VALÈNCIA. Desde hoy mismo, el último Premio Alfaguara de Novela, espera en las librerías a sus lectores. Gustavo Rodríguez presenta, en Cien cuyes, una tragicomedia que consigue ser un lienzo sobre la ancianidad en la ciudad de Lima y cómo surge en ella algo tan polémico y complejo para la existencia como es el deseo de la muerte. A través de una cuidadora de ancianos precaria, Eufrasia Vela, las historias de Doña Carmen, Jack Harrison y un grupo llamado los Siete Magníficos, que viven en una residencia, desvelan las crisis existenciales de una vida que inexorablemente, se acerca a su final.
El autor, que estuvo ayer mismo en València, atiende las preguntas de Culturplaza.
- Es un libro con narrador omnisciente, que no está escrito en primera persona ni acompaña a un único personaje, ¿Cómo discerniste cuál iba a ser tu papel narrando esta historia?
- A tratarse de distintos personajes a la vez, mi estrategia narrativa, a la que he llegado también después de años de ensayo y error, es la de tener una voz narrativa que intente ser elegante y neutra (aunque nunca lo logre). Que solamente se encargue de presentar en bandeja, de la manera más limpia y menos juzgadora posible, a los personajes para que una vez descritas las ubicaciones y presentados, sean estos los que desplieguen sus locuras y sus intensidades a través de sus acciones, sus pensamientos y sus diálogos.
Me parece que esta manera de presentarlos es la más adecuada para tratar temas tan difíciles como la muerte, la soledad y la vejez. Sin pretender emitir juicio de valor sobre lo que ocurre.
- Precisamente porque, presentando un lienzo tan amplio de personajes, de alguna manera tomar partido habría sido casi ser cruel o injusto con algunos de ellos, ¿no?
- Exacto. Ya con los años uno aprende a no juzgar a sus personajes, a no usar adjetivos al presentarlos, sino a pretender que sea el lector el que juzgue finalmente según lo que vea de ellos.
- Para ser una novela en la que se plantean cuestiones existenciales; dentro de la lectura, estas reflexiones no son un alto en el camino que de alguna manera puedan sonar pretenciosos o buscan ser el gran momento de la novela, sino que intentas salpicarlo incluso en conversaciones que empiezan de una manera banal.
- Es una buena observación porque, en realidad, en la vida real, cuando uno piensa sobre los grandes temas de la vida, uno no se pone solemne cuando piensa en su propia muerte, ni se pone altisonante cuando piensa en la paternidad.
Uno asume esos temas cotidianamente mientras cambia pañales, mientras dice guarradas, mientras se le ocurren toda clases de pensamientos pedestres… Mientras piensa en esas cosas. A mí me parece que pretender colocarlos en una ficción de una manera solemne es faltar a la realidad. Es ser artificial y es ser afectado. La afectación no va con mi literatura en realidad.
- Háblame del papel de la comedia. Muchas veces la utilizamos como mecanismo de defensa. Tus personajes así lo hacen, desde sus vulnerabilidades, pero ¿tú cómo escritor también la utilizas de esta manera?
- Yo no veo ningún mérito en el uso del humor en mis novelas porque me sale de manera instintiva, sin pensarlo. Quizá porque, como tú intuyes, yo desde pequeño usé el humor como un arma de defensa contra mi entorno. Fui un chico tímido, reservado, que no sabía pelear, un poco nerd, ya entonces gran lector. El humor me sirvió para aislarme un poco del entorno en el que tenía y también para navegar las aguas de la infancia y la adolescencia, donde puede haber crueldad también. Entonces, a la hora en que me enfrenté a estos temas tan dolorosos en la novela, me salió natural la tragicomedia. No hay mérito, no hay estrategia, es simple conducto natural.
- Conforme aparece el deseo de la muerte como una evolución natural de varios personajes, me preguntaba si había que salvar un poco las distancias para que no pudiera parecer la única opción, la inercia insalvable.
- Uno de los principales retos que tuve fue construir en cada personaje el camino hacia tener ese deseo final: el de tener una muerte digna y llena de épica, y de ser posible una aventura grupal, como parece que va a ocurrir. Y para hacer verosímil la historia, me encargué de que cada uno tuviera esa evolución para hacerlo creíble totalmente. Pero tu pregunta también me hace recordar otro reto que tenía encima, como una espada de damocles, de no hacer una historia cursi, siendo esta una novela en la cual hay momentos desgarradores, hay despedidas para siempre. Ese fue quizá el mayor temor que tuve mientras la escribía. Lo resumo así: primero, que el argumento resultara verosímil al final; después, no resultar demasiado sentimental o cursi con la novela. Afortunadamente, el humor negro vino a contrarrestar este último temor.
