Estados Unidos siempre se ha visto a sí mismo como un país joven y dinámico, sin miedo al cambio y al riesgo. La "mayor democracia del mundo", como llevan décadas repitiendo machaconamente, a pesar de que países como India, por población, o Canadá, por extensión territorial, también son democracias que podrían disputarles el título. Una democracia con responsabilidades y grandes ideales, gobernada, generalmente, por dirigentes vigorosos y con energía.
Sin embargo, los últimos años nos han permitido presenciar una sucesión de candidatos y gobernantes de edades cada vez más avanzadas, que difícilmente pueden encarnar ese espíritu. Tras las presidencias de Bill Clinton (1993-2001), George W. Bush (2001-2009) y Barack Obama (2009-2017), que ocuparon el puesto, respectivamente, con 46, 54 y 47 años, en 2016 llegó al poder Donald Trump (70 años), tras una agria campaña contra Hillary Clinton (69 años). La tendencia continuó cuatro años después, en las elecciones presidenciales de 2020, en las que Joe Biden (78) obtuvo la presidencia en una ajustada victoria frente a Trump. Cuatro años después, en 2024, todo indica que volverán a enfrentarse ambos candidatos, con 82 y 78 años.
Y en este enfrentamiento la edad es un argumento con el que ambos candidatos y sus adláteres se atacan, en especial el "joven" Trump al anciano Biden, dado que el primero ni siquiera ha cumplido aún los 80. Frente a él, Biden reivindica la voz de la experiencia de alguien que lleva en el servicio público cincuenta años, a diferencia de ese advenedizo bisoño de Trump.
Esta semana, Biden ha recibido una buena noticia que viene, sin embargo, envenenada: el fiscal especial encargado de dirimir si había que encausarle por los documentos oficiales (de la época en la que Biden ocupó la vicepresidencia de EEUU con Obama) que tenía en su vivienda particular ha decidido absolverle. El problema es que la absolución parece derivar no sólo de la ausencia de pruebas contra él, sino de sus lagunas y olvidos. Según el fiscal especial, Biden no recordaría acontecimientos tan importantes en su vida como el fallecimiento de su hijo en 2015 o los años en que fue vicepresidente.
Biden hizo ayer una declaración pública para defenderse y acusar al fiscal especial, nombrado por Trump, de utilizar el dictamen para atacarle políticamente sin justificación legal (esto es, en esencia, para acusarle de lawfare). El problema es que, al terminar la declaración, y en respuesta a un periodista que le preguntaba por Gaza, confundió al presidente de Egipto con el de México. Ideal si quieres transmitir a tu electorado confianza en tus capacidades de cara a la reelección.
Lo curioso es que cuando Biden se presentó contra Trump en 2020 parecía que lo hacía, al menos implícitamente, para ser un presidente de un solo mandato. De hecho, fue muy importante la selección de su vicepresidenta, Kamala Harris, quien parecía destinada a asumir la candidatura a la presidencia en 2024 y quién sabe si la presidencia misma, en caso de que Biden tuviera problemas graves de salud. Pero cuatro años después Kamala Harris es una vicepresidenta sin peso específico, desdibujada, y de la que se rumorea que tal vez no repita en el ticket demócrata, mientras Biden y el Partido Demócrata dan por hecho que él será el candidato.
Un candidato con la aureola de la presidencia, pero con serios problemas de credibilidad, derivados no sólo de su salud, sino del resultado de algunas de sus apuestas estratégicas, como la salida (huida) de Afganistán, el compromiso con Ucrania o el apoyo a Israel en el conflicto de Gaza, desmesurado e injustificado en opinión de la mayoría aplastante de la población mundial (que ven en la alianza de EEUU con Israel la verdadera razón de la pujanza del Estado judío y un constante ejemplo de doble rasero y favoritismo por parte del que hace no tanto tiempo se presentaba como "gendarme del mundo"), ... ¡Pero insuficiente a ojos de muchos votantes en Estados Unidos!
Tan débil es la candidatura de Biden que la mayoría de las encuestas le ubican en desventaja respecto del más que probable candidato republicano, Donald Trump, a pesar de sus múltiples casos judiciales abiertos y, en fin, a pesar de (o gracias a, probablemente) ser Trump. Y eso que el expresidente también se prodiga últimamente en sus lapsus o comentarios fuera de lugar (no por decir una barbaridad o soltar una mentira, que eso Trump lo lleva haciendo desde su más tierna infancia, sino porque en alguna ocasión se le ha visto perdido cuando habla).
Y si gana Trump, el giro estratégico que dará Estados Unidos tendrá, como siempre, repercusiones mundiales. Probablemente la ayuda a Ucrania se desvanezca y Trump deje a los ucranianos abandonados a su suerte, o en manos de la Unión Europea, que ya veremos cómo gestionaría ese nuevo agujero negro creado por los anglosajones (fue Boris Johnson, el ex primer ministro británico, quien más alentó a Zelensky a rechazar las soluciones de compromiso que ofreció Rusia meses antes de estallar la guerra). Al mismo tiempo, Trump sería igual o más agresivo con China, y desde luego apoyaría todavía más -sí, más aún- a Israel. En esto último, a decir verdad, da lo mismo que los presidentes de Estados Unidos tengan 19 o 99 años.