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EL CALLEJERO

El gallego, un hombre de fútbol que vive con seis teléfonos

Foto: KIKE TABERNER
30/04/2023 - 

El Camp L'Horta es fruto de la generosidad de varios hombres de Castellar que se juntaron en 1987 para darle una cancha al equipo de fútbol del pueblo, una pedanía de València que hay a un paso de la Albufera. El campo, 36 años después, todavía sigue rodeado de huerta y la gente pasea por los caminos que hay entre los cultivos mientras los perros corretean y se desahogan donde quieren. La tarde es tranquila allí dentro. El sol cae por detrás de una de las porterías, la más cercana a la autovía, y llegará un momento, la 'golden hour' lo llaman, que todo se volverá dorado. Diego se retrasa y, mientras, pasan varios equipos que entrenan allí. Unos pocos padres, ociosos, esperan en la terraza del bar delante de una taza de café vacía. El tiempo se estira desesperadamente en Camp L'Horta. Un entrenador con muchos aires habla por teléfono, a voces, en mitad del campo mientras juegan sus chicos. "¿Sabes qué te digo? Que como no escuchas, te voy a colgar. ¡A tomar por culo!".

Ese equipo se marcha y llegan dos más.

Diego sigue sin aparecer.

El hombre que lleva el bar, algo apurado al ver esperar a los primeros periodistas que han debido pasar por allí desde 1987, dice que Diego está al caer. No queda otra que mirar a unos chavales de catorce o quince años chutar desde el borde del área con más pose que acierto. En una banda lleva toda la tarde un hombre de mediana edad que no se ha movido de allí. No habla con nadie. Sólo ve entrenar a los chicos. ¿No será Diego? No, no es Diego.

Diego llega una hora después. Aparece por la puerta del bar con unos pantalones cortos y las manos metidas en los bolsillos de una chaqueta de chándal que le estrangula el torso. "A ver cómo lo haces para no sacarme mal, que me he puesto gordo", bromea con el fotógrafo para romper el silencio que se ha creado mientras la gente, feliz por haber encontrado un estímulo, le observa, entre curiosa y divertida, cómo se coloca sin naturalidad delante de la cámara.

Diego está gordo porque no le da la vida. Encima de la mesa tiene seis teléfonos móviles, seis, con los que atiende sus diferentes frentes laborales y personales. Hace cuatro meses, además, le diagnosticaron un cáncer a su madre, una mujer de poco más de sesenta años, y desde entonces viaja a Galicia en cuanto puede. Se escapa un lunes, vuelve un viernes y el fin de semana atiende su escuela de fútbol y se pone al día en su empresa de reformas. No le queda tiempo para correr, su gran pasión, y la báscula no da préstamos.

Pero ya ha vuelto a correr y se ha llevado a casa las pesas que tenía en su despacho de Camp L'Horta. "Dentro de nada estaré fuerte otra vez", explica en una oficina caótica donde lo mismo hay una estantería llena de trofeos que una litera. A mitad entrevista entra algún colaborador para preguntarle, muy alterado, si los del Amistad tienen que dejar ya el campo. Diego, que parece tener 30 pulsaciones por minuto, le contesta con calma y le comenta que les queda un cuarto de hora. Ahora quiere recuperar la forma que le permitió correr el Maratón de Bilbao en 2h43, un registro sobresaliente para un aficionado.

Jugaba de portero

Diego el Gallego dirige una escuela de tecnificación de fútbol llamada World Soccer. Allí van niños y jóvenes a mejorar su técnica. "Es como una clase de refuerzo. Igual que muchos niños van a clases de refuerzo de inglés, matemáticas o lo que sea, estos viene a clase de refuerzo de fútbol", aclara. El entrenador suele encontrarse dos perfiles: los que no son muy buenos y sus padres los apuntan para ver si obra un milagro, y los que son titulares en sus equipos pero se esfuerzan tanto por mejorar que acuden todas las semanas a Castellar.

