¿Y si la afinidad alimentaria fuera clave en la relación de pareja?
Pongamos que es atractivo. Pongamos que ronda al intelectual sin caer en el sociópata. Que es alto. Pongamos que tus últimos desengaños en lugar de un drama, produjeron una tediosa película islandesa de bajo presupuesto. Pongamos que hay temas espina dorsal que has tanteado con él y ninguno te ha pinchado.
Pongamos que esta noche estás radiante.
Pongamos que habéis quedado en un restaurante que has elegido con mimo, como si fuera el colegio para tu hijo, ni muy pijo, ni muy clásico, ni en exceso metafísico.
Pongamos que te sientes eufórica tras las copas del aperitivo.
Pongamos que la conversación es fluida, las miradas de ultramar, las sonrisas frescas.
Pongamos que él lee la carta y pregunta si la causa limeña es la de Sendero Luminoso.
Pongamos que no entiendes del todo el chiste, pero te ríes porque el aliento de la noche es cálido, y todo te acaricia la piel.
Pongamos que pregunta qué es un tiradito.
Pongamos que le explicas.
Pongamos que pregunta qué es un tirabeque.
Pongamos que le explicas, ahora con cierta condescendencia de maestra de primaria.
Pongamos que busca complicidad cuando compone una mueca de asco y/o extrañeza al decir crestas de gallo.
Él lee la carta y pregunta si la causa limeña es la de Sendero Luminoso
Pongamos que decides no levantar la vista de la carta.
Pongamos que dice es que a mí las comidas raras…
Pongamos que te ríes con cierto espanto.
Pongamos que dice aunque una vez probé un steak tartar de langostino y aguacate y me gustó.
Pongamos que haces como que no lo has oído y cambias de tema. Qué vino te apetece.
Pongamos que dice Oporto ¿Para cenar? pongamos que preguntas, asustada.
Pongamos que aparta sin delicadeza las lágrimas de sabor de su plato, que las relega hasta las afueras, donde quedan tristes y resecas como pinceladas de un yonki.
Pongamos que escupe un poco, ligeramente cuando trata de comer y hablar a un tiempo.
Pongamos que le ofreces probar tu plato.
Uf, es que si lleva marisco…
Pongamos que le preguntas si ha visto la película Langosta.
Pongamos que niega.
Pongamos que le cuentas que en la película está prohibido ser soltero. En cuanto alguien se separa, o enviuda o lo abandonan, automáticamente vienen las fuerzas de seguridad a por él, y como si de un criminal se tratara, lo expulsan de la ciudad y lo recluyen en una especie de balneario kistch, a medio camino entre Suiza y Benidorm.
Pongamos que él está atento a la historia, ahora abre un poco más la boca al masticar el pan.
Pongamos que allí en el hotelito del estado, tienen la última oportunidad de emparejarse antes de ser desahuciados definitivamente. No pueden masturbarse, solo mantener relaciones sexuales en pareja.
Pongamos que la única forma de ganar tiempo pasa por cazar solteros salvajes que habitan los bosques de los alrededores.
Pongamos que son la resistencia, maquis echados al monte que, por el contrario, en su ideario, tienen terminantemente prohibido emparejarse, no pueden enamorarse bajo ningún concepto, ni mantener relaciones sexuales, solo masturbarse.
¿Y por qué se llama Langosta? Pongamos que pregunta.
Porque si el protagonista no consigue reciclarse y emparejarse de nuevo, se convertirá en una langosta.
¿Y por qué? Insiste.
Porque los solteros de más de 45 días se convierten en animales.
¿Pero por qué en una langosta? No tiene sentido.
Pues claro que no tiene sentido, ni tampoco que sea obligatorio tener pareja, ni que esté prohibido enamorarse. Nada tiene sentido, eso viene a decir la película. Es una metáfora.
Pongamos que pone el mismo, exacto gesto que ante las crestas de gallo.
Pongamos que lo único que se come con ansia y confianza es el postre.
Pongamos que, a estas alturas, tienes la clara impresión de que su cabeza ha crecido, en relación con sus hombros, que su tez es de un rojo vivo, seguramente por el vino. Y aunque va afeitado, te fijas en esos pelos sueltos en la barbilla en los que no habías reparado antes.
Pongamos que al rozarte con sus manos para ayudarte con la chaqueta, te pinza el brazo, y, das un respingo.
Pongamos que sigue teniendo un cuerpo fabuloso, carnoso y duro, que le arrancarías la cabeza y te…
Pongamos que sabes que no volverás a verlo.
Pongamos que no es un caso aislado de incompatibilidad culinaria.
Pongamos que una amiga tuya tuvo una cita, y su acompañante, a pesar de no tener ninguna prueba fehaciente, evitó pedir nada con gluten porque sospechaba que le sentaba mal. Pongamos que fue una única cita. No puedo estar con alguien tan irracional, pongamos que dijo mi amiga.
Pongamos que él adoraba el queso y ella lo odiaba, todo tipo de queso, no soportaba el olor, no soportaba que él hubiera tocado queso antes de tocarla. Pongamos que ya no son pareja.
Pongamos que ella me contó que él la miró con cara de asco cuando sorbió un tuétano y por esa propiedad reflexiva, a ella le empezó a dar un poco de asco él, y así entre asco y asco, se despidieron sin sexo y con náuseas.
Pongamos que las afinidades culinarias fueran clave a la hora de elegir pareja. Que en cualquier test de compatibilidad, además de preguntar si quieres tener hijos, si prefieres el campo o la ciudad, te preguntaran si te gustan los platos de cuchara, si mojas pan con la salsa, si te gustan las verduras de hoja verde.
Pongamos que ya existen estudios que analizan la personalidad a través de los sabores. Pongamos que si te gusta el café negro, la tónica y los rábanos, es probable que tengas ciertos rasgos narcisistas. Puede incluso que seas un psicópata. Pongamos que si te gusta lo ácido seas reflexivo y racional, y tal vez le des demasiadas vueltas a las cosas. Que si te gusta el dulce seas amable, si te gusta el picante asumas más riesgos.
Pongamos que la comida no es importante, solo significativa.
Pongamos que el mundo está plagado de síntomas y todos son valiosos para descubrir la causa, también la limeña, aunque ninguno es concluyente.
Pongámosle fin ya a este artículo.