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HISTORIA DEL DISEÑO VALENCIANO VI

Gulliver: El gigante cumple 30 años

El proyecto de parque infantil creado por Rafa Rivera, Sento Llobell y Manolo Martín cumple tres décadas de juego para generaciones de valencianos

| 24/12/2020 | 10 min, 33 seg

VALÈNCIA. El tiempo coloca a cada cual en su lugar y tres décadas después el Gulliver pertenece a todos los vecinos de València». Esta afirmación de Manuel Martín Huguet, hijo del artesano fallero Manolo Martín, define la trayectoria vital de una figura colosal, desde su inauguración en el invierno de 1990. El parque infantil se englobaba en una actuación más amplia, Un riu de xiquets, un proyecto conjunto entre Ajuntament de València, gobernado por aquel entonces por el partido socialista encabezado por Clementina Ródenas, y la Generalitat, a través de la figura de Andrés García Reche, a la sazón conseller de Industria, Comercio y Turismo. 

Para conocer la génesis de este proyecto debemos retroceder hasta 1986, cuando Rafa Rivera, arquitecto municipal, actuaba como jefe de la sección de Proyectos Urbanos del consistorio. Rivera recibió el encargo de proyectar un parque infantil en la calle Doctor Lluch y se le ocurrió la idea de alejarse de los parámetros habituales e incorporar los juegos en la propia estructura. «Planteé una propuesta de Gulliver de unos 35 metros de largo»— recuerda Rivera— «pero cuando tanteé a algunos escultores ninguno dio el paso adelante por la escala de la figura». 

Alguien apuntó a Rivera el nombre del artista Manolo Martín, «un fallero que no parece fallero, me decían». Martín se entusiasmó de inmediato con la idea y prepararon juntos un anteproyecto que fue desestimado. Pasado un tiempo, y ya con Rivera fuera del Ayuntamiento, Martín insistió en que aquel Gulliver no podía permitirse el lujo de seguir tumbado por mucho más tiempo. «La figura de la primera propuesta estaba basada en un modelo humano» —señala Rivera— «pero tanto Manolo como yo pensamos que era necesario buscar una caligrafía más contemporánea». Este trazo actual vino de la mano de un ilustrador y dibujante de cómics ya por entonces consagrado, Sento Llobell. «Para las primeras pruebas se disfrazó a un tipo, pero tumbado parecía demasiado tétrico, así que se buscó una interpretación menos realista», apunta Sento. 

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Martín conocía a Llobell con anterioridad ya que ambos habían colaborado en la edición de 1984 del salón del cómic de Angoulême, en la que autores valencianos fueron los principales invitados. Martín realizó para aquella ocasión ninots de personajes de Llobell, Micharmut o Miquel Beltrán, entre otros. Con posterioridad, Martín y Llobell colaborarían juntos en varios proyectos de fallas municipales. Si en la de 1986, (Una historieta velleta) participaría el modisto Francis Montesinos, el escritor Manuel Vicent haría lo propio con El Foc en un espill, el monumento municipal que reproducía la fachada del consistorio, en el que arderían políticos de diferentes partidos. Para Rafa Rivera, el trazo de Llobell «se adaptaba como un guante al uso que queríamos dar a la figura. Transformamos en planos los pliegues del ropaje». La relación de Sento con el proyecto se retomaría una vez la figura ya estuvo asentada en el cauce del Turia. «Tras unos meses alejado, regresé a pie de obra para comprobar los colores y la pintura de la figura», concluye Llobell.

El ‘OK’ de Maragall y la visita de García Reche

Pero volvamos atrás en el tiempo, en concreto a la situación de parálisis que vivió por momentos el proyecto, una vez el Ayuntamiento de València había desestimado la propuesta. «En realidad no sabíamos muy bien qué hacer con el Gulliver» —recuerda Rafa Rivera— «pero se empezaban a mover cosas relacionadas con la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona». Martín y Rivera recurren a un contacto y se desplazan a la Ciudad Condal, que acoge la propuesta con los brazos abiertos y la playa como destino. Rivera detalla que en aquel momento la figura ya había doblado su tamaño original, alcanzando los setenta metros de largo. «La opción de la playa no era ni mucho menos la adecuada, porque la arena funcionaría como un abrasivo en las zonas de toboganes». 

