MATERIAL FUNGIBLE

Instrucciones para convertirse en un fascista

¿Qué hacer cuando nuestras propias palabras se han vaciado de contundencia y han perdido su capacidad de emocionar o de convencer? ¿Qué decir cuando nuestro lenguaje suena manido, insustancial, como si recitáramos el manual del buen rojo? ¿Qué pensar ante el sueño de la razón y ante el valor creciente del desprecio y la crueldad?

17/12/2018 - 

VALÈNCIA. “Escribo contra la democracia porque es un sistema de gobierno irremediablemente defectuoso desde el origen. Es falso lo que dijo Winston Churchill, aquello de que la democracia es el peor método de gobierno exceptuando todos los demás: la verdad es que es el peor y basta”.

Así comienza el alegato de Michela Murgia que se ha publicado recientemente en Italia y que lleva por título Instrucciones para convertirse en fascista. En el momento de sacarlo del sobre, vía Gorizia, una caricatura de Forrest Gump, sentado en un banco y con una caja de bombones en la mano, repite esa máxima que toma de su madre: fascista es el que hace fascistadas. 

Michela Murgia es esa escritora sarda, magnífica, que tras publicar novelas conmovedoras como La acabadora o de presentar programas de crítica literaria en la televisión, ha trascendido su propia literatura para erigirse en una figura pública iluminadora, en un país como Italia tan falto de luces como encerrado en sus propias sombras. El gobierno de Matteo Salvini y Luigi Di Maio, esa entente monstruosa entre ex-indignados y ultraderechistas, ha revuelto todos los fantasmas de ese pasado europeo y ha creado una marca extrapolable a cualquier país europeo, Estados Unidos, Brasil o Filipinas, para consolidar un poder negro. 

Ese poder negro en Italia es el que está llenando de veneno la vida pública, el que menosprecia la política, el que señala y persigue a los extranjeros, el que banaliza el mal y la violencia contra las mujeres. Y ante el cual, la izquierda convencional principalmente se ha dedicado a repetir consignas, lemas escuchados como una letanía y discursos vacíos que no alcanzan a desmontar esa maraña de mentiras que han moldeado la mente de millones de personas.

¿Qué hacer cuando nuestras propias palabras se han vaciado de contundencia y han perdido su capacidad de emocionar o de convencer? ¿Qué decir cuando nuestro lenguaje suena manido, insustancial, como si recitáramos el manual del buen rojo? ¿Qué pensar ante el sueño de la razón y ante el valor creciente del desprecio y la crueldad?

Contra el moralismo

En medio del estupor, Michela Murgia radiografía esa nueva Italia que ha alcanzado el poder gracias al prestigio del cabreo general. Porque eso es exactamente lo que hemos conseguido: equiparar el cabreo a tener razón y las respuestas ingeniosas a la bella retórica. 

Ay, ¡otro artículo moralista al calor del auge de Vox!

El moralismo, la moral, no es lo que interesa en Michela Murgia, sino la ética.  El moralismo es el envase prefabricado que recalentamos en el microondas antes de metérnoslo en el cuerpo. La ética es otra cosa mucho más terrena, más social y menos pretenciosa. Digamos que la moral es lo que ocurre de cuerpo para dentro y la ética, de cuerpo para fuera. Bueno, ante estas explicaciones me queda el consuelo, al menos, de que este artículo no lo leerá Adela Cortina.

Mientras el totalitarismo necesita un jefe, la democracia aspira a encontrar un líder. Mientras el líder se somete eternamente al escrutinio de propios y extraños, el jefe verticaliza sus decisiones y las convierte en incuestionables. Mientras la democracia se ve en la obligación de proteger opiniones contrarias incluso a la propia democracia, el totalitarismo conserva una idea preclara del bien y de lo conveniente que nadie está capacitado para poner en cuestión. Y mientras la democracia se esfuerza en respetar la voz pública de cualquier ciudadano, el totalitarismo promueve el pensamiento banal y la cultura de la sospecha para limar toda certidumbre en el espacio público. Antes la voz disidente se aislaba en el gueto de Varsovia, dirá Murgia; ahora basta con poner a su altura miles de voces cacareando imbecilidades para que la verdad se pierda entre el murmullo. O con cantar Bella ciao! en talent shows mientras el jurado al finalizar la actuación valora la capacidad de superación del aspirante.

Simplificar o banalizar

Instrucciones para convertirse en un fascista está escrito desde la desazón y el cinismo, quizás para evitar la sucesión de frases hechas. Porque nos han desactivado el lenguaje y cada vez valen menos nuestras viejas ideas del bien común, la solidaridad y todo eso. De hecho, al proclamarse “sin complejos” o “políticamente incorrecta”, la derecha ha devuelto la retórica progresista como un bumerán que ha golpeado en los cimientos de nuestra buena conciencia.

Por eso Murgia ha escogido el lenguaje de los otros, el lenguaje de los militantes contra la democracia, para explicar en primera persona que una nación que se siente vulnerable y amenazada es capaz de liquidar a un enemigo bien escogido. Que hay a quien le interesa mover ese avispero y crear esa victimización general de la que solo podemos esperar atrocidades. Y por último que uno de los grandes errores de los demócratas es ridiculizar al fascista, considerarlo el prototipo de aldeano inculto y repetir una y otra vez que sobreviven a base de mensajes simples en lugar de nuestros refinados argumentos. 

No es así, dirá Murgia,  simplificar es quitar lo superfluo y conservar lo esencial. Lo que hace el fascismo es precisamente lo contario: quitar lo esencial, impedir que se debatan cuestiones fundamentales, y quedarse con lo superfluo. Frente a la simplificación, banalización. Y no pienses en ninguna bandera. 

Vuelvo a Murgia como vuelvo a los recuerdos de esa Cerdeña pobre y polvorienta de La acabadora y a las madres de ánima que recogían a niños y niñas cuyas familias no los podían mantener. Vuelvo a Murgia porque su inteligencia y su audacia son una muestra de que, incluso en tiempos de incertidumbre, hay una voz que me descubre las certezas que me gustaría que tuviéramos. Y porque se rebela ante el lenguaje común, ante la banalización y la crueldad. 

Y porque nos confirma que, ahora que se esparce el veneno, es necesario defender con inteligencia la democracia. Lo colectivo. La ética. Eso que nos obliga a pensar de cuerpo hacia afuera.