Hoy es 7 de octubre
La democracia no es un punto en el espacio, sino un espectro en el que caben varios compromisos entre los dos principios que la sostienen: por un lado, el principio de autoridad (alguien tiene que mandar, salvo que seamos anarquistas), por otro, el principio democrático (debe representarse la voluntad popular). Siendo la defensa del principio de autoridad, históricamente, parte destacada del programa político de la derecha, mientras el principio democrático y las sucesivas ampliaciones del voto lo ha sido de izquierdas. Estos principios están encarnados en sendas instituciones, el gobierno y el parlamento, y no hay dos países que tengan el mismo diseño institucional para la relación entre ambos. España cae dentro del espectro democrático; sin embargo, dentro de ese espectro la democracia española (menos por su diseño institucional –que también- sino por la manera en que se vive y da forma a la práctica democrática) se sitúa más en el lado derecho que en el izquierdo: nuestra Constitución otorga un papel muy fuerte al gobierno (y por extensión a la autoridad pública del estado), y al Congreso uno bastante débil. Fuera de nombrar al gobierno cada cuatro años (y la posibilidad de una moción de censura entremedias), el Congreso está a merced del Ejecutivo.
Esto arranca ya con la Ley Electoral, diseñada para tender al bipartidismo y facilitar mayorías estables: de 14 elecciones generales, cinco han resultado en mayorías absolutas, siempre con menos del 50% del voto (la del PSOE de 1989 no llegó ni al 40%). Pero una vez elegidas las Cortes, la cosa sigue: en teoría, el Congreso debe elaborar las leyes que guían y someten al Ejecutivo, pero lo que ocurre a menudo es todo lo contrario: el Ejecutivo puede hacer leyes mediante Decreto-Ley, y al mismo tiempo puede vetar tramitaciones de leyes por el artículo 134.6. También en teoría, el Decreto-Ley solo se puede usar para “extraordinaria y urgente necesidad”, debe ser convalidado en treinta días, y el veto solo es aplicable si las leyes implican “aumento de créditos o disminución de ingresos”. Pero la práctica se aleja bastante del espíritu (y encima, el 134.5 permite que el gobierno sí haga propuestas que impliquen precisamente eso mismo, ¡el gobierno tiene más libertad para la iniciativa legislativa que el propio Congreso!): el gobierno siempre ve “urgente necesidad” en casi cualquier cosa; no es lo mismo debatir largo y tendido una ley para la que puedes negociar enmiendas, que votar deprisa y corriendo sobre algo que ya está generando efectos legales; y casi cualquier ley implica un gasto, por nimio que sea. El resultado es que los sucesivos gobiernos han usado (y usan) estas dos herramientas excepcionales con bastante frecuencia y alegría. Posteriormente, los tribunales casi siempre consideran que el uso de estas herramientas fue inconstitucional, y así emiten sentencia… varios años después, cuando ya resulta irrelevante. A menudo, tras un cambio de gobierno, con los responsables ya de vuelta en la vida privada.
El ejemplo más reciente es la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el confinamiento por la covidia, indicando que fue inconstitucional confinar a los ciudadanos sin más que un estado de alarma. Al margen de lo que se opine sobre la sentencia en sí misma: si realmente se estaban violando derechos fundamentales, la obligación del Tribunal habría sido ponerle fin lo antes posible. En cambio, ha esperado casi un año y medio, resultando en un desgaste mucho menor del gobierno (y de los demás partidos: por mucho que Vox saque pecho de la sentencia a la demanda que interpusieron, lo cierto es que Abascal había sido de los primeros en exigir el estado de alarma, y cuando el gobierno lo llevó por primera vez al Congreso, con confinamiento y todo, su partido votó a favor).
Este guante blanco ocurre con todos los gobiernos: casi de lo primero que hizo el gobierno de Mariano Rajoy al entrar a gobernar en 2011 fue conceder una amnistía fiscal por Decreto-Ley, gracias a la cual quienes hubiesen burlado la ley podían regularizar su situación (con un poco de mala leche, considerando las críticas vertidas desde el PP contra el indulto a Oriol Junqueras, cabría hablar de un indulto masivo) pagando menos de lo que les hubiese correspondido caso de tributar legalmente. Cinco años después, el Tribunal Constitucional dictó que dicho Decreto había sido inconstitucional. Sin embargo, no afectó a quienes se hubiesen acogido a ella, ni conllevó dimisiones. Ni siquiera hubo una disculpa; algo insólito, teniendo en cuenta que el PP se ha erigido en defensor de la Constitución y en todo ve una quiebra de la misma. Al contrario: el gobierno atacó al TC por realizar “juicios de valor”.
Hay que decir que el debate sobre la calidad de nuestra democracia no es nuevo. Antonio García-Trevijano ya decía hace muchos años que “en España tenemos libertades, pero no una democracia plena”. A esto, la respuesta de los defensores de nuestra democracia suele ser que la democracia consiste en las libertades individuales. Y aunque no puede haber democracia sin libertades individuales, la democracia también debe incorporar una vertiente social de reparto de riqueza, de decidir entre todos cómo debe ser la sociedad en la que vamos a vivir. Como se asume con toda naturalidad en muchísimas democracias. Todo esto, lamentablemente, no suele ser objeto de debate. Por eso estas deficiencias han podido mantenerse ahí, hasta ser aceptadas como “la normalidad”, casi desde que nuestra democracia echó a andar.
Sobre el origen de esta nuestra democracia, los monárquicos gustan de decir que “la trajo el Rey”. Esto no solo es una forma de justificar algo tan antidemocrático como que la Jefatura del Estado se rife en la lotería del nacimiento, sino también es parte de una narrativa encaminada a hacerla intocable: puesto que la democracia española tira más hacia el borde autoritario del espectro, casi cualquier reforma necesariamente tiene que ir en el sentido de reforzar el principio democrático (en realidad la derecha sería perfectamente capaz de ofrecer más democracia… si a cambio se limita la autonomía local, y de hecho buena parte de su propaganda intenta enfocarlo así). Al afirmar que la democracia la trajo Juan Carlos I, se nos está diciendo que es una dádiva. No algo que los españoles hayan conquistado, algo suyo y con lo que pueden hacer lo que quieran, sino una gracia concedida desde las alturas. Un regalo, vamos, que nos dieron sin incluir el ticket de recambio de El Corte Inglés. Y criticar los regalos está muy feo. Ese es el marco mental invocado cuando se critican declaraciones como las de Pablo Iglesias de que "no hay una situación de plena normalidad política y democrática en España": se presenta como si el niño del cumpleaños dijera al desempaquetar su Huawei que vaya chasco, que él prefería el iPhone 11. Niño, no seas insolente, ¡que es un regalo!