Siempre tuvo la mirada taciturna del oráculo canalla. Una especie de Bukowski con esmoquin -compartían, como mínimo, aficiones-. La historia de James Bond, su actitud -sus aptitudes-, su espíritu -avant o après la lettre-, su manera de empuñar una pistola o de moverse o de besar, su arrogancia o pesimismo, la esperanza de que todo cambie para nada, su modelo o su visión del otro y el pequeño gesto que aparece entre el éxtasis y la venganza, todo ello, toda la filmografía de 007, ha oscilado siempre entre el micro-augurio y la tendencia societal.
Connery es el punto de partida, la expresión del optimismo y el desengaño de un decenio -todo en uno-. Del dolor a lo sublime, de Goldfinger con fanfarria al intimismo del Doctor No, del orgullo kennedyniano al magnicidio en Dallas, del gran pacto social de Lyndon Johnson al inicio de la escalada en Vietnam. Es el Bond de la jarana. Miembro de ese clan al que también pertenecían ambos presidentes. Tres chicos que perdieron la inocencia en el curso de esos años, como el ciudadano medio estadounidense, o el del resto del mundo que asistía (principalmente por radio) al relato de la muerte de JFK. Connery abandona su iter -de tormento y de placer- justo antes de que Johnson no renueve su candidatura, cede el paso a Lazenby, que en su brevedad e indecisión, en su falta de carisma y consistencia del relato, vaticina en un solo film la legislatura (más un año extra) de su presidente, Richard Nixon -otro figura de aire bondiano, su afición a las escuchas y a fisgar en documentos ajenos lo atestigua-. El periodo Connery es también el tiempo de las idas y venidas de la Guerra Fría, de la bomba atómica de China y del adiós -también abrupto- de Breznev. La forzada vuelta de Sean Connery no sería suficiente para levantar el ánimo al planeta. Más bien lo contrario. Diamantes para la eternidad es la más perturbadora de la serie junto a Vive y deja morir -la primera- de Roger Moore. Pero este nuevo Bond no tardará en convertirse también en un producto de su época: vividor, despreocupado, eternamente fiel al espíritu de Berkeley, fan del flower power y del drop out de Leary. Roger no necesita la determinación de Sean, él sabe que todo va a salir bien.
Moore comienza su reinado con la distensión, el periodo dulce de la guerra fría en Europa. Ostentoso en su insouciance, socarrón, moderado y hedonista, la confianza en sí mismo alcanza cotas indolentes cuando Reagan llega a la Casa Blanca, Pero nada dura para siempre y a falta de dos años para la caída del Muro aparece en la pantalla Timothy Dalton que es un hijo de la glasnost -hacia delante sin dejar nada atrás-, tan indeciso como irreal, un James Bond sin objetivos, un héroe en busca de su destino, sin rumbo, dubitativo en su carrera, vacío en su mirada shakespeariana y trascendental. Dalton es el reflejo de lo que está por venir -el fin, la nada- y ahí es donde yace el mérito de Dalton -y también de Lazenby-, los Bond más breves lo son porque probablemente caen exhaustos en su augurio-vaticinio o conexión con el más allá. Dalton es el trasunto no académico de Fukuyama: la incertidumbre ante el fin de la guerra fría, El fin de la historia. Dalton constituye en esencia un preludio al célebre ensayo del politólogo estadounidense. ¿Y después? El silencio.
Seis años sin Bond. Un mundo sin bloques, sin venganzas o amenazas transoceánicas, un mundo sin yuppies, ni arengas. Pierce Brosnan inicia su andadura como Bond con guiños al pasado, al glamour, a las manners y a lo British, todo huele a whisky -doce años de barrica-. Al principio la violencia es exquisita. Después deviene brutal. Lo que empieza como un Bond de merchandising con el alzamiento marketiniano del Ejército Zapatista de Liberación Nacional va anunciando a través de la violencia más perturbadora la proximidad de la hecatombe. Tras el 11 de septiembre, 007 se desvanece nuevamente. Nadie necesita un individuo cuando el mundo no conoce más que tropas, unidades y despliegues estratégicos.
