darle forma de olla o tetera (los encontrarás por el sonido).
Lo advierto, Fez es una ciudad muy artística así que ven con la maleta medio vacía porque no podrás resisitirte a comprar una alfombra, un mantel, vasos de cobre para velas, cestas trenzadas, puf de cuero o cualquier recipiente de alfarería —sobre todo si visitas la escuela oficial de cerámica—.
Pero ¿qué hay más allá de las tiendas? Uno de los lugares más interesantes son las curtidurías artesanales. La más visitada es la tenería de Chouwara a la que se accede desde alguna de las tiendas que cuentan con terrazas superiores. El vendedor te acompaña hasta lo más alto y te da una ramita de menta para amortiguar, sin mucho éxito, el nauseabundo olor que desprenden. Pero las vistas a esas cubetas de tintes de todos los colores con la ropa tendida y los trabajadores, arremangados y soportando el calor valen la pena. Según me explicaron, primero se bañan las pieles en cal y excrementos de paloma para eliminar los restos que no sean piel propiamente dicha, luego, las introducen en los tintes naturales y las dejan al sol. Una vez secas, se las dan a los maestros artesanos para convertirlas en bolsos, carteras, chaquetas... Cuando bajes, el vendedor te animará a comprar algo; no es obligatorio pero muestra cierto interés por sus artículos.
En ese enjambre también encontrarás hermosas fuentes, mezquitas —asómate a la Mezquita Al Karaouine— y madrazas. De estas últimas destaca la madraza Bou Inania (la entrada son veinte dírhams, unos dos euros)—, del siglo XIV, y servía a la vez como escuela del Corán y mezquita cada viernes. Al fondo del patio hay una sala de oraciones, por lo que es uno de los pocos edificios religiosos abiertos a no musulmanes. Está decorada minuciosamente, con madera y estuco tallados a mano con gran detalle. Como despedida del viaje te recomiendo subir hasta Borj Nord, una construcción militar construida en el siglo XVI para vigilar la localidad, y desde la que tendrás una buena panorámica de la ciudad.
Antes de coger el avión, Marruecos me regalaría otro de esos momentos que solo te pueden pasar aquí. Aprendida la lección, antes de subirme al grand taxi había pactado el precio (150 dírhams) y, al cabo de un rato, el taxista me lleva por unas callejuelas que precisamente no conducían al aeropuerto. Detiene el coche y se baja, dejándome en medio de la nada, con un calor insoportable y sin saber qué hacer... Al poco regresa y me da una tarjeta para que le dictara los números... ¡Había comprado más gigas de Internet! Me reí de la película que me había montado —al más estilo Hollywood— y pensando que Fez es una de esas ciudades en las que te puede pasar de todo pero que, al final, son ‘batallitas’ que hacen aún más especial el viaje.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 58 de la revista Plaza