LOS DADOS DE HIERRO / OPINIÓN

Haga usted el pino puente

26/12/2021 - 

Son frecuentes las acusaciones, desde la izquierda política y social, de que vivimos en un país autoritario. Desde la derecha política y social, se responde que tenemos leyes y procedimientos intachablemente democráticos, avalados (casi todos) por la UE. En realidad, ambas cosas no son incompatibles. Podemos tener un gobierno elegido democráticamente, pero incapaz de controlar del todo a un estado autoritario, cuyo estilo entonces se transmitiría al resto del cuerpo social (algo que tiene muy poco que ver con “un gobierno autoritario empeñado en coartar las libertades de los españoles”, como afirma la derecha más negacionista estos días). Vamos a intentar explicarlo.

Imaginen que van andando por una calle en su ciudad. Es mediodía, la calle está concurrida, todo es normal, hasta que de repente se detiene un coche y salta a la acera Pedro Sánchez. Sánchez se planta delante de usted y dice: “le ordeno que haga el pino puente”. Probablemente nuestra primera reacción sería de incredulidad, así que Sánchez insiste: “soy el presidente del gobierno, investido por la voluntad soberana del pueblo español de acuerdo a la Constitución de 1978, la máxima autoridad del Ejecutivo, y le ordeno que haga el pino puente”. Repuestos del susto, vamos a suponer que nos negamos y le respondemos con un discurso similar a este: “pero mamarracho, ¿quién te crees que eres? Tu trabajas para mí, que yo te pago, que tú no eres quien para venir a decirme que haga el pino puente ni nada, tú eres un tirano, anda vete que te meto.” Discurso que rematamos, además, con alguna afrenta como una peineta o un escupitajo. ¿Cuáles serían las consecuencias? Pues probablemente de apoyo: la gente a nuestro alrededor nos apoyaría frente a tan evidente tiranía, alguien con un móvil habría capturado la escena y la habría viralizado, Pedro Sánchez tendría que retirarse humillado y sería crucificado en casi todos los medios de comunicación, y usted sería aclamado como héroe nacional “por haberle cantado las cuarenta al poder”.

Esto, evidentemente, no es malo; bien al contrario, es hasta deseable (no el hecho de que se insulte y escupa gratuitamente a las autoridades y los representantes públicos, quiero aclarar, sino que se resistan las instrucciones palmariamente absurdas y autoritarias en la medida de lo posible). El problema es otro.

Imaginen ahora el mismo escenario: la misma calle, la misma invitación a la práctica de la gimnasia, y la misma respuesta, incluyendo el escupitajo final. Pero esta vez quien salta a la acera y le ordena hacer el pino puente no es el presidente del gobierno, sino un policía nacional o un guardia civil. Ahora, las consecuencias ya no son las mismas. La gente probablemente no quiera verse envuelta, grabar con el móvil a la policía puede ser delito en ciertas circunstancias, y al negarnos a obedecer hemos cometido algo que bien podría ser interpretado como desobediencia o atentado contra la autoridad, incluso sin los insultos y las afrentas. En el fondo, sabemos que tenemos razón y que nos asiste el derecho a no hacer el pino puente, pero en este momento se nos ha ordenado hacerlo, por parte de un agente de la autoridad. Negarnos puede tener consecuencias muy físicas, inmediatas y desagradables, y no nos darían la razón hasta pasados varios meses de juicios. Suponiendo, además, que no sea nuestra palabra contra la del policía (en cuyo caso podría valer más la suya), o que el juez no se trague alguna rocambolesca historia tipo “el ladrón de las joyas de la duquesa debía ser un consumado gimnasta para haber escapado trepando por la fachada del palacio, señoría, yo solo estaba intentando identificarlo”.

Creo que ya entienden por dónde voy: un policía nacional cualquiera es capaz de pararnos en mitad de la calle y obligarnos a hacer el pino puente; o al menos, es capaz de hacerlo en mayor medida que el mismísimo presidente del gobierno. Esto se debe a que nuestras leyes, pero sobre todo la forma en que las aplicamos, tienden a blindar lo que podríamos llamar la “autoridad dura” del estado: la gente que físicamente te golpea con la porra o que te mete entre rejas. Todo ello apoyado en un sobreentendido social, presente en todas las sociedades (pero que por razones históricas quizás sea un poco más fuerte en España): que, si debilitamos en exceso dicha autoridad dura, el resultado serán el caos y el descontrol. Los posibles excesos de autoridad, en cambio, vendrían prevenidos, o bien por el hecho de “los agentes han aprobado una oposición que garantiza que no otorgamos esta autoridad a cualquiera”, o bien por las vías judiciales (que ya hemos descrito más arriba). En cambio, los políticos, dice el mismo sobreentendido social, como no se ha medido su idoneidad mediante examen, hay que atarlos en corto y restringir su autoridad en la medida de lo posible. El control democrático por parte de los votantes, para el sobreentendido, no cuenta, pues estos son manipulables o sectarios. La democracia, en este marco, solo sirve para refrendar a la autoridad ya existente, no para controlarla. Y en caso de conflicto entre autoridades (entre una autonomía y el estado, por poner), siempre debe imponerse la superior.

Recientemente, además, hemos tenido un ejemplo de libro de cómo puede funcionar esto en la inhabilitación del ex diputado de Podemos Alberto Rodríguez. Los supuestos hechos acaecieron en tan lejana fecha como 2014, pero el juicio se ha alargado más de siete años para acabar en una condena de atentado contra la autoridad y falta de lesiones, por una patada de Rodríguez a un agente de la Policía Nacional. La cuestión es que de esa patada no hay más prueba que la declaración del propio agente. Incluso el informe médico aportado como prueba solo indica que “el paciente refiere”, es decir, el facultativo cita de segunda mano y afirma que no ve nada especial, aunque el paciente le declarara sufrir dolor. Y aunque en ocasiones los tribunales han emitido condenas basándose solamente en la declaración de la víctima, esto suele limitarse a delitos propios del ámbito privado. Para hechos acaecidos en público (en este caso, con centenares de potenciales testigos y donde además había varias cámaras grabando, sin que haya ni declaraciones ni grabaciones inculpatorias), sin embargo, resulta ciertamente insólito recurrir a ello, como han indicado los dos jueces discrepantes. Y el resultado final ha sido nada menos que una declaración de un agente policial ha alterado la composición del Congreso de los Diputados, votado por los ciudadanos.

(Esto último ni siquiera tendría que haber ocurrido, ya que la sentencia ni siquiera inhabilitaba expresamente a Rodríguez. La ley permitía un amplio margen de interpretación, e incluso existía un primer informe de los letrados del Congreso afirmando que una sentencia de faltas no implicaba inhabilitación, pero parece que alguien le dijo a Meritxell Batet que o hacía el pino puente o se atuviese a las consecuencias, y a la presidenta del Congreso le faltó tiempo para hacer un pencheé seguido de giro tití con cintas y mazas.)

En el fondo, estos sobreentendidos sociales se fundan en una implícita desconfianza de la democracia, sustituida por el principio de autoridad como forma “óptima” de resolver los problemas. Autoridad que sobrevive de un presidente a otro y con ello en cierto modo está por encima de los gobiernos. Este es un sobreentendido que en tiempos de incertidumbre gana muchos adeptos, confiando en que una autoridad “fuerte” logre resolver los problemas que nos azoran. Por eso, siempre es importante recordar como acaban esas derivas: cuando toleramos que en aras de la razón de estado nos obliguen a hacer el pino puente, el pino puente acaba convertido en la razón de estado.