Con aquel Gulliver levantándose del suelo a duras penas y valorando un traslado, una visita cambiaría el rumbo de los acontecimientos. «Creo que fue a principios de 1988, durante una visita a la Ciudad Fallera». Quien tira del hilo es Andrés García Reche, en su papel de conseller de Industria. «Había hablado con Manolo Martín de la necesidad de dar un giro al mundo de los artesanos falleros. Quería que su actividad innovara y se diversificara para evitar que su supervivencia dependiera en exclusiva de la fiesta fallera». Cabe decir que treinta años después la situación del Gremio sigue en las mismas. Trasteando en las estanterías del taller de Martín, Reche dio con el proyecto del Gulliver e inquirió a Martín y Rivera. «Cuando se enteró de que estábamos en negociaciones con Maragall nos dijo que el proyecto se quedaba en València sí o sí, y que ese mismo lunes acudiéramos a su despacho», recuerda el arquitecto. 

En la reunión ya estaba presente la alcaldesa de València, Clementina Ródenas. Se habló de desarrollar un tramo específico del antiguo cauce —la figura podría ser divisada a distancia y en altura—, enfocado en los niños. El proyecto, en el que se englobó el parque Gulliver incluyó otras actuaciones como el ajedrez gigante, las pistas de skate o los juegos de petanca y minigolf. La conexión con Barcelona no se perdió por completo, ya que se contó con Javier Mariscal, Premio Nacional de Diseño, para diferentes labores, entre ellas, la señalética. El Ayuntamiento aportaría el suelo y la Conselleria la financiación. Para García Reche, el proyecto era «un caramelo en dulce. No se trataba solo de un ejemplo práctico de alternativa para los artistas falleros sino de un reclamo turístico de primer orden. Una oferta complementaria muy interesante para la ciudad. No tenía dudas sobre su éxito». 

Para Clementina Ródenas, el emplazamiento escogido «era la joya de la corona» y por sus dimensiones, muy difícil de encontrar en cualquier otra ciudad. El problema, como no, era el dinero. «O había presupuesto para ejecutarlo o no había proyecto», decía Ródenas. Y entonces la situación económica del consistorio no era demasiado boyante. Así que se recurrió a la colaboración de la Generalitat, quien ya participaba en algún que otro proyecto común. 

La singularidad del espacio debía ir acorde a una propuesta que se alejara del canon tradicional, así que el Gulliver era perfecto. Ródenas tenía a Manolo Martín por un «moderno», un artista que tenía una visión «que se alejaba de cualquier convencionalismo». De igual manera, Ródenas conocía de sobra también a Rivera ya que había contado con el arquitecto a la hora de rehabilitar el edificio de la Beneficencia.

Un rosario de trabas

Pero a pesar del apoyo de ambas instituciones el camino a seguir resultaría lleno de problemas. En cuestión de normativa, los primeros peros llegarían desde el Colegio de Arquitectos, pero las mayores zancadillas surgieron desde el ámbito político, a cargo de una oposición municipal encabezada por el Partido Popular de Martín Quirós (con el apoyo de Unión Valenciana) y el por entonces concejal José Luis Olivas como percutor. 

