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mediaflows / OPINIÓN

La ideología de la carne

Foto: Ricardo Rubio / Europa Press
28/10/2022 - 

Hace poco leía una columna de Daniel Innerarity titulada “La izquierda y el placer”. Es algo que me había planteado muchas veces: si la defensa de la justicia social está reñida con el placer; o si más bien son las derechas las que están monopolizando los discursos del placer. Me vino entonces a la cabeza un post reciente de Íñigo Errejón, preparando una barbacoa con unas buenas piezas de carne. Las críticas no llegaron en tardar. Que si en verdad es un niño pijo; que si había demasiada carne en el asador para alguien de izquierdas. ¿Acaso el placer tiene ideología? Algunos placeres sí la tienen, y el consumo de carne es uno de ellos.

Hoy en día existe consenso científico sobre la necesidad de cambiar ciertos hábitos alimentarios por motivos de salud y como freno ante el cambio climático. Pero algunos populistas epistemológicos cuestionan la ciencia y se cachondean de la recomendación de moderar el consumo de carne o de azúcar. Algo maravillosamente resumido por el “Drogas sí; dulces no” de Ayuso. Parece que la derecha global está politizando la comida como símbolo de identidad, tradición y placer.

En el contexto estatal, vamos de una guerra del chuletón a otra. El ministro de Consumo, Alberto Garzón, se ha atrevido a cuestionar el consumo de carne y, con ello, uno de los grandes placeres nacionales. Líderes de todas las ideologías han hecho alarde de sus gustos carnívoros, y lo cierto es que mucha gente se ha sentido directa y personalmente atacada por las palabras de Garzón. Parece como si una izquierda moralizante quisiera intervenir nuestro derecho a disfrutar de los pequeños placeres diarios. Si bien es cierto que el consumo de carne tiene un marcado significado cultural, también existe una clara estrategia del populismo identitario que lo magnifica.

Desde que Carol J. Adams publicara en 1990 ‘La política sexual de la carne’, son muchos los estudios que han analizado los valores asociados a nuestros gustos carnívoros. Según Adams, el hecho de que los hombres hayan dominado tradicionalmente la naturaleza ha llevado a una “opresión entrelazada” del cuerpo femenino y de los animales. El libro de Adams fue carne de cañón para los críticos pero, un año después, Jacques Derrida se sumaba al debate sobre el carnivorismo y la formación de identidades masculinas autoritarias, algo a lo que llamó “carno-phalogocentrismo”.

El hecho es que nuestra relación con los alimentos está atravesada por jerarquías de género, raza y clase social. Y desde la psicología social, existen numerosos estudios que han encontrado una relación entre la defensa del consumo de carne, el conservadurismo y cierta forma de afirmar la masculinidad. Comer carne no es un acto machista ni conservador en sí; estos estudios se centran más bien en nuestra actitud hacia el consumo de carne, cómo lo defendemos, y cuáles son los valores de sus más férreos defensores.

La teoría del carnismo se centra en los valores culturales que atribuimos al consumo de carne. Un estudio sugiere que los varones comen más carne, en parte, porque los hace sentirse como “hombres de verdad”. Y si es una pieza generosa de carne roja poco hecha, mejor (como el chuletón “imbatible” de Pedro Sánchez). También parece existir una correlación entre la defensa a ultranza del consumo de carne, el sexismo y el apego a roles de género tradicionales.

Foto: Alejandro Martínez Vélez/ EP

La filósofa Judit Butler considera que la obsesión de la extrema derecha con los debates sobre género se debe a una “virilidad ansiosa” que se ve amenazada por el feminismo, la búsqueda de otras masculinidades y las visibilización de nuevas identidades. Y esta virilidad se muestra a través de prácticas culturales varias, como el consumo de carne.

La otra cara de la moneda es que percibimos a los hombres vegetarianos como menos masculinos. Esto último le pasó a Barack Obama. De hecho, un articulista de The Wall Street Journal se preguntaba si Obama era un presidente demasiado sano para la política. A Obama lo pintaban como un presidente snob y afeminado. El asesor de campaña de McCain llegó a comparar la “dieta” de Obama a base de “rúcula” y “té ecológico” con la de famosas como Paris Hilton o Britney Spears. Aún peor. Los sectores conservadores extendieron el rumor de que la reforma sanitaria promovida por Obama obligaría a la gente a comprar brócoli por ley. El debate llegó incluso a la Corte Suprema cuando un tribunal de Florida declaró inconstitucional que el Obamacare forzara el consumo de brócoli. Mostrarse demasiado sano se ha visto históricamente como una amenaza para las campañas políticas en Estados Unidos, y Obama pasó gran parte de sus mandatos intentando revertir esa imagen a golpe de hamburguesa.

Para hamburguesas las de Donald Trump, que recibió a un equipo de fútbol americano en la Casa Blanca con mil unidades, según su propio tweet. La utilización de la carne como bastión identitario es una estrategia común en la derecha. Boris Johnson posaba ante un buen desayuno inglés a base de bacon y salchichas un día antes del referéndum por el Brexit. Y Jair Bolsonaro causó polémica al pasear tranquilamente con un perrito caliente en medio de la peor ola de COVID que vivió el país.

Las polémicas sobre el consumo de carne van más allá de los debates sobre placeres y derechos. Numerosos estudios han asociado una defensa a ultranza de la dieta carnívora con ideologías conservadoras, el voto de extrema derecha, la justificación de la desigualdad, el racismo y la resistencia al cambio social. Casi nada. Y cuestionar el consumo de carne en pro de la salud y el medio ambiente es defender un cambio social.

Todo esto me deja con una reflexión. Si la importancia política de la comida radica en su poder simbólico para representar a una comunidad, la apología carnívora que hace la derecha populista, ¿es sólo una excusa para activar todo un repertorio de valores e identidades conservadoras? El caso es que Garzón se ha metido en un berenjenal sólo comparable con el de Obama. Ya lo advertía la conga que Homer y Bart Simpson le cantaban a Lisa: “nadie hace amigos con ensalada”.

* Sara García Santamaría es investigadora postdoctoral en la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), miembro del grupo de investigación DisFlows y vice-presidenta de la sección de Comunicación Política de IAMCR (International Association for Media and Communication Research); [email protected]

 

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