A pocos kilómetros de Oporto se esconden ciudades tan hermosas como Guimarães y Braga, que te adentran en la historia del país vecino y te deslumbran con sus encantos
VALÈNCIA.-Con un Portonic en las manos y la mirada puesta en esa estampa de casas bajas junto al Duero escribo estas líneas. Lo hago saboreando ese instante y prometiéndome a mí misma que regresaré pronto, que Oporto me aguarda para una próxima huida. Lo haré porque en esta ocasión no era mi destino final sino el punto de partida para explorar nuevos lugares y conocer la historia de nuestro país vecino. Por eso, mi primera parada debía ser Guimarães, el lugar donde nació Portugal: «Aqui nasceu Portugal».
Un hecho que la propia ciudad recuerda en los restos de sus murallas pero que también escriben los muros de su castillo, sus palacios y casas bien conservadas pese al paso de los siglos. Sí, «aqui nasceu Portugal» por un hecho que se remonta al 24 de junio de 1128. En esa fecha Afonso Henriques se enfrenta a su madre, Teresa de León (infanta de León y condesa de Portugal) en la conocida batalla de Sao Mamede. En ella, Alfonso ganó la batalla, expulsó a su madre y aprovechó para declarar el condado como territorio independiente. Unos años más tarde sería reconocido como el primer rey de Portugal.
Con esa historia subo la colina sagrada y me llego hasta el castillo. Será el día gris pero a medida que me acerco a la fortaleza me imagino a los normandos y los árabes intentado asediar el lugar en días oscuros como el de hoy. Tiempos pasados que palpas al poner las manos en sus paredes repletas de muescas, muchas de ellas hechas por quienes construyeron esos muros. Hoy su puerta está abierta y el interior vacío pero en en él las escaleras te llevan de una almena a otra para admirar las vistas. Son tiempos raros y no puedo visitar la Torre del Homenaje —hoy es un pequeño museo con la historia de Portugal— pero aun así disfruto del recorrido.
Ubicada históricamente, me acerco hasta la pequeña iglesia de San Miguel, donde se dice que el primer rey de Portugal fue bautizado. Se pone en entredicho porque la iglesia podría ser posterior al siglo XII. Hay más chismorreos en la ciudad porque las malas lenguas dicen que el palacio de los duques de Braganza fue construido por Alfonso I, duque de Braganza, para utilizarlo como refugio para él y su amante. Si antes me imaginaba las guerras, ahora en las dependencias del palacio me traslado a aquellos viajes a África de sus dueños, a tiempos de bailes en sus grandilocuentes salones y a una época próspera. Lo hago a través del mobiliario de la época, los enormes tapices y esa mezcla de estilo francés e inglés que me llama la atención. La imaginación vuela al ver, en el dormitorio de Alfonso I, una escalera en espiral que conecta con un segundo nivel de habitaciones. A esa planta no se puede acceder porque es la residencia oficial del presidente de la República portuguesa cuando viene aquí.
La lluvia da tregua y me adentro por las calles de Guimarães. El silencio me acompaña por esas vías estrechas con adoquines milenarios en las que se esconden fachadas rococós decoradas con coloridos azulejos y balcones ornamentados con flores en los que cuelgan algunas sábanas. Pronto las guardarán porque comienza a chispear. Yo misma aprovecho para hacer un alto en el camino y comer. Lo hago en Buxa, un coqueto restaurante en el que me abandono a los manjares portugueses: Tripas à Moda do Porto, bacalao, pulpo... ¡Qué bien se come en Portugal! Y sí, en este viaje dejo a un lado la cerveza para rendirme al vino.
Con el cinturón desabrochado paseo por el centro histórico de Guimarães, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Lo hago viendo esos palacios, sus iglesias y esas casas estrechas que tanto me gustan. Aquí me doy cuenta de un detalle: algunas puertas son más altas que otras. Según me cuentan, su tamaño indica el nivel económico de la familia. Sin duda que la mía sería muy bajita, pero muy colorida. Mis pasos acaban en la plaza da Oliveira (su nombre se debe al olivo que se plantó justo ahí), que está repleta de jóvenes tomando algo. En ella se encuentra el monumento más curioso de Guimarães: el Padrao do Salado, que conmemora la victoria en la batalla de Salado, gracias a la cual el rey Alfonso IV pasó a conocerse como El Bravo. Como digo, es una visita a la historia de Lusitania.
