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entrevista con el director de Els comediants

Joan Font:  de la misa a la comisaría

Amante de los paraguas y el cava, de visitar mercados y cementerios… el fundador de Comediants no es contradictorio sino imprevisible. Pero con las ideas bien claras: «No te autocensures, que te censuren»

| 10/02/2019 | 15 min, 42 seg

VALÈNCIA.-Cuando Joan Font (Olesa de Montserrat, Barcelona, 1949) solo contaba con ocho años, su padre le montó un teatro de títeres en la azotea de la casa familiar. «Tenía mucha jeta, era un sinvergüenza. Y no olvides que soy catalán», se refiere a sí mismo porque a esa edad el actor y director de teatro y ópera hacía pagar a los niños asistentes a sus espectáculos diez céntimos con obsequio de un vaso de agua, donde sumergía un bastoncito de regaliz negro. «Era asqueroso, pero se deshacía», recuerda. Había inventado la entrada con consumición. Y una década más tarde haría otro tanto con el patrocinio y el crowdfunding: de tienda en tienda, el entonces adolescente fue realizando una colecta para montar un festival de teatro. Aunque les prometía lo contrario, sus mecenas sabían que no les devolvería el dinero, pero intuían que aquel chaval entusiasta, que igual se disfrazaba de pastorcillo que de Satanás en las fiestas del pueblo, les iba a garantizar diversión durante los años oscuros de España.

También la procuró en los luminosos. Como director artístico y fundador de Comediants, el 9 de agosto de 1992 epató a propios y extraños con una algarabía de estrellas, planetas, demonios y criaturas mitológicas en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Y sin solución de continuidad, se encaramó a la cabalgata de la Expo de Sevilla. 

La energía desbordante de Font ha acompañado con más de cuarenta producciones teatrales los claroscuros de este país que alterna la crisis con el entusiasmo inconsciente. Y permeado, por extensión, los cinco continentes. Desde Tokio a Nueva York, con escalas en Bogotá, Sidney, Dublín, Edimburgo, Londres, Hannover y Pequín. Ha realizado espectáculos especiales para el Festival de Aviñón y la Bienal de Venecia, dirigido óperas para el Teatro Real, el Gran Teatre del Liceu, la Canadian Opera Company y la Ópera Nacional de Burdeos. 

Su experiencia de trotamundos profesional le lleva a opinar sobre las mejoras pertinentes en el Palau de les Arts: «Tiene que abrirse para que entre aire fresco. Y que se ensucie, por favor: que haya pintadas, un canuto y una birra». También da su parecer sobre la educación: «Nos estamos equivocando: menos matemáticas y normas, y más música y teatro en las aulas; que haya discusión y se despierte la conciencia crítica». Y todo en una conversación prolongada con Plaza, de animado y contagioso juglar, donde trufa de anécdotas y nombres propios que van de Dario Fo a Terry Gilliam proclamas coherentes con el aliento de su teatro, que dramatiza y reivindica los elementos populares, que rompe con el espacio escénico convencional y celebra el compromiso, la vida y la alegría de la celebración en la calle. 

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Su experiencia de trotamundos profesional le lleva a opinar sobre las mejoras pertinentes en el Palau de les Arts: «Tiene que abrirse para que entre aire fresco. Y que se ensucie, por favor: que haya pintadas, un canuto y una birra». También da su parecer sobre la educación: «Nos estamos equivocando: menos matemáticas y normas, y más música y teatro en las aulas; que haya discusión y se despierte la conciencia crítica». Y todo en una conversación prolongada con Plaza, de animado y contagioso juglar, donde trufa de anécdotas y nombres propios que van de Dario Fo a Terry Gilliam proclamas coherentes con el aliento de su teatro, que dramatiza y reivindica los elementos populares, que rompe con el espacio escénico convencional y celebra el compromiso, la vida y la alegría de la celebración en la calle. 

— Cuando te he dado a elegir un lugar para hacerte la sesión de fotos, ¿por qué has dudado entre un mercado o un cementerio?

— Porque son lo primero que visito cuando llego a una ciudad. En los mercados entiendes mucho a su gente. Están llenos de color, de vida, de movimiento, puedes ver qué comen y cómo lo comen. Lo opuesto es lo estático: el no movimiento, el silencio, que son los camposantos. Me gusta ver cómo están articulados... Hay cementerios preciosos para reflexionar. Ahora los visito menos, quizás por la edad. Pero lo he hecho mucho.

