Hace poco tuve una experiencia cercana al surrealismo, cercana a la muerte, que viene a ser lo mismo...
VALÈNCIA. Íbamos camino de Málaga en una furgoneta cuando el conductor sufrió un desmayo y, tras un volantazo, el vehículo se fue contra el guardarraíles. Durante interminables segundos, oí ese rascado estridente que precede al golpe final justo antes del gran silencio. Afortunadamente, se sucedió un nuevo volantazo y volvimos a la seguridad de la línea blanca. El conductor había recobrado la consciencia tras el microdesmayo, sin más consecuencias que un siete monumental en la parte izquierda de la furgoneta.
Temblorosos, mi compañero tan blanco como la anestesia, recorrimos los pocos kilómetros que nos separaban del primer sitio donde poder parar, una meta volante donde pellizcarnos por seguir vivos. ¿Y qué lugar se apareció como un oasis de salvación al girar la curva en Despeñaperros? Casa Pepe. Sí, el mausoleo franquista del que tantas veces había oído hablar y que pensé que jamás iba a visitar.
Todo se tiñó de rojo y amarillo. Bajamos de la furgoneta, flotando, como de una nave espacial tras un viaje interestelar.
Volver de una experiencia cercana a la muerte y aterrizar en un templo de añoranza a un muerto tiene algo de circular, un shock sobre shock que produce una sensación de irrealidad que contiene altas dosis de algún tipo de verdad, no sé cuál.
Dentro, los camareros trajinaban con desenvoltura y alegría. Los clientes, en su mayoría ejemplares machos, con polos de manga corta, barriga, músculos, algo más bajitos que la media, atiborraban el local.
Todo a nuestro alrededor era un conjunto churrigueresco que no daba tregua al vacío. Gorras, llaveros, ceniceros, jamones, chorizos, latas de perdices en escabeche, pitilleras, pulseras, imanes, cinturones, carteras, tazas, polos, sudaderas, todo estampado con los colores de la bandera. Botellas de vino con la efigie de Franco, Franco mirándonos desde todos los ángulos con esa expresión blanda, de animal de tamaño mediano, sin pelo.
Lo bueno del estado de shock es que cualquier cosa te parece normal. Pedimos lomo de orza, que no estaba especialmente bueno, pero tampoco malo. Y un poco de queso.
Mi compañero insistía en seguir camino, y yo en llamar a una ambulancia. Finalmente me impuse. Los camareros se mostraron tremendamente solícitos, ellos mismos llamaron al SAMU con una soltura tal vez sospechosa pero con una amabilidad fuera de toda duda.
Y ese entorno hostil quedó de pronto convertido en un parque temático, difícil de asociar con todo el sufrimiento y las muertes ocasionados por una dictadura. Aquel lugar se parodiaba a sí mismo, cumpliendo la máxima que dice que tragedia más tiempo (y allí había mucho tiempo estancado que hacía justamente pensar en todos los años transcurridos) es igual a comedia.
Hace poco estuve recorriendo las antiguas discotecas de la ruta del bacalao: Puzzle, Chocolate, Barraca. Las estructuras permanecían en pie, en ruinas la mayoría, la memoria se conservaba en ellas. Si te acercabas aún podías oír los ecos de las risas y el desfase. El abandono había preservado el recuerdo. No habían sido fagocitadas por una cadena de hipermercados o una hamburguesería.
Casa Pepe era solo un lugar más devorado por el marketing, un bar que trata de hacer caja explotando una característica que lo distingue del resto. Solo eso.
Entré en su web y leí: casi un siglo al servício de los españoles, 'servício' con tilde. Y esa falta, ese desvío inconsciente en la voluntad de asistencia me pareció significativa.
Pero como esto va de comida, diremos que con Franco se comía peor, más pesado, más simple, mas grasiento, menos creativo, menos variado. Si hay algún aspecto en que se observa una evolución espectacular en nuestro país, es en gastronomía, sin duda.
Y en ocasiones, sobre todo en la posguerra, ni siquiera se comía, salvo que fueras Franco.
Hace poco, gracias a su taquígrafo de entonces, hemos sabido de los menús del dictador mientras hacía rular entre el pueblo las cartillas de racionamiento. El día de cuaresma, el caudillo se conformaba con una fabada asturiana, que como todo el mundo sabe, está hecha de verdura. Había un menú semanal marcado como “de abstinencia”, y ese día el dictador sí prescindía de la carne pero se metía entre pecho y espalda unos entreplatos variados, huevos rellenos, merluza frita, crema de limón, fruta y quesos.
No era un hombre de plato único: tras una sopa consistente- la sopa al cuarto de hora y la bullabesa eran sus preferidas-, podía cascarse sin pestañear un cocido madrileño de segundo. Tras una fabada, un buen plato de merluza. Y el postre, que no perdonaba nunca.
Así, mientras su barriguita iba creciendo en ese cuerpo de botijo, le llegaban los informes de FET-JONS que alertaban del acuciante problema de hambruna de la población que los llevaba a consumir alimentos en malas condiciones o que hasta entonces sólo se daban a los animales, como las algarrobas o las guijas.
Siempre me hizo gracia una de las pintadas de protesta de aquella época que decía: Franco, gordito. Así sin más, no podían condenarte a muerte por eso.
Y sin embargo, ahí está su carácter subversivo. Así puede resumirse parte de nuestra historia, la sumisión, el ingenio, la gracia, y cierta ternura a pesar del inmenso dolor.
Nada nuevo cara al sol.