El gallego es de Lalín, un pueblo de la provincia de Pontevedra que está en el interior de Galicia. Allí se crio en una familia numerosa con tres hermanas pequeñas, un padre dentista y una madre que cuidaba de todos ellos. Una familia en la que el fútbol nunca despertó excesivo interés. El primogénito fue la excepción. A este le volvía loco el balón y con cuarenta años ahí sigue, vinculado al fútbol. Pero primero fue jugador profesional. Un portero que pasó por varios equipos de Tercera y Segunda B de Galicia. Aunque se lesionó muy joven y por eso se convirtió rápidamente en entrenador de porteros y, después, en entrenador.

Con 24 años vio que su trayectoria en el fútbol no iba a ser mucho más brillante y se pasó al fútbol sala. Dos temporadas más tarde ascendió a División de Plata con el Reale Seguros A Estrada. Ese verano se fue a Madrid, donde comenzó a estudiar Osteopatía, y una noche acudió al Bernabéu a ver un Madrid-Barça de la Supercopa. "A mitad partido me fijé que el campo estaba lleno de publicidad de Reale. Y en ese momento entendí que nosotros, nuestro equipo de fútbol sala, éramos unos matados al lado de esto. Ese año habíamos ganado la Liga y logrado el ascenso a la segunda división, pero, efectivamente, el club se quedó sin patrocinador, nadie fue capaz de encontrar los 300.000 euros que teníamos de presupuesto y el equipo se disolvió".

Diego ya llevaba un tiempo saliendo con Laura, una hija de valenciano y gallega que conoció una noche en las fiestas de Villa de Cruces, el pueblo de sus padres, muy cerca de Lalín. "Allí vi a una chica rubita, ojos azules, de fuera, y surgió...". El gallego vivió medio año en Madrid. Hasta que un día, asfixiado en la gran ciudad, decidió que se marchaba a vivir a València con su novia. "De vez en cuando iba a Madrid a hacer los cursos. Aunque lo curioso es que he trabajado de todo, pero nunca de osteópata". Con esa Laura duró dos años. Luego lo dejaron y Diego se juntó con una segunda Laura. "Es una chica separada, mayor que yo, que tiene dos niños y con la que he formado lo más parecido a una familia. Llevo diez años con ella y se ha convertido en un bastión en mi vida".

Él llegó pensando que no tendría problema para encontrar un equipo que le diera 1.500 euros por jugar de portero. Un club modesto que le pagara un jornal con el que empezar su nueva vida. Pero aquí no le conocía nadie y lo máximo que le ofrecían eran 500 euros. "Eso no me daba para vivir, y yo estaba empezando de cero. No fui valiente y me dejé el fútbol". Bueno, en realidad, sólo se dejó el fútbol profesional. Porque entonces se puso a jugar en el equipo de su cuñado. "Como eran muy flojos, empecé a destacar y empezaron a llamarme para jugar torneos en sitios que no sabía ni dónde estaban". Diego iba con Sergio Soldado, el hermano de Roberto Soldado, de torneo en torneo mientras le iban saliendo trabajos temporales en Manpower.

Le salvó la vida a un jugador

Diego acabó recalando en Futbolcity. Un día, un jugador se dio un golpe en la cabeza que estuvo a punto de costarle la vida. Se la salvó el gallego, que le practicó un masaje cardiaco que le trajo de vuelta. "Soy una persona tranquila, que ha trabajado de socorrista y que viene de familia de médicos, y creo que gracias a todo eso le pude ayudar. Le salvé la vida a él... y a Futbolcity. A raíz de eso me ofrecieron un trabajo allí y volví a meterme en el fútbol. Allí llevaba varios equipos de categorías inferiores y trabajaba en la oficina. Si un día fallaba un árbitro, me ponía yo. Hacía un poco de todo. Yo nunca digo que no a nada y por eso he tenido muchas alternativas de vida".

