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Fina Cardona-Bosch, la poeta que amaba a Roy Orbison

6/02/2022 - 

VALÈNCIA. Cuando la conocí, yo no sabía que Fina Cardona-Bosch era un personaje reverenciado en el ámbito de las letras catalanas. Nos conocimos en Brillante, uno de los pubs clave en la València de los ochenta, cuando Fina empezó a frecuentarlo. Ella nos hablaba de Estellés, Joan Fuster y Josep Pla, y lo único que pidió a cambio es que mimásemos su parte más rockera. Provenía de un mundo que no estoy muy seguro de que compartiera esa otra pasión suya, menos lletraferida, más new wave. Fina era así, le daba ese brochazo yeyé a la solemnidad del verso. Un buen día apareció y se quedó para siempre con nosotros, apostada junto a la barra, otra criatura difícilmente catalogable en un establecimiento donde cada uno de nosotros era de su padre y de su madre. ¿Cuál era nuestro común denominador? Diría que la música, pero creo que sobre todo nos unía la indómita camaradería que en aquellos años proporcionaba la noche, el ver qué partido podíamos sacarle a la infinita cadena de madrugadas que aguardaba en nuestro horizonte de juventud. 

La primera conversación que tuve con Fina fue acerca de The The, y luego, cuando supe de su prestigio -tenía dos elogiados poemarios, uno de ellos finalista en los Premis Octubre-, no se me ocurrió nada mejor que invitarla a escribir a medias una letra para un disco de grupos de rock de la Comunitat Valenciana cantando en la lengua vernácula. Creo que esta anécdota puede servir para explicar una de las muchas caras de Fina, Fineta, como la llamaban su querido Iván García y nuestro común amigo Paco Selles, Finnona, como firmaba ella en alguna red social. Hace casi dos años que Paco se fue de esta vida y hace unos días, también la abandonó Fina. Espero que se encuentren en algún rincón del dichoso metaverso para ponerse al día, y que aquel hermoso resplandor que les envolvía a ambos en sus años dorados ilumine el cielo.

Muchas veces, Fina se ponía las gafas de sol dentro de Brillante y eso le daba un aire como de beatnick. Acababa de divorciarse y encontró refugio en aquel local -su primo, Juan Ferrer, trabajaba allí poniendo copas- que era un hervidero de camisas estampadas, pelos cardados, expatriados del Barrio del Carmen, aspirantes a modernos, ganas de sexo, amigos del buen drogarse, canciones como espejos y muchas historias que íbamos escribiendo sobre la marcha. Fina fue una de ellas. Era exagerada y socarrona, persistente. Coleccionaba momentos y con ellos tejía historias que luego contaba una y otra vez, a sabiendas de que eso formaba parte de su marchamo, y que conste que esto lo dice otro especialista en ese tipo de puestas en escena. Una de las más recurrentes era la descripción que un alumno suyo le había dedicado en un trabajo de valenciano: “Fina Cardona: moderna, enrollá”. La frase se convirtió en uno de esos leitmotivs que cada tanto esgrimía para certificar el grado de complicidad de sus contertulios. 

En su casa de la calle Antonio Suárez -las corrientes de Antonio Suárez, decía cuando en verano nos sentábamos a charlar en su salón y ella abría una ventana y la puerta de la terraza, que era su método para tener aire acondicionado- tenía un despacho y allí, rodeada de otras imágenes y fetiches, había una foto mía posando con Lou Reed. Como carecía de marco, cada dos por tres la foto andaba por el suelo. Entonces decía: “Lou Reed y tú per terra”, y luego nos entraba de nuevo la risa, y creo que era por eso que jamás la enmarcó para que pudiéramos seguir riéndonos de nosotros mismos. Fina tenía decenas de frases acuñadas que nacían de situaciones con amigos comunes y que ella convertía en el inicio de un sainete. Era una performer nata. Era cáustica como un personaje de Bette Davis y una reina del drama al estilo Joan Crawford, siempre con una dicción perfecta de esa lengua nuestra de la cual me enseñó mucho más de lo que ella llegó a imaginar.

También era ditirámbica. Nadie a su alrededor podía hablar mal de Gabinete Caligari, grupo al que se sentía unida de una manera insobornable, porque ella era así, mediterráneamente extrema, lúcida, apabullante para lo bueno y para lo malo. Mientras escribía esto, me ha llegado un mensaje de Edi Clavo, pidiéndome que trasladara sus condolencias a su familia y en el que también me dice que escuchemos In Dreams, de Roy Orbison, cuando queramos recordarla. Porque hubo un momento, cuando los ochenta ya expiraban exhaustos, en el que era imposible poner la canción y no pensar en ella. 

Fina transformaba sus manías en liturgias, las liturgias en camaradería, cómo no íbamos a quererla si era generosa como nadie. Y tozuda. Mucho, muchísimo. Recuerdo -imposible olvidarlo- el miedo escénico que le sobrevino cuando surgió la posibilidad de que publicara en Valencia Plaza y la cantidad de conversaciones que Eugenio Viñas -entonces timonel de Culturplaza-, Paco Sellés y otros amigos tuvimos con ella para que, de una vez por todas, se desbloqueara y se pusiera a darle al teclado. Porque Fina fue un bien cultural que esta ciudad tuvo desaprovechado durante mucho tiempo, y que gracias a esta cabecera volvió a brillar. Aquí desplegó su potencial literario con total libertad, sabiéndose querida por un creciente número de lectores que domingo a domingo fueron haciéndose incondicionales de sus columnas.

Una de las últimas cosas que hicimos juntos fue un capítulo del programa de radio Col·lecció de vinils. Fue un monográfico dedicado al disco Miralls, del cantautor Carles Barranco, del que fue cómplice artístico y sentimental. Miralls es un clásico de la música pop valenciana que cada tanto hay que recordar que lo es porque la memoria cada vez está más distraída en asuntos fugaces. Por aquel entonces, Fina ya estaba enferma, pero esperamos a que el tratamiento le diera una tregua y tuviera fuerzas y ánimo suficientes para venir al estudio de À Punt. Aquel humilde homenaje a Carles, donde estuvo arropada por viejos camaradas como Rafa Vizcaíno y Rafa Xambó, fue también un homenaje a su pasado, cuando se convirtió en abanderada de una nueva poesía hecha en nuestra lengua. Fina era una de esas personas a la que, más allá de la distancia geográfica e incluso de los desencuentros, necesitaba volver cada tanto. 

En más de una ocasión he llorado de risa con Fina, por esa burrera que ella decía que tenía y que acaba contagiándote. Ahora lloro porque ya no está. Nos habíamos distanciado en los últimos meses, y tanto su enfermedad como las circunstancias que ha impuesto la pandemia, no lo pusieron fácil para que al fin tuviésemos una conversación que era necesaria. Así pues, estimada Fina, espero que cuando volvamos a vernos podamos zanjar algunas cuestiones que teníamos pendientes, aunque en realidad eso ya da igual. Ahora, lo único que puedo hacer es celebrar las ideas compartidas, la compañía que nos hicimos y el apoyo que nos dimos, escribiendo estas líneas, que expresan el mismo cariño que otras que te dediqué, hace unos años, en este mismo espacio, cuando la enfermedad aún no te acechaba. Sólo que estas palabras están empañadas de tristeza y desearía no haber tenido que redactarlas nunca. Porque si esto que estoy escribiendo hubiese formado parte de una de nuestras conversaciones, sabes que te habría dicho que la gente que ha sido importante en nuestra vida forma parte de ella pase lo que pase. Y, Fina, tú lo fuiste en la mía.

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