- Hablemos de esos Siete Magníficos, que dan los momentos con más ritmo de toda la novela. El grupo son una suma de las vulnerabilidades individuales, que entre todos crean cierta fortaleza si se viven en común. ¿Cómo construyes ese espacio de convivencia y de cuidado entre ellos?
- Yo no me propuse hacer un abanico solamente de soledades individuales. Me parecía muy arriesgado que todas las situaciones en la novela fueran como las de Doña Carmen o las del Doctor Jack Harrison, porque me parecía que hubiera sido como un álbum de figuritas, donde vas recolectando historias por separado. Me parecía que la novela podía agarrar vida y épica si al final se volvía coral; si al final anteponíamos, ante la soledad de los primeros protagonistas, la gran fortuna de poder vivir los últimos años de tu vida en compañía con tus pares. Y quizás en esa decisión haya puesto en juego mi deseo. El deseo de tener una ancianidad, si llego a ella, rodeado de mis amigos, de mis afectos, en comunidad.
- ¿Cómo te planteabas escribir -porque ya sabías que iban a llegar esas escenas de pérdida- cuando la muerte ya no solo acecha ni es un tema de conversación, sino que es el puro centro?
- Me paso algo curioso con mis novelas. Cuando yo narro las novelas de manera omnisciente y le entrego al lector los personajes que van surgiendo, yo mismo como autor —ya no como narrador— me voy sorprendiendo por las manifestaciones que van teniendo. Tanto es así, cada día que me sentaba temprano a trabajar en este libro, yo me sentaba contento de saber que iba a pasar tiempo con estos personajes. Y creo que el momento de la muerte en algunos de ellos fue una especie de tanteo de ver qué me iba a salir en el momento. Y lo que salió no fue planeado.
Bueno, intelectualmente sí sabía lo que iba a pasar. Yo soy muy planificador de mis novelas. Pero el cómo iba a pasar, qué cosas iban a pasar por las cabezas de los personajes o qué se iban a decir, eso pasó en el momento. El qué sí, pero el cómo no. El cómo nació espontáneamente cada vez que me enfrenté a esa situación conforme la novela avanzaba.
- Me interesa mucho cómo tratas la ciudad de Lima. Entiendo que hay un paralelismo entre esa ciudad que cambia, también para los personajes, y el propio paso del tiempo. Conforme ellos se van yendo y se van apagando, la ciudad también sufre esos cambios (la mayoría son una cuestión de pérdida de lugares o de vida en esos lugares).
- Para empezar, en la realidad Lima es una ciudad fascinante. Fascinante por sus contrastes, por sus bellezas y por sus oscuridades. Y en el caso de la literatura que se nutre del conflicto, fascinante por su inequidad también. Yo creo que los cambios que ocurren en Lima terminan afectando a algunos de los personajes en mayor medida. El caso más claro es el de Doña Carmen al inicio, que al sentir cómo la ciudad a su alrededor se transforma, siendo más gentrificada, permitiendo muchas más construcciones altas, que miran al mar, que terminan dinamitando la pasible Miraflores de su juventud… hacen que esa ciudad ayude a terminar matándola. La verdad es que no me lo había planteado racionalmente de esa manera. Fue algo que salió inesperadamente y que tú me estás haciendo ver.
Ahora, yo soy un escritor limeño que vive en Lima, y obviamente, al vivir en una sociedad tan centralizada, en una sociedad tan clasista, donde el racismo recorre el espinazo de nuestra sociedad, me es imposible no sustraerme a ella. Incluso cuando no me lo proponga. Esta novela probablemente es en la que menos decidí colocar como telón de fondo la inequidad y la desigualdad, pero sale naturalmente y creo que se percibe de alguna forma.
- Quería acabar preguntándote por la nostalgia, porque es un debate muy presente, tanto en una dimensión política como también cultural, y es un debate que también de alguna manera está presente en tu novela. ¿También se percibe como un debate o un conflicto dentro de la literatura latinoamericana, o es un interés tuyo personal?
- A nivel latinoamericano, la nostalgia no es parte de la discusión como lo es ahora en España. Me parece que por una razón muy sencilla: las sociedades latinoamericanas son todavía mucho más jóvenes que la media española; nuestra población es muy joven y no se plantea la nostalgia de esa manera. Yo a cierta edad, y teniendo que escribir sobre unos ancianos fabulados, sí tengo que entrar en la nostalgia para que sea creíble mi ficción, pero no hemos entrado en esa discusión todavía.
Me imagino que un par de décadas estaremos en ella. Porque sí, es verdad que nos encaminamos lenta pero inexorablemente a un mayor envejecimiento de nuestra sociedad. Digamos que el bono demográfico que teníamos en Perú está por acabar, y pronto nos veremos en aprietos con cómo afrontamos la cada vez más anciana sociedad que tendremos por delante.