— ¿Qué te ha traído a València?

— Una historia de amor. Los grandes cambios son siempre por historias del corazón. Me enamoré en una representación en un sitio bucólico, La Alhambra de Granada. Mi mujer trabaja en València y, durante un tiempo me siguió a Cataluña, pero como mi oficio es viajar, me instalé aquí, donde hay mar y puedo coger el tren o el avión en cualquier momento. 

— Hay mar y hay fuego. 

— Todo lo mío tiene que ver con esta atmósfera, con este sabor, con este olor... El Mediterráneo ha estado omnipresente en mi vida, tanto en Canet de Mar (comarca del Maresme, Barcelona), donde instalamos el centro de creación y producción de Comediants, como aquí en València. Y en el pueblo de Barcelona donde nací, al pie de la montaña, celebrábamos una fiesta brutal de Sant Joan. Como las Fallas, pero diferente, en cada barrio, de cada casa, sacábamos a quemar trastos viejos y la gente tiraba petardos. Desde que nací hasta que me fui de casa a los diecisiete años, toda mi vida era el fuego. Y la fiesta... 

— De hecho, el lenguaje de Comediants es una actualización de las fiestas populares. ¿De dónde surge esa conexión con el folklore?

— Mi familia era muy sencilla, pero mi padre era actor amateur y vivíamos el ciclo festivo del año. San Antonio, con los animales, porque teníamos una mula y un burro. Después llegaba el carnaval, luego la Cuaresma, donde montábamos la Pasión. En casa hacíamos un misterio en la puerta de la entrada, el Cristo yacente. Sant Joan por descontado, Sant Cristòfol... Y terminábamos en Navidad, con el pesebre y la representación de Els Pastorets. Cuando salí de la barriga de mi madre fui el niño Jesús, luego el crío que está de carpintero con San José. Lo celebrábamos todo, todo, todo.

— ¿Nunca se enfadó contigo el cura al que le hurtabas el vino de la Eucaristía y las hostias?

Aquel torrente de energía contenida en metro y medio de estatura se plantó en la puerta de Codina, al que dejó boquiabierto. A partir de ahí empezó a colaborar con Els Joglars

— Qué va. Mi casa estaba cerca de la iglesia y yo era monaguillo. La gente venía a ver las misas porque era divertido, les hacíamos participar. El cura se partía el culo de la risa. Cuando ya se iban, llevaba una botellita donde guardaba el vino que sobraba [risas] y las hostias que desechaban. Algunas, con la humedad, quedan pegadas. Y como un amigo mío tenía casullas, yo aprovechaba para hacer luego misa en casa y dábamos el vino [se ahoga de la risa].

— ¿Llegaste a plantearte el sacerdocio?

— Yo apuntaba más alto. El sacerdote me preguntaba si quería ser cura y yo le decía que no, que el Papa de Roma, porque veía que aquello era más show. Montan más parafernalia. 

— ¿Qué componente de performance tiene la liturgia de las misas?

— No hay mejor espectáculo. El ritual es puro teatro y cuando era en latín, todavía más. Con el sacerdote clamando: "Christum Dominum nostrum" [eleva la mirada y las manos al cielo]. Y todo el mundo contestándole: "Amén". 

La casa parroquial fue, precisamente, el espacio donde con dieciséis años, Joan Font organizó aquel festival de teatro alternativo al que invitó a figuras seminales de las artes escénicas de nuestro país: Aurèlia Capmany, Josep Antoni Codina, Pep Montañés, Jaume Vidal Alcover... Al término de las representaciones, el adolescente que hacía las veces de dinamizador cultural de Olesa de Montserrat sacó de su bolsillo las llaves del Teatre de la Passió y les invitó a verlo. Sorprendida por la iniciativa del chaval, Capmany le anotó un teléfono y una dirección para que se pusiera en contacto con ellos si algún día probaba suerte en Barcelona. No pasó ni un año. Aquel torrente de energía contenida en metro y medio de estatura se plantó en la puerta de Codina, al que dejó boquiabierto. A partir de ahí empezó a colaborar con Els Joglars, se tituló en el Institut del Teatre de Barcelona y se dejó arropar por la escena transgresora y reivindicativa de los estertores del franquismo. 