En 2014, hace nueve años, empezó a dar clases para sustituir a un compañero. Aquello no le entusiasmaba, pero se le daba bien. "De ahí me fui a Massanassa, hice una buena temporada, vi que tenía muy buena aceptación, algo que ya había visto en Futbolcity, y decidí arrancar World Soccer. De hecho creo que soy el primer autónomo de España en dar clases de fútbol con ese epígrafe". Diego llevaba su escuela de tecnificación de aquí para allá: Sedaví, Beniparrell, Pinedo... Hasta que vio la oportunidad de alquilar el campo de Castellar y se lanzó. "Estaba libre e hice una apuesta fuerte. Partía de la base de que tenía un trabajo sólido que ya movía un montante importante al año. Me metí en esta locura el 11 de diciembre de 2021. Firmé un contrato largo y por eso me puse a hacer muchos cambios para mejorar su aspecto y su comodidad".

Diego cuenta que lo primero que les dice a los niños es que lo más normal es que no acaben viviendo del fútbol. Un golpe de realismo antes de ponerse a trabajar su pierna débil, el control, el pase... "Actúo como si fuera un padre y les digo lo que me gustaría que me dijeran a mí". El gallego explica que ser brillante de niño no asegura nada. "A Primera llega quien menos te lo esperas. Joselu, el del Espanyol, es de al lado de mi pueblo, ha venido a jugar torneos de fútbol 7 con nosotros y tenía muchas cosas buenas, pero no me esperaba que acabara jugando en la selección española, la verdad. Y también he visto a niños que me han impresionado y que, aunque no lo he manifestado, luego no han llegado a nada. Eso sí, a todos les digo que, a mí, el deporte sólo me ha traído cosas buenas. Soy un enfermo de correr, de ir en bici, de nadar, de hacer carreras de montaña... Lo malo del fútbol es que muchas veces lo mancha el público por la falta de educación". Ya han pasado diez años y ninguno de sus niños -empiezan en prebenjamín, con seis o siete años- ha tenido tiempo de alcanzar la cima del fútbol. "Pero seguro que si esta entrevista la hacemos dentro de diez años, uno o dos estarán jugando en algún equipo grande". Seguro.

Una escapada con su padre

En este repaso retrospectivo, Diego López hace una parada en el año que se rompió la mano. Dice que fue una suerte porque entonces su entrenador, un asturiano que se llamaba Acevedo, le dijo: "Nenín, te quiero entrenando de jugador". Aquello le cambió la vida. "Me lo pasé pipa y mejoré una animalada con los pies".

Ahora mismo él también trata de hacer mejores a los 57 chavales que acuden a World Soccer, un complemento a su empresa de reformas. "Aunque también he tenido una tienda de ropa de mujer y más cosas. Soy polifacético. Aunque mi mayor defecto es que llevo muchas cosas a la vez y me cuesta centrarme. Pero mi mujer me aprieta mucho y me devuelve a la realidad".

A su lado, encima de la mesa, están los seis teléfonos móviles. Uno para cada uno de los frentes que tiene en su vida. Está claro que son demasiados y ahora se entiende perfectamente que llegue una hora tarde. Si lo raro, con tanto teléfono, con tanto trabajo, es que le dé tiempo a dormir. Por eso carga con 23 kilos extras que apenas le entran en la chaqueta del chándal. Porque ya casi nunca se escapa a la montaña a correr. Como en aquella primera carrera que hizo al llegar a esta tierra, en Cortes de Pallás, donde entró en el puesto 18. "Pero entonces pesaba 70 kilos y ahora estoy en 93...". Pero eso se ha acabado, jura, y dice que, como el año pasado se compró una caravana, le ha propuesto a su padre que una vez al año se escapen los dos solos para que Diego corra una carrera y su padre lo acompañe. Pero eso aún está por ver. Porque en cuanto sale de la oficina, con el sol ya a ras de suelo, no paran de avasallarle sus colaboradores haciéndole preguntas. "Gallego, ¿dónde están los petos?".

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