Hemos perdido a Bimbi para siempre. Quienes fuimos sus clientes lloramos, y de qué manera, su cierre repentino. Otra cafetería de solera cesa en València. Ahora, cuando todavía no hemos aceptado el doloroso deceso, nos acordamos de otros cadáveres exquisitos de la hostelería local: del bar Goya, de Barrachina, de Noel, de Lauria
Acabo de conocer la desoladora noticia de que me cierran Bimbi. Los periódicos la llevan en la sección de local cuando debería publicarse en la de sucesos. Has abierto el diario y tu mirada se ha detenido en el titular de una información y ha seleccionado dos palabras —Bimbi y cierre—; por un momento no te lo crees, como sucede con otras tragedias, pero luego lo aceptas como una verdad amarga y presientes lo duro que será acabar ese día.
Uno es la suma errática de sus libros leídos, las mujeres a las que ha amado (las traicionadas y las no traicionadas) y los lugares donde fue feliz. Si pierdes una novela, pongamos por caso Las ilusiones perdidas; tu última novia o amante te ha abandonado por serle insatisfactorio en todos los ámbitos o te cierran una cafetería de las de toda la vida como Bimbi, tienes una razón poderosa, por si ya no contaras con suficientes, para reafirmar tu pesimismo de hombre barroco.
El cierre de Bimbi me ha dejado como un niño huérfano al que su padre, antes de acostar, le dice, con lágrimas en los ojos, que mamá se ha ido de viaje. Comí en Bimbi con la regularidad de un pastor metodista durante dos o tres años. Por lo general, de lunes a viernes. Siempre pedía el menú y me lo servían en la cafetería. Como pertenezco a la clase media modesta y menesterosa, el lujo de comer en el restaurante sólo me lo pedía permitir de cuando en cuando, algún sábado que amanecía espléndido.
Con Bimbi de cuerpo presente, solo nos falta que ahora nos cierren Aquarium, la tabla de salvación a la que nos agarramos los nostálgicos de una época enterrada
Cuando me decidía a tirar la casa por la ventana sentándome en una de las mesas principales del restaurante, disfrutaba más de lo que veía que de lo que comía. Antes o después hacía su aparición el promotor Bautista Soler, que era saludado como un pachá de Egipto por los camareros solícitos y algo pegajosos. Siendo hijo de un viajante de comercio, sentía crecer mi prestigio al lado de matrimonios de porte tan distinguido, ya entrados en la cómoda senectud: ellos de traje y corbata, sujetada esta con un alfiler, y ellas haciendo sonar sus pulseras y collares de perlas. Aquello era como El Gatopardo pero combinado con Arroz y tartana.
En Bimbi a todo el mundo se le llamaba con un don por delante, menos a mí, que al ser un cliente ocasional y haragán se me trataba únicamente de usted. Nunca oír tutear a ningún cliente. Nunca. ¿Existe acaso mejor motivo para dedicarle este artículo a Bimbi cuando casi todo el mundo ha caído en el tuteo de la manera más obscena y repugnante?
Dejé de ir a Bimbi cuando causé baja en la empresa. Se acabaron los cheques comida con los que pagaba parte del importe del menú. Después fui alguna vez a tomar un café y así alimentar la nostalgia. Luego dejé de hacerlo porque me sentía como un refugiado sin papeles en un país extraño.
Ahora que acabo de enterarme del cierre de mi Bimbi, comprendo lo que supuso para mí. Se canta lo que se pierde, escribió el poeta. Hemos perdido a Bimbi para siempre. Es una sensación de tristeza extraña y absurda como la que me quedó con la desaparición de Noel, donde fui feliz comiendo en su larga barra. Aquel establecimiento, otro clásico de la hostelería valenciana, fue también cerrado por los hijos del fundador, según creo haber leído.
Hablo de Noel pero podría hacerlo del bar Goya en Antiguo Reino de Valencia, donde cenaba unos sabrosísimos bocadillos cuando vivía en Pintor Salvador Abril; de la cafetería Lauria, la más cara del continente europeo y de parte de América; y del inolvidable Barrachina en la entonces plaza del Caudillo. ¿Os acordáis, mis lectores provectos, de la heladería Los Italianos que había enfrente de la Estación del Norte? ¿Alguno de vosotros se deleitó tomando un refresco en la cafetería San Remo mientras observaba cómo los toreros triunfadores de una tarde regada en sangre salían a hombros de sus cuadrillas?
Yo fui cliente de esos locales y por esa razón, sólo por eso, merezco un respeto. Era joven, sí, un periodista sin cuajo, también, un rapaz que dormía en el hostal Granero, en el número 4 de la calle Martínez Cubells, en una habitación mínima que daba a un patio cegado y en la que creí morir de un golpe de calor. Vecinos hubo que se quejaron al dueño (Vicente, creo que se llamaba) por pasearme desvestido por la habitación; era eso o morir de asfixia, pero tras la reprimenda del propietario del hostal, hube de cubrirme el resto del verano.
Con Bimbi de cuerpo presente, sólo nos falta a los practicantes de las buenas maneras, a los dandis del corazón, a todos los nostálgicos de una época injusta y apresuradamente enterrada, que nos cierren Aquarium, nuestra última tabla de salvación, donde esperamos algún día compartir un piscolabis con el señor Vicente Boluda y celebrar nuestra decimotercera Copa de Europa.
Si Aquarium cae también, algunos nos pegaremos un tiro. Y no exagero.