Es momento de partir hacia Braga, la tercera ciudad más importante de Portugal y considerada centro espiritual del país. De hecho, hay un dicho que dice: «Coimbra estudia, Lisboa se divierte, Oporto trabaja y Braga reza». Llego al atardecer así que tengo el tiempo, justo antes de cenar, para dar una vuelta por las estrechas calles del centro histórico, en las que se mezclan iglesias y casas modernas. Es mi última noche en Portugal así que hoy pruebo la francesinha, de la que tanto me han hablado y con razón, porque está buenísima. Lo hago en el coqueto restaurante Brac, que en su interior atesora unas ruinas romanas que puedes visitar. Para rebajar doy una vuelta por la ciudad antes de ir al alojamiento.
La lluvia no da tregua pero no me detiene para pasear por sus calles. Es pronto pero en la Praça da República ya hay gente comprando el periódico y desayunando. Siento que soy la única turista. En su centro, la fuente de Vianna —el café más antiguo de Braga también se llama así— y en una de sus esquinas, la iglesia de los Congregados. Desde aquí se adivinan las dos Bragas: la antigua y la moderna con sus amplias avenidas. Regreso hacia las calles estrechas para ver la Catedral de Braga —es la más antigua de Portugal— y fue construida donde en el pasado hubo una mezquita. Aquí están las tumbas de Enrique y Teresa, los padres de Alfonso, y el Tesoro de la Catedral, en el que hay, entre otras cosas, una cruz usada para la primera misa oficiada en Brasil en 1500 y también unos zapatos de tacón de un pequeño arzobispo.
Sigo mis pasos y llego hasta los jardines de Santa Bárbara para visitar el palacio-fortaleza del arzobispo, que hoy alberga la Biblioteca. Sin embargo, lo que más me gusta del centro de la ciudad es la iglesia de la Misericordia. Y repito lo de «el centro de la ciudad» porque toca recorrer el santuario del Bom Jesus do Monte, el monumento más visitado de Braga y Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Para ello cojo el coche y me acerco hasta las inmediaciones. Mi idea era subir los cerca de 600 escalones pero llueve demasiado y prefiero coger el funicular que, por cierto, es hidráulico. Una vez arriba visito la iglesia y decido hacer el camino a la inversa para entender mejor su simbolismo. Antes, admiro las increíbles vistas y me adentro en el santuario de Nuestra Señora de Sameiro, uno de los lugares del mundo donde con más devoción se venera a la Virgen María.
Y lo hago por el simbolismo de esa ascensión pues en su primer tramo evoca al Via Crucis, con capillas que representan, mediante esculturas, distintas escenas de la Pasión de Cristo. Después, en cada uno de los tramos de las escaleras hay una fuente. Cada una de ellas representa uno de los cinco sentidos, pues simbolizan lo terrenal, y en esa ascensión los devotos dejan atrás ese plano material. El último tramo de escaleras está consagrado a las tres virtudes del catolicismo (la Caridad, la Fe y la Esperanza), representadas también por una fuente. Mi recorrido es a la inversa pero me fascina cada uno de los detalles y, sin duda, es uno de los templos religiosos que más me han impresionado.
El santuario del Bom Jesus do Monte es mi última parada antes de regresar a Oporto, donde comencé a escribir estas líneas. El Portonic se consumió en los cubitos de hielo pero no las ganas de seguir descubriendo el norte de Portugal y esas localidades que, quizá menos turísticas, atesoran un gran patrimonio cultural.
Descubriendo los vinos verdes
Una visita imprescindible. Un viaje a Oporto no puede terminar sin antes conocer los vinos verdes portugueses (vinho verde), cuyo nombre se debe al color del paisaje donde se cultivan los viñedos. Para ello, visito la finca Aveleda, ubicada en Penafiel. El paseo me deja maravillada. Primero conozco su jardín de cinco hectáreas y luego, el gran tesoro de la finca: el viñedo y su bodega, donde descansan los futuros vinos verdes. Remato la visita con una degustación de su vino verde con quesos y mermeladas que producen en la finca.
Un estadio de fútbol peculiar
El Estadio Municipal de Braga no deja indiferente. Con capacidad para treinta mil espectadores, fue construido con motivo de la Eurocopa que se disputó en 2004 en el país luso. Su artífice, Eduardo Souto de Mora, ganó un premio Pritzker gracias a su diseño: el estadio está enclavado en las ruinas de una antigua cantera de granito.
* Este artículo se publicó en el número 74 (diciembre de 2020) de la revista Plaza