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CHIPS EN EL BELVEDERE / OPINIÓN

La inequidad evitable y su impacto en la innovación

13/10/2022 - 

Es duro aceptar que el tratamiento que reciben los ciudadanos varía según el hospital al que están adscritos, pero es así. No se trata simplemente de que en países como Estados Unidos se pueda disponer de fármacos con más de un año de antelación que en Europa, por criterios estrictamente regulatorios; y que, una vez recibido el visto bueno de la Agencia Europea del Medicamento (EMA), la aprobación por los sistemas nacionales de salud varíe desde los alrededor de 250 días de Alemania hasta los más de 800 de Polonia (España se suele situar en el tramo medio); sino que, además, una vez nuestro Gobierno llega a un acuerdo para su distribución, hay que esperar a las circunstancias particulares de cada comunidad autónoma, y aun de cada hospital, para saber cuándo llegará a las personas.

Hoy un paciente con migraña crónica en el General de València puede beneficiarse de una terapia de última generación que reduce a una séptima parte los días de dolor al mes, mientras que los asignados al Lluís Alcanyís de Xàtiva sufren la falta de cobertura de las plazas de neurología previstas para el centro. Por ejemplo.

Esas inequidades, más allá del insoportable impacto que causan desde el punto de vista social, tienen consecuencias hoy en día en la innovación de base científico-tecnológica. Por continuar con el caso de la salud, las startup (en muchos casos spin off de centros de investigación) que se atreven a desarrollar un tratamiento o un fármaco se enfrentan a un Valle de la Muerte muy prolongado, de años, hasta que generan ingresos suficientes para recuperar la inversión. Es habitual que quiebren por el camino, pero más lo es que acaben siendo adquiridas por un gran laboratorio multinacional. Eso sí, sólo cuando han demostrado tener éxito.

Esa ha sido, de hecho, la dinámica más habitual de las grandes corporaciones españolas en sus respectivos sectores de actividad. Con el agravante de que, en la mayoría de los casos, han protegido su espacio en el mercado compitiendo no con una mayor eficiencia que el resto, ni por su innovación tecnológica, sino gracias a que operan en ámbitos altamente regulados (energía, banca, telecomunicaciones, infraestructuras…) en los que decisiones políticas acaban distorsionando el fair play.

Que se lo pregunten a las empresas llevan ya más de dos años intentando que el Gobierno libere por fin el espectro para poder probar casos de uso de 5G industrial sin tener que pasar por el aro tecnológico de Telefónica o Vodafone. No lo han conseguido aún, que no. Y para qué hablar del abracadabrante sector energético. La innovación en nuestro país la impulsan los campeones ocultos, esos hidden champions, un alto porcentaje de ellos empresas familiares, que lideran en ocasiones nichos de mercado a nivel global.

Foto: Mikhail Nilov
Pero la valenciana Perseo Biotechnology no es (aún) uno de ellos. Ha patentado una tecnología innovadora para convertir los residuos orgánicos, desde los urbanos hasta los hortofrutícolas o del canal horeca, en bioetanol avanzado, que se puede usar como biocombustible líquido o como materia prima para la industria química, y un material sólido orgánico de alto poder calorífico para generar calor y electricidad por cogeneración. La entrada de Repsol en su capital probablemente ayude a desatascar las reticencias de muchos responsables públicos y empresas hacia su biorrefinería. Sola le habría resultado muy complicado avanzar. Esta es la realidad.

La aversión al riesgo, el “que inventen otros y ya los compraremos si les va bien”, es una de las características de la élite de directivos de nuestras grandes corporaciones, acostumbrados a pagar por la tecnología, no por la investigación ni la innovación. La diferencia es que en la investigación entra dinero y sale conocimiento y en la innovación entra conocimiento y sale dinero, el que pagan por la tecnología los directivos que se encuentran al final del camino.

Un viejo lobo de mar de Silicon Valley, de los que estuvieron en los duros años 80, de los que han montado startups y han tenido puestos de responsabilidad en Cupertino, me explicaba que las compañías americanas aplican a estos últimos listillos márgenes del 70%, por una cuestión cultural. En Europa solemos ser bastante más discretos y nos movemos en márgenes mucho más bajos, “y en España son menores aún que en el resto de Europa”.

Lo de la aversión al riesgo sólo es comparable al corporativismo protector, esa muralla hombro con hombro para evitar que a nadie le muevan la silla. Ya he comentado en alguna ocasión la sorprendente presencia del ICO, a través de Next Tech, en el fondo Andrómeda, que cuenta con 300 millones de euros para invertir en scaleups de sostenibilidad y en el que participan Iberdrola, Nortia Capital y Seaya Ventures. Como si necesitaran que el ICO les acompañara de la mano poniendo un tercio del dinero. Y lo mismo sucede con el fondo Leadwind que ha captado también dinero de Telefónica y BBVA para impulsar el ecosistema de scaleups español y espera llegar a los 250 millones.

Los problemas regulatorios para introducir innovación son habituales en la salud, pero también en el resto de órdenes de la sociedad. Basta asistir a cualquier seminario sobre el estado del arte de la tecnología en el sector que sea, desde el energético al tratamiento de aguas o el envío con drones. Más preocupante es que eso se convierta en un factor asfixiante para las startup, en favor de corporaciones cuyas cúpulas directivas han decidido que a ellos no les corresponde arriesgar por la innovación, sino comprar tecnología.

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