Con idéntico descaro y frescura, sin hablar ni una palabra de francés, se metió en el bolsillo a Jacques Lecoq. No sin antes cabrearlo. Becado por el Instituto Francés para formarse en teatro en París, la ayuda no le daba para estudiar en la escuela del gran referente del mimo así que acudió de oyente a sus clases y se plantó al cierre con su saco de dormir, amenazando con quedarse allí hasta que le aceptara como alumno. «No tengo dinero, soy de una familia humilde, trabajadora y quiero aprender», era su mantra. Al cabo de tres días, su insistencia se convirtió en matrícula.

— ¿Pasaste más tiempo en misas en la infancia o en comisarías en la juventud?

— Las comisarías las pisé bastante, porque cuando Comediants comenzó en 1972, apostamos por la calle como espacio de representación. En esa época había una dictadura y estaban prohibidas todas las manifestaciones públicas. El momento de inflexión fue cuando montamos en 1974 Non plus plis en el Colegio Mayor San Juan Evangelista de Madrid.

— ¿Qué sucedió aquel día?

— La obra era un canto a la libertad que se celebraba dentro de un círculo mágico. Aparecía un hombre gigante con un puro y un sombrero de copa acompañado de sus secuaces, las fuerzas vivas: militares, jueces, los curas, el rey... Fíjate, ya anticipamos la historia real: había un bufón que tiraba una corona grande, unos cabezudos se peleaban por ella y el más tonto se la ponía. Era una fiesta donde poco a poco el poder iba aniquilando al pueblo. Al final, invitábamos al público a echar a los secuaces del gigante y hacíamos un baile. En Madrid se quedaron dos mil personas fuera, así que salimos a hacer la fiesta a la calle. Al cabo de tres minutos empezaron a venir los grises con sus camioncitos, arreando. Después nos rociaron con las mangueras, nos tiraron pelotas... Se armó una brutal por estar bailando en la calle.

— Y a lo Escarlata O’Hara, te dijiste: «A Dios pongo por testigo que jamás abandonaré la calle».

— Pues algo así. Me quedé pensando que era muy fuerte que te pegasen por bailar en la calle. Eso quería decir que estábamos haciendo algo que les molestaba así que, efectivamente, decidí estar toda mi vida en la calle.

— ¿Consideras, como Alfonso Guerra, que hay dictaduras buenas y malas?

— Las dictaduras son malas sean del color que sean, porque tres en la calle ya son multitud. La calle ya no es tuya. Es la primera medida de control que adoptan y no tardan más de una semana. Y la calle tiene que ser el ágora, es nuestra segunda casa, no tenemos nada más. No es solo un sitio para exponer reivindicaciones.

«el sacerdote me preguntaba si quería ser cura y yo le decía que no, que el papa de roma, porque veía que aquello era más 'show'. montan más parafernalia»

— ¿Qué te provoca ver que los niños están sustituyendo el juego en la calle por el ensimismamiento de las nuevas tecnologías?

— Terrible, pero pasa como con todo: hay que distinguir el invento de la utilización. Las nuevas tecnologías son muy interesantes, pero hay que revisar el uso que se le da. Si fuéramos unos chicos, ahora estaríamos cada uno con su móvil. Y yo me digo: «Hostia, aquí hay algo que no funciona». Lo bonito es poder interactuar. Pero no  solo hay un problema de interrelación, lo peor es que la comunicación pasa por el filtro de la impunidad, por el uso de una máscara. Es el peaje que pagamos por la modernidad.

— ¿En qué se diferencia esta máscara de la que tú te has servido tanto en el teatro como en el carnaval, que devolviste a Venecia después de sesenta años de ausencia?

— En el carnaval usas una máscara para hacer de otro. A mí, por ejemplo, me gusta ser mujer, vestir plataformas... Esta es la transformación que te permite el teatro. Es un juego. Su encanto consiste en que te permite vivir una experiencia. Con la máscara que empleas en las nuevas tecnologías, en cambio, no interpretas, sino que te tapas. Una máscara puede ser un antifaz de carnaval, el pasamontañas de ETA o la capucha que utilizan los del Estado Islámico. Como todo, las nuevas tecnologías terminarán encontrando su sitio, pero necesitan un tiempo de maduración. Todo es muy rápido y global. Le he dado muchas vueltas y quiero hacer dos espectáculos sobre esto antes de morirme. 