Si Sean Connery es el James Bond inmoral por excelencia -siempre juzgado en la pantalla-, Roger Moore y Brosnan constituyen el ejemplo de divertimento amoral -idiosincrasia de una época a la que ambos se adelantan-, hasta que la línea argumental de lo políticamente correcto converge en el único corsario moral de todos ellos: Daniel Craig o el Bond de la justicia, de la ética y de los principios de una época, es un Bond marcado por los dos Papas con los que llega a cohabitar. En Casino Royale y Quantum of Solace, la fe del nuevo 007 aparece vinculada al dogma -y a la cadena de mando- como buen producto del periodo Ratzinger. A partir de Skyfall, asistimos a una fe bondiana intimista, anticipo del papado de Bergoglio. Su obsesión por lo correcto le conduce a la defensa de proclamas postmodernas que aparecen en la más reciente No time to die. Craig no conoce el hedonismo, solo el deber y el amor por la naturaleza -de su Escocia natal, del mar o del paisaje de los bosques bálticos-. Su violencia extrema, su argumento -vírico- y la despedida de la serie (rodada antes de que finalizase 2019) constituían un nuevo vaticinio: la pandemia.
Byung-Chul Han en su ensayo La sociedad del cansancio (2010) defiende que, en origen, nuestra sociedad fue disciplinaria, que ha quedado superada, y que de ella hemos pasado a la sociedad del rendimiento que, en palabras del filósofo coreano, es el estadio inmediatamente anterior a la sociedad del cansancio. No sé si los creadores de James Bond le han consultado o es que Bond ha influido de manera involuntaria en los conceptos de Han. De acuerdo al ensayo mencionado, la sociedad disciplinaria es la sociedad del mandato, de la ley. Es el Bond de Connery y de Moore, es el héroe que se somete, que respeta y cumple órdenes, que cuestiona con escasa vehemencia; es la sociedad que acepta todo -dentro de unos límites- consciente de que vive bajo el yugo de la espada. En la sociedad disciplinaria el enemigo es el otro, el diferente, es el no-capitalista, el extranjero, el invasor, el que no encaja: Espectra.
Cuando apareció el ensayo en 2010, Han afirmaba que nos encontrábamos en la sociedad del rendimiento, algo que auguraba ya Pierce Brosnan y Daniel Craig, es la imposición de la exigencia de uno mismo hacia su propio yo, es no ser consciente de que eres manipulado, es la rebeldía y el auto-deber, es desobedecer a M, crear tu propia misión, actuar en base a tus intereses, tus principios, tu moral, es no ceder ante el que quiere imponerte su voluntad, es pensar que eres libre y que obras de manera independiente cuando en realidad es lo contrario. El enemigo de la sociedad del rendimiento es uno mismo, es la auto-exigencia y sus fantasmas, es querer ponerse al límite como Pierce, o luchar contra tu pasado como lo hace siempre Craig atormentado.
Según Han, la actividad auto-exigida de la sociedad del rendimiento nos estaba conduciendo -¿nos ha conducido ya?- a una sociedad del dopaje aceptado como droga necesaria para esa actividad que termina convertida en hiperactividad y, finalmente, en un cansancio que, derivado de la competición, es individual y por lo tanto aísla y divide. Sin embargo -Peter Handke dixit y también Han-, el cansancio solitario evolucionará, en tanto que cualidad inherente al individuo, convirtiéndose en el único elemento que será capaz de relacionarnos a todos, una suerte de religión. El cansancio gregario será el germen de una nueva sociedad más unida en ese agotamiento grupal que requiere/solicita/clama la necesidad de tiempo para la contemplación, o lo que es lo mismo, el discurso de No time to die. Así que, dado que lo vaticina Bond, anotémoslo para el futuro. En este caso, si la prospectiva es adecuada, será mérito de ambos, de Han y de 007.
¿Y si por primera vez la profecía no se cumple? ¿Y si James Bond yerra?
Iggy Pop, que es menos académico -y también más intuitivo-, expone en la letra de She wants to be your James Bond (2019) un escenario paralelo a No time to die, se adelanta a la última entrega y plantea un/a nuevo/a Bond que, en su tendencia societal, se correspondería con una sociedad cansada, que no ha conseguido superar el primer estadio de agonía aislada, una sociedad egoísta, caprichosa, impasible y poco empática. A fin de cuentas, una sociedad que sería mucho más Bukowski y menos 007, que en palabras del lisérgico cantante puede parecer oscuro, pero digo yo que -llegado el caso- mientras esa sociedad escriba como Charles, el mundo todavía se puede salvar.