«La oposición llegó a afirmar que una posible combustión del Gulliver desprendería ácidos y los niños se asfixiarían. Era un bombardeo continuo tanto en los plenos como en la prensa»

En enero de 1990 el incendio de la discoteca Flying de Zaragoza había dejado un reguero de cuarenta y tres cadáveres. Desde el PP municipal se aseguraba que los materiales del Gulliver eran similares a los que habían ardido en la discoteca zaragozana. «Se lanzaron disparates que sonrojarían a cualquier persona», rememora Ródenas. Para la exalcaldesa, lo de menos era la cuestión del «riesgo enorme» de que se les rompieran los pantalones a los niños. «Llegaron a afirmar que una posible combustión del Gulliver desprendería ácidos y los niños se asfixiarían. Era un bombardeo continuo tanto en los plenos como en la prensa». Rafa Rivera coincide: «Martín Quirós orquestó una campaña, sosteniendo que la fibra de la moqueta de la Flying era la misma que se emplearía en el Gulliver. Disponíamos de un informe del Servicio de Bomberos de Barcelona que descartaba esto por completo. Ahora todo el mundo se pone medallas pero por entonces nos hicieron sufrir la intemerata». Para el recuerdo quedan titulares como «Un incendio en el Gulliver provocaría gases letales», publicados sin el menor rubor. La última amenaza al proyecto no provenía del hemiciclo, sino de la fría Noruega. Un presunto plagio para el que incluso se envió una delegación desde València y que acabó en nada. Para García Reche el único riesgo real fue «proyectar un parque que no tuviera una buena acogida para el público al que iba dirigido». Pero eso no ocurrió ya que la aceptación fue «muy rápida y generalizada». 

Una Ciudad Fallera volcada

Manolo Martín Huguet, hijo del fallecido Manolo Martín, empezaba a finales de los 80 a dar sus primeros pasos profesionales en el taller familiar. Martín Huguet echa la vista atrás para recordar cómo se desarrolló el proyecto en la Ciudad Fallera: «El plazo de construcción era muy corto y tuvimos que echar mano de escultores y artistas a los que mi padre dividió en equipos porque el Gulliver representaba una barbaridad de trabajo. Aquel año los falleros estaban realmente asustados porque dudaban de que los monumentos se plantaran a tiempo».  

Martín y sus equipos trabajaron diversos materiales. Por un lado, las piezas más pequeñas se fabricaron en poliestireno expandido, un material por entonces muy novedoso. Otros materiales fueron la fibra de vidrio y el poliéster, «con los que nos encontrábamos cómodos porque teníamos experiencia acumulada». Otras piezas, entre ellas el cuerpo, fueron realizadas con técnicas tradicionales, caso de dogues de fusta o costillas interiores en listones de madera, sustituidas finalmente por hormigón gunitado proyectado desde manguera. 

A las trabas políticas por parte de la oposición, Martín añade un sentimiento personal: «Un cierto desprecio porque se trataba de un proyecto realizado por artistas falleros». Un menosprecio que para Martín se reflejó en el deficiente mantenimiento posterior: «Tras la inauguración casi lo dejaron morir», apostilla. Rivera coincide: «Con el cambio de gobierno municipal las labores de mantenimiento fueron lastimosas. El Gulliver se echó a perder y los arreglos se limitaron a parches y apaños, verdaderas chapuzas». Recientemente, el Ayuntamiento de València ha dado luz verde a una rehabilitación integral con un presupuesto de novecientos mil euros.

El éxito inmediato del parque suscitó llamadas para repetir el modelo. Málaga, País Vasco, Francia... pero la respuesta de Rivera siempre ha sido la misma: «Dime lo que necesitas y te presentaré una propuesta, pero no será un Gulliver». Tres décadas después, la figura tendida del gigante de Liliput «aguanta como un campeón», según Manolo Martín, porque se trata de un proyecto con una rentabilidad social «brutal». Rafa Rivera deja de lado los premios y se queda con la imagen de un parque «lleno de niños y niñas treinta años después». Y para Sento Llobell se trata del proyecto «más bonito» que jamás ha realizado. «Tengo una obra que sale en Google Maps», añade Sento, «y no todos los ilustradores pueden decir lo mismo».

* Este artículo se publicó en el número 74 (diciembre 2020) de la revista Plaza

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