— ¿Me los detallas?

— Uno sería sobre el poder de la información. Hace 45 años la estuve desarrollando con Comediants, pero no salió. Quería hablar del fascismo, de Goebbels y compañía, y fíjate, ahora vuelve a estar de actualidad con las fake news. Los medios de comunicación pueden hacer lo que les dé la gana, decir que soy marica y se acabó la historia. En este caso me da igual serlo o no, pero si la falsa noticia fuera otra, tendría que demostrarlo. El otro montaje sería sobre las tecnologías. A principios del siglo XX nació el cine, la aeronáutica... Hubo un cambio en la estructura en el que todavía estamos. 

— Además de máscaras y libros, firmas tus espectáculos con un paraguas y una botella de cava. ¿Por qué?

— El paraguas es un elemento que me ha chiflado desde siempre. Te protege, pero no  solo de la lluvia, también del sol. Además es un elemento muy sencillo y muy juguetón. Puede servirte de escudo, de bastón... El mecanismo de varillas no se ha transformado demasiado desde el inicio de los tiempos. Y plásticamente, me encanta. Ahora estoy montando la zarzuela El dúo de la Africana en Oviedo, y quiero que haya un momento que entre todo el coro con paraguas, como ya hice en La suite del agua.

— ¿Qué hay de la botella de cava?

— En Cataluña es sinónimo de fiesta: cuando vas a una comunión, cuando nace alguien, cuando gana el Barça... Me gusta porque la botella es diferente del vino, explota. De pequeño quería hacer un espectáculo de fuegos artificiales con cava. Intenté venderlo al ayuntamiento de mi pueblo. Les propuse comprar dos mil botellas, ir abriéndolas y terminar en una gran fiesta, bebiéndolas. Me parecía una idea muy divertida, en la que participaríamos todos, pero no la vieron.

— Sin saberlo, ya estabas siguiendo el consejo que más adelante te daría Joan Brossa: «Hay que apuntar al infinito para avanzar un metro». 

— Siempre me animaba a arriesgar. Fue mi padrino cuando creé la Fira de Tàrrega. A veces, le contaba mis planes y me decía: «Esto es de monjas». Un año quise hacer un striptease integral en la calle y las escaleras de la iglesia me parecían un espacio natural fantástico. Le comenté mi plan, pero le dije que no lo podríamos hacer. Su respuesta fue: «Joan, tú no te censures, que te censuren». 

— ¿Te parece que el creador actual se autocensura?

— Me cabrea que no sean atrevidos. El arte puede ser transgresor por un lado o por otro. Yo soy muy tierno. He intentado ser violento y no he podido. 

— ¿Cuándo?

— Con Libro de las bestias, de Ramón Llull, que es súper salvaje y hay una violación. Me gustaba tanto la Fura dels Baus que un día les dije: «Voy a hacer una cosa que os vais a cagar». Me salió al revés, era bonito, con sedas rojas que invadían el escenario. Ay, Señor... 

— También es una suerte, porque has sido un gran impulsor del teatro para niños. El Petit Liceu sin ir más lejos. ¿Qué cambios le aplicarías a la Cabalgata de los Reyes?

— No hace falta cantidad, sino calidad. Es el lugar idóneo para elevar el nivel, porque ya los tienes ahí. Y ahí entra la inversión pública. Hay que poner dinero para que la música sea buena y que suene bien, para que las imágenes sean bonitas. Que cuando vuelvan los niños a casa no puedan dejar de hablar de lo que han visto. 

— Has nombrado la inversión pública. ¿Qué están olvidando los gobiernos cuando deciden recortar en cultura?

— Cuando se rompe un puente por una riada, todo el mundo entiende que hay que reponerlo. En la cultura, no, y los puentes en esta área son imprescindibles. Piensa en el momento que estamos viviendo, en el mundo que está llegando de fuera. No podemos caer en los guetos. Tenemos la obligación de invertir para que se mezclen y que esto tire para adelante; tender puentes de diálogo entre las civilizaciones. 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 52 de la revista Plaza

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